“En el horizonte centelleaban las luces de la capital, incomparablemente más bella de noche que de día, semejante a un dique de pedrería que se alzaba al borde de la llanura desnuda. El viejo obrero sujetaba el volante con una mano, y con la otra señaló en un gesto de alegría la capital que brillaba a lo lejos. — ¡Eres mío! —exclamó, con el rostro radiante—. ¡Ahora sí! ¡Mi Petrogrado!”...

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