Ale Kur


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En las últimas semanas se llevaron adelante las Convenciones Nacionales de los dos grandes partidos estadounidenses: el Demócrata y el Republicano. El resultado fue el esperado: el primero declaró como candidata presidencial a Hillary Clinton, y el segundo a Donald Trump. Con este paso completado, se ingresa en la recta final de las elecciones presidenciales, que serán el 8 de noviembre del año corriente.

En estas elecciones los norteamericanos elegirán al sucesor de Barack Obama, que fue presidente durante dos mandatos sucesivos. El primero de ellos comenzó en 2009, en pleno impacto de la gran crisis económica originada por el estallido de la “burbuja de las subprime” (hipotecas). Obama fue (y es), por lo tanto, el principal administrador de la crisis: durante ocho años se encargó de gestionar su impacto (tanto en el marco nacional como en el internacional) y sus consecuencias.

Como administrador de crisis, Obama consiguió evitar las perspectivas más catastróficas que se avizoraban en 2008: la posibilidad de un gran “crack” financiero seguido de una profunda depresión económica, al estilo de la de 1929 y toda la década del 30. Lo hizo a costa de inyectar billones de dólares para rescatar a los bancos y las grandes empresas, impidiendo de esta manera una bancarrota masiva. Sin embargo, esta política no hizo desaparecer la crisis, sino que la contuvo dentro de carriles “manejables” (por lo menos hasta el momento).

Esto significa, entre otras cosas, que la crisis dejó una profunda huella en la sociedad norteamericana: un fuerte crecimiento del desempleo, de los “empleos basura” mal pagos y basados en la superexplotación de los empleados, la destrucción de muchos de los viejos puestos de trabajo bien remunerados. El endeudamiento de enormes capas de la población (incluida especialmente la juventud, atada a los créditos para el acceso a los estudios universitarios) se volvió una pesadísima carga para millones de personas. De manera más general, la crisis destruyó materialmente el “modo de vida americano” (o lo que quedaba de él) y propinó un golpe letal a la representación ideológica del mismo. Esto es percibido masivamente como la agonía de la famosa “clase media” norteamericana.

Esto provocó además una tendencia a la disgregación de lazos sociales, al estallido cada vez más reiterado de episodios de violencia (bajo la forma de disparos, masacres, etc.). Una de las formas más recurrentes que éstos adquieren es la violencia racial, ejercida desde el Estado hacia la población negra y latina. La tensión racial viene en incremento en los últimos años, incluyendo movilizaciones masivas de los sectores afectados e inclusive grandes disturbios (al estilo de las famosas “riots”).

Todos estos temas se encuentran en el centro de la discusión política nacional en Estados Unidos, y es lo que se va a procesar en estas elecciones. Por eso no se parecen en nada a las ocurridas en años anteriores: por primera vez en décadas existen grandes elementos de politización en la discusión electoral.

La primera forma en que se expresa esta politización es en el descontento de grandes sectores contra el “establishment” político. Ambos partidos políticos (Demócrata y Republicano) se encuentran sumidos en un fuerte desprestigio. Particularmente, el Partido Demócrata (al que pertenece Obama) es visto como responsable del empeoramiento de las condiciones de vida de millones de personas en la última década. Este fenómeno es el que capitaliza Donald Trump, levantando desde la derecha una crítica furibunda al “statu quo”.

Al interior del propio Partido Demócrata, este planteo fue levantado desde la izquierda (en un sentido reformista) por Bernie Sanders, que presentó batalla en las elecciones Primarias. Este último logró expresar la bronca de millones de trabajadores y jóvenes contra el poderío de Wall Street y las grandes corporaciones. Sin embargo, con la proclamación de Hillary como candidata demócrata y la negativa de Sanders a presentar una candidatura independiente, este fenómeno se quedó sin expresión electoral para la contienda de noviembre.

En estas condiciones, se corre el grave riesgo de que en noviembre el dilema aparezca ante la población como un referéndum entre el “statu quo” (corporizado en Hillary Clinton, continuista de la política de Obama) y la falsa alternativa de Donald Trump, que aparece como opositor. Si ese fuera el caso, el derechista Trump estaría en condiciones muy favorables para conseguir un triunfo electoral[1]. No hace falta profundizar en las consecuencias nefastas que traería para EEUU y para el mundo un triunfo de este personaje archireaccionario.

Por otro lado, un triunfo de Hillary no significaría tampoco en modo alguno una mejora en la situación de las amplias masas, ni dentro ni fuera de Estados Unidos. Hillary representa la continuidad de la política imperialista tradicional de EEUU en los asuntos exteriores, y del neoliberalismo en los asuntos locales. Esto significa que sólo puede profundizar el desmantelamiento de las condiciones de vida de los trabajadores y la juventud. Por eso mismo, tampoco es cierto que pueda “bloquear el ascenso de la derecha”: como la historia demostró en infinitas ocasiones, una experiencia fallida de contención de la crisis a través de una política “de centro” es el mejor aliciente para que la derecha crezca y pelee por el poder.

Este falso dilema es visto como tal por crecientes sectores de la sociedad norteamericana, que parecen estar comenzando a reconocer el chantaje que significan las elecciones en estas condiciones. Aunque difícilmente esto vaya a expresarse en el corto plazo en acciones concretas, puede estar creciendo subrepticiamente un clima de hartazgo contra todos los grandes políticos burgueses. Esto no dejaría de ser una enorme novedad en la política norteamericana, que a largo plazo puede tener consecuencias incalculables.

Al mismo tiempo, existe una cierta acumulación de experiencias políticas “por izquierda” en la sociedad norteamericana. La principal de ellas es el movimiento antirracista “Black Lives Matter”, que movilizó a decenas de miles de personas contra la violencia racista del Estado. Otras, aunque menos masivas, no dejaron de ser muy importantes: el movimiento anti-corporaciones “Occupy” –originado en Nueva York frente a Wall Street y extendido a todo el país-, el movimiento por el salario mínimo por hora de 15 dólares, etc. La propia campaña electoral de Bernie Sanders movilizó a miles de personas en todo el país, impugnando al “statu quo” desde el punto de vista de los intereses obreros y populares.

El gran desafío es que todas estas experiencias puedan tener continuidad en las difíciles condiciones actuales, pero sobre todo, que maduren políticamente. Hace falta que exista una “tercera voz” en el panorama político norteamericano, la de los explotados y oprimidos, que se levante contra los grandes partidos y candidatos del régimen. Es necesario sacar conclusiones del callejón sin salida al que llevó el Partido Demócrata a los movimientos sociales contestatarios, por la vía de la cooptación o de la generación de expectativas electoralistas. La construcción de una herramienta política independiente es una tarea de primer orden, y la mejor manera de comenzar a preparar la batalla contra el gobierno neoliberal que surja de las elecciones de noviembre.

 

[1] Esta perspectiva lamentablemente parece hoy reforzada por el clima político internacional -muy girado a la derecha-, donde el chivo expiatorio de los grandes problemas del capitalismo son los inmigrantes, las minorías étnicas, etc.

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