El Día del Periodista se celebra cada 7 de junio con motivo de recordar la publicación del primer número de la “Gazeta de Buenos Ayres” en 1810, fundado por la Primera Junta y dirigido por Mariano moreno.

En cada ocasión se suele emplear, como ejemplo de periodista, el legado de Rodolfo Walsh. Sin lugar a dudas su persona merece plenamente dicho reconocimiento. Pero lamentablemente se utiliza una imagen sesgada de Walsh; pareciera que el pensamiento y la acción de Rodolfo Walsh se hubiese limitado a aquella valiente denuncia efectuada en su famosa “Carta abierta a las junta militar”. Por medio de ella, todo el pensamiento progresista postdictadura (alfonsinismo, frepasismo, pero particularmente el kirchnerismo) quisieron vender un Walsh edulcorado: un miserable demócrata que militó y luchó por esta democracia burguesa existente.Es decir, pretenden rebajar los grandes ideales de Walsh a las miserias del pragmatismo pequeñoburgués que ellos representan y defienden. Pero Rodolfo Walsh fue un luchador mucho más profundo, lejos de defender esta democracia capitalista, bregaba por una alternativa socialista para la Argentina.

Como muestra de esto reproduciremos un capítulo de ¿Quién mató a Rosendo?,  brillante obra en la cual, Walsh, indaga en las causas de asesinato del dirigente de la UOM- Avellaneda, Rosendo García, y construye un perfil del en aquel entonces secretario general de la CGT, Augusto Timoteo Vandor, que resultó ser una aguda denuncia del rol de la burocracia peronista.

 

¿Quién mató a Rosendo? (1968)

Rodolfo Walsh

  1. LAS IDEAS

En alguna oportunidad el vandorismo se ha jactado de no precisar para su acción teorías políticas complicadas. En efecto, los supuestos de esa acción están catalogados prácticamente desde que nació el movimiento obrero contemporáneo.

«El vandorismo», juzgaba en 1966 uno de sus grandes impugnadores, Amado Olmos,

«exhibe una brecha imposible de cerrar: su falta de ideología. Así Vandor obra a merced del aventurerismo, del oportunismo político».

Los resultados de la acción son desde luego más importantes que los discursos y las intenciones, que Vandor relega sensatamente a los ideólogos del aparato. Por lo menos en una ocasión, sin embargo, expuso por escrito sus ideas. En la medida en que corresponden a los hechos producidos en una década, vale la pena detenerse en ellas.

Vandor atribuye al Sindicalismo (con mayúscula) un poder casi ilimitado: «En todas las latitudes… ha sido y es fundamentalmente constructivo». En nuestro país, las elecciones de 1958 demostraron «su poder real y concreto». Sin él no se puede gobernar, si se lo elimina de la conducción nacional se produce «el estancamiento económico».

¿Qué pretende este sindicalismo? No hay que asustarse. No se trata de «sostener un planteo clasista y sectario». Clasista, pues, equivale a sectario. Ya Taccone, secretario general de Luz y Fuerza, lo ha dicho con un epigrama: «La clase obrera no es clasista». ¿Será clase, por lo menos? ¿Será obrera?

Se trata de reformar «la antigua sociedad liberal e individualista», de convertirla en una «verdadera comunidad nacional». Para ello el sindicalismo debe «institucionalizarse», ser factor de poder, «parte integrante» del poder: «Pienso que la única forma en que las relaciones entre el Sindicalismo y el Poder Público adquieren carácter permanente, es con la participación del Sindicalismo en este último».

El modelo ideal de esa participación es, naturalmente, el período de gobierno peronista, concebido no como un paso adelante para la clase trabajadora, sino como el paso definitivo, el nivel último de ascenso, el no-va-más de la historia. En ese período «El Sindicalismo… es parte integrante del gobierno e interviene en todas las decisiones que hacen a la vida nacional». Este modelo de relación entre los sindicatos y el Estado es, al parecer, eterno, independiente de la naturaleza de ese Estado y de las fuerzas económicas que expresa. La proposición aceptada por un Estado burgués nacionalista, que traduce la expansión de las fuerzas productivas internas, puede formularse al Estado frondizista que refleja el retroceso de esas fuerzas, reformularse ante el Estado de Onganía que sanciona la definitiva penetración de los monopolios. Se trata de «participar» con cualquiera: basta que a uno lo dejen.

Si el modelo peronista es el ideal, el frondizista merece un disimulado homenaje: «La institucionalización debe producirse dentro de un Estado que impulse un verdadero desarrollo económico…, está ligada a una planificación de desarrollo económico e industrial… Se habla de planificar para todos los argentinos». Cabe, en fin, un saludo a las pretensiones cesaristas de Onganía: «La era de la ficción y de los intermediarios tiene que terminar», una reverencia a sus veleidades comunitarias: «Aun en la coyuntura más desfavorable, nuestro Sindicalismo ha probado su notable voluntad comunitaria… Policlínicos, servicios sociales en general, turismo, planes de vivienda, campos de deporte, bancos sindicales…, son la prueba…».

Como un corte geológico o el tronco de un árbol, este documento de la ideología vandorista exhibe las sucesivas etapas de la transacción, los estratos históricos en que se volvió a negociar lo ya negociado, todas las variables del oportunismo que acusaba Olmos.

Este conjunto de ideas y proposiciones han aparecido reiteradamente en las solicitadas de la UOM, en los reportajes a Vandor. Citaremos solamente uno, publicado a comienzos de 1968 en la revista «Siete Días». Allí Vandor refirma: «Lo que hay que rescatar es la revolución, no interesa quién la haga…, todos los sectores sociales sin prejuicios de clase… Yo no soy partidario del movimiento clasista». Incidentalmente, el no clasismo de Vandor se ha revelado en cada momento crítico como macartismo auténtico.

Como se ve, la burguesía no tiene nada que temer de Vandor. Lo que él pretende es que las cosas mejoren dentro del Sistema, «discutir y decidir en un pie de igualdad», llegar a un arreglo «permanente». ¿Discutir con quién, arreglar con quién? Con los empresarios, naturalmente, y con el ejército, que «es una realidad». Esto conviene a todos. «A mayor consumo de la clase trabajadora, mayores inversiones de capital» y «mayor desarrollo industrial». La relación, en suma, se define como «decidida participación en el desarrollo».

La comunidad capitalista no aparece cuestionada, la lucha de clases no es reconocida, la «paz social» debe mantenerse, se quiere ser «factor de poder» y no tomar el poder.

Discutir el vandorismo desde la perspectiva de una teoría revolucionaria de la clase obrera es reencontrar uno por uno los viejos lugares comunes del reformismo, del sindicalismo burgués. En todo caso Vandor es derrotado por los hechos, además de la teoría. Si los trabajadores lo juzgan hoy duramente es por los resultados de su acción, por lo que él ha conseguido con sus negociaciones, sus maniobras y sus pactos: destruir el gremio metalúrgico convirtiéndolo en simple aparato, dividir la CGT, quebrar la confianza de los trabajadores en sus dirigentes, retrotraer el movimiento obrero a 1943.

Es bueno, sin embargo, que los trabajadores aprendan a reconocer las ideas que conducen a esos hechos, y que sepan también que las ideas no son inocentes, que el desprecio por la ideología de la clase obrera es una promesa segura de traiciones, y que las traiciones no se consuman porque sí, sino en pago de algo. Bien lo dijo Amado Olmos, refiriéndose no sólo a Vandor, sino al grupo de jerarcas enriquecidos, de burócratas complacientes que lo han acompañado en sus aventuras:

«Estos dirigentes han adoptado las formas de vida, los automóviles, las inversiones, las casas, los gustos de la oligarquía a la que dicen combatir. Desde luego con una actitud de ese tipo no pueden encabezar a la clase obrera».

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