Roberto Sáenz



 

A 98 años de la Revolución Rusa

 

 

 

“(…) la democracia socialista no es algo que recién comienza en la tierra prometida después de creados los fundamentos de la economía socialista. No llega como un regalo de Navidad (…) La democracia socialista comienza simultáneamente con la destrucción del dominio de clase y la construcción del socialismo. Comienza en el momento mismo de la toma del poder por el partido socialista. Es lo mismo que la dictadura del proletariado” (Rosa Luxemburgo, La revolución rusa).

 

En este nuevo aniversario de la Revolución Rusa nos interesa abordar la problemática de la democracia socialista tal cual quedó planteada en la experiencia de la revolución bolchevique. Mucha distorsión se ha introducido alrededor de este concepto, particularmente por el hecho de que se tendió a desligarlo del concepto de dictadura del proletariado.

En realidad, para la tradición del socialismo revolucionario, dictadura del proletariado y democracia socialista son (o deben tender a ser) sinónimos. Más allá de que, inevitablemente, uno y otra sufrieran distorsiones en la experiencia práctica del poder revolucionario.

Posteriormente se llegó a confundir todos los planos de las cosas: en la medida en que se consideraba a la ex URSS como “estado obrero” (en razón de la estatización de los medios de producción), se consideraba también, por añadidura, como “dictadura del proletariado” un régimen en el que la clase obrera no tenía ni un gramo de poder político…

Sobre esto hemos escrito en otros lugares. Aquí lo que nos interesa es hacer una somera reflexión acerca del devenir histórico del poder bolchevique y del concepto de democracia socialista, su razón de ser, su importancia de vida o muerte para la transición socialista, la necesidad de una democracia de los trabajadores cada vez más amplia y extendida, la participación de las amplias masas en la edificación de la sociedad emancipada.

 

El régimen de la revolución

 

Podemos comenzar por Marx y su conocida definición de la Comuna de París como “la forma al fin descubierta de la dictadura del proletariado”. Marx había arribado al concepto de dictadura del proletariado luego del fracaso del elemento pequeñoburgués en las revoluciones del ’48; pero no había encontrado hasta 1871 su forma histórica correspondiente.

Con la Comuna sí, Marx pareció encontrar la primera forma de organización de los trabajadores como “clase dominante”: de eso se trataba, pues, la dictadura del proletariado: de su organización para ejercer el poder.

Posteriormente, en El Estado y la revolución, Lenin retoma el concepto de Marx (y la experiencia de la Comuna) hablando de la dictadura del proletariado como una “dictadura de nuevo tipo” y una “democracia de nuevo tipo”. Dictadura novedosa en la medida en que, por primera vez, era una mayoría la que ejercía su dictadura sobre la minoría; y democracia de nuevo tipo en la medida en que, a diferencia del pasado, esta democracia era el ejercicio colectivo del poder por las más amplias masas.

Con el desarrollo de experiencia histórica de la Revolución Rusa, esto fue adquiriendo determinaciones más concretas.

Con la puesta en pie del régimen soviético, de los soviets como forma de ejercicio del poder estatal, vino a reemplazarse y echar al trasto el viejo estado burocrático-burgués del zarismo. Es verdad que el aparato estatal del zarismo no pudo ser liquidado del todo: Lenin se quejará amargamente –¡no una, sino varias veces!– de que el aparato que creían “propio”, en realidad era una herencia del régimen social anterior y “no les respondía plenamente”.

De cualquier manera, ese aparato finalmente fue quebrado y en su reemplazo se erigió el régimen de los soviets de obreros, soldados y campesinos.

En el apogeo de la revolución, se trataba de un régimen que combinando instituciones “formales” e “informales” asumía las siguientes características: un movimiento obrero y de masas en ascenso que, llenando de contenido las nuevas instituciones del poder, lo ejercía realmente desde los lugares de trabajo, las fábricas, las barriadas populares, las plazas, y también desde los nuevos “palacios”: los soviets (como ratificando este elemento que estamos señalando, Trotsky señalaba que en el punto más alto de los desarrollos eran las propias masas movilizadas el órgano ejecutivo de la revolución).

Además estaban las instituciones de poder propiamente dichas: los soviets, que eran, en definitiva, la manifestación más concentrada de la “nueva institucionalidad”.

Y en tercer lugar, elemento fundamental de todo este nuevo “engranaje de poder” y expresión consecuente de los desarrollos, el partido revolucionario, el partido bolchevique (sin olvidarnos, de manera concomitante, en el seno de los soviets pero fuera del poder, de los viejos partidos socialistas reformistas, que habían dado vida al gobierno provisional).

Así es que el nuevo estado, el nuevo régimen, se asentaba en una suerte de “trípode” que combinaba la más amplia movilización de las masas, los soviets y el partido bolchevique (amén, reiteramos, de una intensa vida política de tendencias socialistas, reformistas, no revolucionarias, anarquistas, que hacían parte del intangible contenido democrático de la revolución).

Connatural a esto, en el apogeo de la revolución estaba la amplísima libertad de discusión, de prensa, de difusión: las organizaciones de masas (¡previa apropiación de las imprentas burguesas!) dieron lugar a una “levadura” de textos, artículos, diarios, periódicos y folletos que eran la expresión viva de la politización de la sociedad.

Cuenta Natalia Sedova, compañera de Trotsky, cómo por las noches, al acostarse a dormir, escuchaban el rumor de la calle, los debates sin fin en las aceras, una población politizada, apasionada por los asuntos de la revolución.

Ese régimen era, evidentemente, la expresión directa del ingreso de las más amplias masas a la vida política (Trotsky), la emergencia de la revolución.

 

Circunstancias de excepción

 

Sin embargo, este momento floreciente no duraría lo suficiente. Con el desencadenamiento de la guerra civil a mediados de 1918 y la necesidad de tomar medidas de excepción, lo primero afectado fue la vida política soviética libre, por así decirlo.

Se impusieron medidas dictadas por las circunstancias. Con la guerra civil, la provocación del atentado de los socialistas revolucionarios de izquierda al embajador alemán, conde de Mirbach, el propio atentado a Lenin y Uritsky (jefe de la policía de Moscú, que falleció en consecuencia), se termina poniendo en pie “un régimen de fortaleza sitiada”, como lo describieron los propios bolcheviques.

A la emergencia del “terror blanco” hubo que responderle con el “terror rojo”: ya la Comuna de París había pagado muy cara su ingenuidad.

Las masas siguieron movilizadas; sobre todo la flor y nata de la clase obrera bolchevique terminó yendo al frente, a la cabeza de un novel Ejército Rojo cuya base era una masa de soldados todavía campesinos.

En estas condiciones, con los levantamientos de los blancos y la formación de gobiernos antibolcheviques en determinadas regiones integrados por los grupos socialistas reformistas, vino la inevitable prohibición de esas tendencias en los soviets.

De todas maneras, existía un sólido contrapeso: el partido bolchevique bullía de vida en esos años, los más dramáticos de la revolución: su debate interno era libre y se expresaba en variadas tendencias de opinión, fracciones y grupos (ver al respecto “A propósito del régimen interno de los bolcheviques después de Octubre”, Enio Bucchioni, blog Convergencia).

No es que se considerase un tema menor la unidad del partido. Tampoco que pudiera tomarse a la ligera la formación de agrupamientos, que siempre tienen el peligro de cristalizar, de transformarse en formaciones “rígidas”, permanentes.

Pero de todas maneras, la justa dirección política del partido, sus vínculos orgánicos con la clase obrera, su impulso revolucionario, el estar en plena efervescencia la revolución europea, fueron aspectos que contrapesaron las tendencias a la restricción de la democracia soviética, que permitieron que, en definitiva, el libre debate partidario se encaminara y resolviera todas las enormes cuestiones planteadas sin daños para el partido.

Si los soviets habían quedado vaciados, el partido bolchevique conservaba su vida política, y además todavía las masas seguían activas en la vorágine de la revolución y la guerra civil.

Sin embargo, la situación fue deteriorándose cada vez más, al punto que Trotsky dijo sentirse, junto a Lenin, como “montando un caballo salvaje” que los llevaba a donde él quería, y no a donde pretendían los jefes bolcheviques.

De manera unilateral, y dejándose llevar por “el lado administrativo de las cosas” (como le señalara Lenin en su testamento), Trotsky llegó a proponer “la militarización del trabajo” como manera de encarar la reconstrucción económica del país que se imponía (ver al respecto su obra Comunismo y terrorismo, donde se explicaba correctamente el carácter necesariamente dictatorial del poder en las condiciones de la guerra civil, pero se llegaba a proponer la aberración de colocar bajo un régimen militar a “la clase dominante”).

Con la sensibilidad que lo caracterizaba, Lenin decidió ir para otro lado. Comprendió que el Estado surgido de la revolución no era un simple estado obrero a secas, sino un “estado obrero con deformaciones burocráticas”. Y que por lo tanto se les debía garantizar a los trabajadores, entre otras cosas, su capacidad de desarrollar luchas económicas contra su propio estado.

De ahí que defendiera la subsistencia de los sindicatos como organizaciones independientes del propio estado proletario.

Simultáneamente, y para garantizar el restablecimiento económico y el abastecimiento de las ciudades, Lenin lanzaba la Nueva Política Económica (NEP), permitiéndoles a los campesinos que luego del pago de los impuestos y de la entrega de cierta cantidad de cereal al Estado, comerciaran libremente la producción restante.

Se restablecía así el libre mercado para una serie de productos y con él la posibilidad del enriquecimiento de una nueva capa de la población, los nepman, constituida sobre todo por los nuevos comerciantes.

 

La liquidación de la democracia

 

Pero lo que nos interesa aquí no es la política económica de los bolcheviques, sino indagar en qué punto de su desarrollo se estaba respecto del régimen político y el carácter de la dictadura proletaria.

Parecía que con la introducción de la NEP se iría hacia una reapertura del juego democrático. Pero no: con el levantamiento de Kronstadt (marzo de 1921) y el peligro que significaba la crisis social heredada de la guerra civil, se procedió, con el acuerdo de todas las tendencias del partido, a prohibirlas de manera provisional.

Se trataba, como está dicho, de una medida de excepción declarada expresamente como transitoria y concebida para cerrar filas en un momento de enorme peligro para la revolución (una decisión que, vista a la luz de los acontecimientos, fue errónea: le dio una excusa “legal” a la burocracia ascendente para imponer su régimen): “Lenin y sus colaboradores tuvieron como primer cuidado preservar las filas del partido bolchevique de las taras del poder. Sin embargo, la conexión estrecha y a veces la fusión de los órganos del partido y del Estado acarrearon desde los primeros años un perjuicio evidente a la libertad y a la elasticidad del régimen interior del partido. La democracia se encogía a medida que crecían las dificultades. El partido quiso y confió en un principio en conservar en el cuadro de los soviets la libertad de las luchas políticas. La guerra civil trajo su severo correctivo. Uno después de otro fueron suprimidos los partidos de oposición. Los jefes del bolchevismo veían en estas medidas, en contradicción evidente con el espíritu de la democracia soviética, no decisiones de principio, sino necesidades episódicas de la defensa” (León Trotsky, “La degeneración del partido bolchevique”).

En dichas circunstancias, con un Lenin que poco tiempo después quedaba fuera de la vida política por enfermedad, y un Trotsky cuidadoso atendiendo a las campañas subrepticias lanzadas por su pasado no bolchevique (y su supuesta intención de adueñarse del poder una vez fallecido el jefe del bolchevismo), y sobre el trasfondo de la deriva de la sociedad revolucionaria hacia “la muy humana búsqueda de comodidad” luego de semejantes zozobras revolucionarias (como dijera Trotsky), comenzó a enseñorearse la burocracia.

La circunstancia, en este punto, hay que tenerla clara: los soviets habían perdido vitalidad; incluso la propia clase obrera, la flor y nata de la revolución, había quedad devastada por la crisis económica y la guerra civil, llegándose al punto de que la concentración obrera en Petrogrado había sido reducida en forma peligrosísima (sin olvidarnos del hecho de que muchos de sus elementos más valiosos habían perecido en la guerra civil).

En estas condiciones, toda la “carga de la prueba” de la democracia socialista tenía un solo lugar de referencia: el partido bolchevique.

Y fue la circunstancia, precisamente, que en un partido bolchevique que había prohibido los agrupamientos internos y que era el que dirigía el aparato estatal (siendo a la vez presionado por el atraso general de la sociedad, sin olvidarnos del fracaso de la revolución europea, un factor decisivo de toda la situación), comenzó a hacer pie, repetimos, la burocracia.

Ya Trotsky en El Nuevo Curso (1923) manifestará la preocupación (circunstancia inevitable) de que los mejores militantes del partido estuvieran dedicados a las funciones en el aparato estatal: “(…) debemos esperar un periodo muy largo, durante el cual los miembros más experimentados y activos del partido (incluyendo, naturalmente, los de origen proletario), ocuparán diferentes puestos en el Estado, en los sindicatos, en las cooperativas y el aparato de Estado. Este hecho por sí mismo implica un peligro, pues esta es una de las fuentes del burocratismo” (El Nuevo Curso, Trotsky, citado por Euclides de Agrela, “Composición social y burocratización del partido en León Trotsky”, blog Convergencia).

Christian Rakovsky recuperaría brillantemente esta inquietud en Los peligros profesionales del poder (1927), cuando señalara que de una “diferenciación funcional” en el seno de la clase obrera por cuenta de las tareas del poder, comenzaba a operarse una diferenciación social, donde los funcionarios a cargo de los distintos puestos del Estado, por cuenta, precisamente, de su nueva ubicación, comenzaban a beneficiarse materialmente, a constituirse en una nueva categoría social.

La clase obrera había abandonado la liza de los acontecimientos. La “plaza” había quedado vacía. Imagen que de manera gráfica se puede apreciar en las fotografías de las raquíticas columnas de la Oposición de Izquierda cuando el 10º aniversario de la revolución: unos pocos centenares de militantes revolucionarios en medio del frío gélido del invierno ruso.

En esas condiciones, como lo había anticipado genialmente Rosa Luxemburgo (y retomado Rakovsky), el único elemento activo subsistente no podía ser otro que la burocracia: “Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo” (Luxemburgo, ídem).

 

La preocupación por las formas institucionales del poder

 

Llegado a este punto, se trata de hacer una recapitulación. Como hemos señalado varias veces, en este proceso, consagrado con las grandes purgas de los años ‘30, la clase obrera rusa termina perdiendo definitivamente el poder.

Aun manteniéndose los medios de producción expropiados, el estado deja de ser obrero y pasa a ser un “estado burocrático con restos proletarios y comunistas”, como lo definiera Rakovsky.

Es que a la luz de la experiencia histórica, en el caso de las sociedades de transición, opinamos que no hay forma de considerar el carácter de clase de un estado si no se parte de la clase social que lo detenta de manera efectiva.

La idea de que el carácter de clase del estado de transición se determinaría, simplemente, por las formas de propiedad estatizadas que este consagra, en abstracción de qué clase (o fracciones de clase) se apropian del excedente social, nos parece que no ha pasado la prueba de la historia.

En formas históricamente consagradas (estabilizadas) de propiedad y de relaciones de producción, puede ocurrir la eventualidad de que clases o fracciones de clase que no corresponden directamente con la clase explotadora, estén a cargo del poder sin que por eso varíe el carácter del estado (ver, por ejemplo, todo el debate acerca del carácter del Estado absolutista). La economía manda sobre la política.

Pero en las sociedades de transición al socialismo, la determinación de las cosas debe invertirse. La burguesía es expropiada. Pero esto no significa que, automáticamente, sea abolida la explotación del hombre por el hombre. Subsisten, inevitablemente, relaciones de “autoexplotación”: la renuncia al consumo presente en función de las perspectivas futuras (renuncia que solamente podría evitarse en condiciones de abundancia, lo que no era el caso de la Revolución Rusa, evidentemente).

Así las cosas, la clave de todo está en qué clase social (o fracción de clase) posee realmente el estado: qué capa social se apropia del excedente.

Y lo que ocurrió en el giro de los años ‘30 fue que la clase obrera dejó de detentar el poder, dejó de poseer los medios de producción, acontecimiento que obró en beneficio de una burocracia que se constituyó en una nueva categoría social (categoría que dejó de pertenecer, realmente, a la clase obrera).

Es aquí entonces donde se coloca con toda su fuerza la problemática del ejercicio, por parte de la clase obrera, del poder: el problema de la democracia socialista.

Para pensar este problema, abordaremos un tan conocido como polémico texto de Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa, sobre todo en lo que hace a la preocupación por las “formas institucionales” de la democracia socialista (adelantémonos a señalar que esta reflexión nos fue inspirada por un texto de Daniel Bensaïd, que citaremos más abajo).

Se trata de una obra escrita en prisión a finales de 1918, con cierto desconocimiento de las circunstancias concretas del proceso de la revolución rusa, pero que sin embargo expresaba agudeza alrededor de los problemas generales de la democracia socialista.

Hay varias cuestiones que plantea Luxemburgo que son de interés, más allá de las unilateralidades y valoraciones erróneas que el texto también deslizaba.

Por ejemplo, sus críticas sectarias a la política agraria y nacional de los bolcheviques. Rosa hacía también un debate sobre la disolución de la Asamblea Constituyente, que tampoco nos resulta convincente.

Sin embargo, la obra colocaba un interrogante legítimo, peligroso pero legítimo. Planteaba si junto con la “forma soviética” sería posible poner en pie (o mantener) la forma del sufragio universal; una forma mixta de representación, como manera de llegar a más amplias masas que las organizadas directamente en los soviets.

Rosa defendía esto como producto de su experiencia en Alemania (un régimen con formas parlamentarias consagradas, como es sabido) y acusaba a los bolcheviques de oponerse “por principio” al sufragio.

En realidad, creemos recordar que Lenin, en El estado y la revolución, no descartaba la eventual apelación al voto universal, pero hacía depender dicha alternativa del caso de una sociedad socialmente homogénea; es decir, donde los trabajadores fueran, como clase, más dominantes en la estructural social, circunstancia que no era la de la Rusia soviética.

Por lo demás, está el problema no abordado por Luxemburgo de que el voto universal tiende a disolver el peso de la vanguardia en la retaguardia, lo que, al ser la dictadura del proletariado un régimen revolucionario, puede terminar restando más que sumando (recordar que se trata de una democracia de nuevo tipo, pero también de una dictadura de nuevo tipo).

 

Enseñanzas universales

 

De todos modos, existe en el texto de Rosa una serie de planteos generales acerca de la democracia socialista que son de valor universal.

Rosa es insuperable en su concepción de que no hay revolución socialista, y muchos menos, transformación socialista de la sociedad, sin que las más amplias masas tomen en sus manos, de manera creciente, las tareas de la construcción de la nueva sociedad: “(…) es evidente que no se puede decretar el socialismo, por su misma naturaleza, ni introducirlo por un decreto. Exige como requisito una cantidad de medidas de fuerza (contra la propiedad, etcétera). Lo negativo, la destrucción, puede decretarse; lo constructivo, lo positivo, no. Territorio nuevo. Miles de problemas. Sólo la experiencia puede corregir y abrir nuevos caminos. Sólo la vida sin obstáculos, efervescente, lleva a miles de formas nuevas e improvisaciones, saca a luz la fuerza creadora, corrige por su cuenta todos los intentos equivocados” (Luxemburgo, ídem).

Es aquí donde colocaba Luxemburgo la importancia estratégica de la democracia socialista como forma de organizar el poder proletario. Hemos dicho en otra parte que una cosa es tomar el poder y otra, mucho más compleja, construir una nueva sociedad: esto no puede ser una “obra de ingeniería social”: requiere de la participación efectiva de cada vez más amplios sectores de las masas, de su involucramiento consciente.

Es verdad que en Rosa, de manera unilateral, muchas veces el “elemento organizador” aparece diluido o subestimado, por cuenta de su lucha contra el aparato de la socialdemocracia alemana, lo que hacía a una acentuación algo “espontaneista” en sus concepciones. Sin embargo, la apelación a la necesidad de la participación democrática de las masas, que la revolución debe ser una obra consiente de ellas, es sublime.

Bensaïd señala agudamente que, más allá de los defectos del texto, lo que estaba haciendo Rosa, lo que estaba aportando, era poner el dedo en la llaga respecto de la “institucionalidad del nuevo poder”: cómo sería organizado el nuevo poder de la clase obrera. “Parece pues claro que queriendo torcer el cuello al legalismo institucional de la II Internacional en una situación revolucionaria, Lenin tuerce también el bastón de la crítica en otro sentido. Rompe con las ilusiones parlamentarias. Pero se prohíbe pensar las formas políticas del Estado de transición. Es este punto ciego el que Rosa Luxemburgo va a poner en evidencia” (“El Estado, la democracia y la revolución: una vez más sobre Lenin y 1917”).

Y podría decirse que en este aspecto, atendiendo a un texto redactado a finales de 1918, en condiciones de aislamiento y marcado también por las “taras” de la propia Rosa (¡que también las tenía, atención, como hemos señalado!), Luxemburgo volvía a demostrar ser un águila al poner sobre el tapete los problemas generales del régimen revolucionario, la democracia socialista, su carácter insoslayable para el ejercicio del poder político por parte de la clase obrera: “La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que este sea), no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa diferente. No a causa de ningún concepto fanático de ‘justicia’, sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de esta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la ‘libertad’ se convierte en un privilegio especial”.

 

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