Furet, Nolte y Hobsbawm

 

La interpretación canónica en la “izquierda”

 

En el seno de la izquierda, en sentido amplio, del mundo universitario en general, tiene prestigio la obra de Eric Hobsbawm. Traverso dice agudamente que Hobsbawm “se hace sólido conforme nos alejamos del siglo XX”. Su especialidad histórica fue el siglo XIX, con una trilogía muy conocida. Pero de cualquier manera nos interesa referirnos a su obra sobre el siglo XX, en todo caso la más política y de mayor actualidad.

No es que carezca de planteamientos agudos. Releyéndola para la escritura de este ensayo pudimos descubrir cómo para Hobsbawm ya en la década del 90 estaba claro un fenómeno que nosotros apreciamos mucho después: la ruptura de la conciencia de las nuevas generaciones con las anteriores, su cretinismo en materia histórica: “La destrucción del pasado, o más bien, de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres de este final de siglo, crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica con el pasado del tiempo en el que viven” (Historia del Siglo XX, 1914-1991, Crítica, Barcelona, 1995, pp. 13).

Conceptos como el “corto siglo XX” o la “era de los extremos” que se vivió en la mayor parte del siglo pasado son agudos y muestran que el autor británico tenía sentido histórico. Además, su obra contiene apreciaciones agudas en muchos rubros: por ejemplo, cuando señala que las mayores crueldades de nuestro siglo han sido las “impersonales, de decisión remota, del sistema y la rutina” (ídem, pp. 58).

Pero aquí terminan nuestros acuerdos con Hobsbawm: se trata de una interpretación marxista vulgar del siglo pasado. El historiador británico reproduce, casi punto por punto, el tipo de abordaje del marxismo de los partidos comunistas (estalinistas) del siglo pasado: economicista, instrumental y teleológico, solo para después no poder explicar realmente por qué ese mundo “socialista” se vino abajo.

El abordaje de Hobsbawm es el canónico en la izquierda no socialista revolucionaria respecto de algunos de los momentos principales de la lucha de clases del siglo XX. Por ejemplo, la Guerra Civil Española, que es interpretada en los términos habituales del estalinismo: “lo que estaba en juego no era la revolución sino la defensa de la democracia” (ídem, p. 167).

También su evaluación de la Segunda Guerra Mundial, donde se reproduce la idea de que se habría tratado de una conflagración “entre la democracia y el fascismo” (una tesis parecida a la de Nolte pero desde la izquierda), así como su justificación de la política contrarrevolucionaria de los frentes populares, que excluía la lucha por el socialismo: “los terratenientes y los capitalistas que apoyaran a los rebeldes [habla de las fuerzas de Franco en la Guerra Civil Española, R.S.] perderían sus propiedades, pero no por su condición de terratenientes y capitalistas, sino por traidores” (ídem, p. 168).

Esto es muy conocido para repetirlo aquí; de todas maneras es importante señalarlo, porque con la autoridad que le dio ser un gran historiador con presencia en las aulas universitarias de todo el mundo, Hobsbawm hace pasar, inadvertidamente, la interpretación canónica del estalinismo sobre la historia del siglo pasado (interpretación que es la justificación de sus propias posiciones políticas[1]).

Tiene un grave problema a la hora de explicar el derrumbe estalinista. Pero eso no le hace rever ninguna de sus certidumbres anteriores: su incondicional justificación del estalinismo por “el logro gigantesco de haber modernizado la URSS”: “Stalin, que presidió la edad de hierro de la URSS (…) fue un autócrata de una ferocidad, una crueldad y una falta de escrúpulos excepcionales (…) No obstante, cualquier política de modernización acelerada de la URSS, en las circunstancias de la época, habría resultado forzosamente despiadada, porque había que imponerla en contra de la mayoría de la población, a la que se condenaba a grandes sacrificios, impuestos en buena medida por la coacción” (Hobsbawm, ídem, p. 380). Huelgan las palabras: raro socialismo este impuesto por “coacción”.

Es importante subrayar el déficit metodológico de su abordaje: la lucha de clases del proletariado, sus clivajes, sus posibilidades alternativas, sus desarrollos imprevistos, tiene poco y nada de peso en él; casi todo es visto como un proceso desde arriba. Su condena del rol de Trotsky es de lo más cretina por decir lo menos: “Trotsky fracasó por completo en todos sus proyectos” (ídem, pp. 81). Su apreciación general de las cosas es de un economismo que raya el esquematismo, así como la afirmación de una idea de progreso típica de las concepciones más instrumentales: ¡nada importa que este progreso se haga a costa de los seres humanos de carne y hueso!

Hobsbawm no logra salir de esos relatos canónicos. Va a contrapelo de las necesidades del momento, cuando, si está planteado enfrentar las derivas del posmodernismo (era y es correcto presentar una “historia total”, panorámica y de amplios alcances del siglo pasado como intenta hacer Hobsbawm), es hora de echar el lastre de una interpretación del “marxismo” que ha sido puesta en evidencia –en sus inercias– por el desarrollo de los acontecimientos mismos.

Hobsbawm no logra hacer nada esto; ni siquiera se lo plantea. Su relato de la historia del siglo pasado es, como está dicho, una versión aggiornada del estalinismo, más allá de condenas, aquí y allá, a la figura de Stalin, a la que al mismo tiempo se reivindica.

Una justificación de todo lo actuado por la burocracia sin que se sepa cómo vino a ocurrir, de repente, su derrumbe: “La tragedia de la Revolución de Octubre estriba, precisamente, en que solo pudo dar lugar a este tipo de socialismo, rudo, brutal y dominante. Uno de los economistas socialistas más inteligentes de los años treinta, Oskar Lange (…) desde su lecho de muerte hablaba con los amigos y admiradores que iban a visitarle (…): ‘Si yo hubiera estado en Rusia en los años veinte, hubiese sido un gradualista bujariniano. Si hubiese tenido que asesorar la industrialización soviética, habría recomendado unos objetivos más flexibles y limitados, como, de hecho, hicieron los planificadores rusos más capaces. Y, sin embargo, cuando miro hacia atrás, me pregunto una y otra vez: ¿existía una alternativa al indiscriminado, brutal y poco planificado empuje del primer plan quinquenal? Ojala pudiera decir que sí, pero no puedo. No soy capaz de encontrar una respuesta” (ídem, pp. 494).

Esta claro que este supuesto “tipo de socialismo” (¡que no lo era!) ha sido condenado por la experiencia del siglo XX: un “socialismo” construido sin el protagonismo histórico de la clase obrera que estaba “destinado”, de este modo, a terminar como lo hizo: en el basurero de la historia. 

 

El debate sobre las perspectivas históricas de la clase obrera  

 

No queremos terminar este texto sin hacer una somera referencia a la obra de Traverso. Se trata de un historiador de una generación posterior a la de los citados. En cierto modo, es uno de los historiadores políticos más renombrados del momento; está en las librerías y merece estarlo, porque tiene una elaboración en muchos aspectos inspiradora al trazar una delimitación general con los autores arriba mencionados desde un punto de vista que podríamos considerar, en general, “marxista”.

Sin menoscabo de que lo citamos en todo lo que nos parece valioso, su abordaje posee, de todos modos, limitaciones. Aquí nos detendremos en dos de ellas. La primera tiene que ver con su ángulo de mira general. Traverso es un historiador con un gran sentido histórico; sobre todo en materia del siglo XX, su especialidad. Logra transmitir algunas de las características salientes del siglo pasado de manera muy verosímil (incluimos aquí sus finas percepciones acerca del estalinismo).

Pero existe un límite general en su abordaje: está sesgado para un ángulo de mira que coloca en el centro de su reflexión la cuestión judía.

Es verdad que esta cuestión estuvo en el centro de muchos de los desarrollos del siglo XX. Pero Traverso pierde de alguna manera de vista que dicha cuestión de ninguna manera podía ser independiente de la cuestión más universal de nuestro tiempo: la cuestión obrera. Es decir, la problemática acerca del lugar histórico de la clase obrera en la transformación social, y no como un tema filosófico general sino como historia de las grandes revoluciones del siglo pasado.

Al historiador italiano le pasa un poco lo que –de manera muy justa– le critica a Hanna Arendt: su prisma está demasiado corrido para una cuestión con mucha “reticularidad” en el siglo pasado, pero que sin embargo es parcial.

Por alguna razón que se nos escapa, a pesar de tener enorme percepción acerca del significado de la “era de los extremos”, Traverso no logra ser un historiador de las grandes revoluciones del siglo pasado, un acontecimiento fundante del mismo; está demasiado corrido para el análisis de las “violencias” del siglo pasado así como la barbarie de esta época (señalamos esto no sin reconocer la agudeza de su tratamiento al respecto).

Pero no logra colocar en el centro de su reflexión la pelea porque la clase obrera tenga plena palabra histórica “vengándose” de la traición del estalinismo, que pretendió construir el socialismo reduciéndola a la condición de “una inmensa muchedumbre ciega” (como denunció André Gide en su Retorno de la URSS luego de una decepcionante gira por Rusia a mediados de los años 30[2]).

Existe un segundo problema: Traverso recae, a veces, en una interpretación de los principales acontecimientos del siglo pasado en clave de una “lucha antifascista”, no en el sentido del marxismo revolucionario, sino como una suerte de versión de izquierda de la política canónica del frente popular. Es significativo que esto sea así y quizás se base –incorrectamente– en la preocupación por no caer en una visión “sectaria” o reduccionista del siglo pasado. Puede estar vinculado, también, a una apreciación de Trotsky que en algunos casos es demasiado crítica hacia él, unilateral, sectaria hacia la figura y trayectoria del gran revolucionario ruso[3].

No podemos exigirle a Traverso que tenga el balance del marxismo revolucionario. Pero la suma de la pérdida de centralidad de la clase obrera en sus preocupaciones y un abordaje unilateral respecto de Trotsky, deja sesgada su elaboración hacia un costado que no se plantea la lucha por el relanzamiento de la revolución socialista en el siglo XXI.

Retomar y enriquecer la tradición del socialismo revolucionario, poner como ángulo de mira central el balance de las revoluciones socialistas y/o anticapitalistas del siglo pasado y su lección de que no puede haber transición al socialismo sin que la clase obrera esté en el poder[4], debe ser el centro del emprendimiento histórico, teórico y estratégico que una el balance del siglo pasado con las tareas que nos depara el porvenir.

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

François Furet, El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, Fondo de Cultura Económica, España, 1995.

Eric Hobsbawm, Historia del Siglo XX, 1914-1991, Crítica, Barcelona, 1995.

Ernest Nolte, La guerra civil europea, 1917-1945. Nacionalsocialismo y bolchevismo, Fondo de Cultura Económica, México, 2011.

 

 

 

 

[1]           Hobsbawm formaba parte del famoso grupo de historiadores del PCB, los que en su mayoría rompieron con el partido estalinista británico cuando los tanques soviéticos entraron en Hungría para sofocar la Revolución de 1956. E. P. Thompson, autor del clásico estudio acerca de La formación de la clase obrera en Inglaterra, es uno de los historiadores de fama mundial que rompieron con el partido; Hobsbawm permanecería en él toda su vida…

[2]           Citado en El pasado de una ilusión, en la cual Furet agrega otra cita tremenda de Guide: “(…) dudo que en algún otro país de hoy, así fuera en la Alemania de Hitler, sea menos libre el espíritu, menos sometido, menos temeroso (aterrorizado), más avasallado” (ídem, p. 331).

[3]           Traverso llega a decir, contra toda la evidencia histórica, que a Trotsky le pasó lo mismo que a otros intelectuales cuando llegaron al poder: dejaron de ser críticos, se pasaron para el lado del real politik; pero si esto fuera así, no podría explicarse por qué estuvo dispuesto al exilio, a pasar por toda la tragedia personal por la que pasó en función de sostener la pelea por el socialismo, por la dictadura del proletariado contra la burocratización de la URSS.

[4]           Para su propio provecho, Furet critica con agudeza la idea de un proletariado ejerciendo el poder “a través de una serie de equivalencias abstractas” que hacen las veces de sus representantes (ídem, pp. 40).

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