Por Ale Kur
El 19 de abril ocurrió una inmensa tragedia en el Mar Mediterráneo. Una barcaza que transportaba cientos de personas desde la costa de Libia (al norte de África) hacia Europa, naufragó dejando alrededor de mil muertos.
Por supuesto que la escala de esta tragedia ya es de por sí suficiente para generar una profunda indignación y dolor en cualquier persona sensible. Pero lo peor es que se trata sólo de la “punta del iceberg” de un fenómeno mucho más amplio. Sin ir más lejos,en octubre de 2013, una tragedia similar cautivó la atención de la prensa internacional, con el naufragio de Lampedusa. Pero hechos similares ocurren ahora de manera cotidiana, todos los días.
En los últimos años, cientos de miles de personas se vieron obligadas a migrar desde África y Medio Oriente hacia Europa, huyendo de las guerras y de la miseria. Ante las fuertes barreras migratorias impuestas por la “exclusiva” Unión Europea, no hay otro camino que lanzarse a una ruta terriblemente peligrosa: la travesía marítima a través del Mediterráneo, en embarcaciones que apenas pueden mantenerse a flote.
Esta forma de viaje se trata de una auténtica ruleta rusa. Miles de personas mueren anualmente como consecuencia del hundimiento de esas embarcaciones. El Mediterráneo, la cuna de “Occidente”, el “Mar Nuestro” que simbolizó el poderío y la gloria de las antiguas civilizaciones europeas, se convirtió en un auténtico cementerio de emigrantes.
La barbarie es el capitalismo
Ante esta tragedia permanente, los dirigentes políticos de la Unión Europea simulan verse “conmovidos”. Pero lo único que discuten es cómo hacer para sacarse de encima a esos «migrantes ilegales”, que serían como los “bárbaros” invadiendo lentamente a la “civilización” de Europa. En su extremo cinismo, olvidan que la “barbarie” es el propio sistema capitalista, y los métodos imperialistas con los cuales conquistó a África y Asia y las redujo a la esclavitud y la miseria.
En efecto, la barbarie capitalista e imperialista es la que generó las condiciones para que todo esto pueda –y deba– ocurrir. Siglos de dominación colonial sojuzgaron a los pueblos que hoy se ven obligados a emigrar. Siglos de opresión que significaron el saqueo, el freno a las posibilidades de un desarrollo autónomo, la condena a la miseria de las grandes mayorías.
Pero no se trata solamente de la “historia pasada”. En los últimos años, las condiciones de vida de las masas en África y Medio Oriente empeoraron de una manera ostensible. Guerras civiles estallaron en por lo menos cuatro países de la región (Libia, Siria, Yemen, Irak). Esto se suma a los focos del “jihadismo” ya clásicos como Somalía, o actualmente Nigeria (con grupos como BokoHaram, o las diferentes variantes de Al Qaeda, el Estado Islámico, etc.).
Las guerras civiles y el jihadismo son también un subproducto de la intervención imperialista en la región. Los diferentes actores involucrados en la mayoría de los casos recibieron, en uno u otro momento de las últimas tres décadas, grandes cantidades de armas y financiamiento por parte de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, etc. En otros casos, sufrieron directamente de la intervención militar occidental: la OTAN en Libia, la invasión yanki de Irak y Afganistán, etc.
En todos los casos, se puede ver la mano de “Occidente” contribuyendo de una u otra forma a la destrucción masiva en la región: ya sea por las decisiones tomadas en la “guerra fría” contra la URSS y los regímenes nacionalistas del Tercer Mundo (apoyando y armando a todo aquel que se les enfrentara, como fue el caso de Bin Laden y los talibanes en Afganistán), ya sea por la ambición de controlar los flujos y el precio del petróleo, por dominar los minerales y las tierras, por manejar el tráfico de piedras preciosas o de drogas, o simplemente por los grandes negociados que realiza la industria armamentista con las masacres permanentes.
La hipocresía de los dirigentes de la Unión Europea y de Estados Unidos requiere, por lo tanto, un repudio mundial unánime.
Las guerras civiles en Siria y Libia crearon auténticas catástrofes humanitarias. Millones de personas quedaron sin hogar en el transcurso de unos pocos años. Allí no hay ninguna perspectiva de supervivencia que no sea la emigración. Súbitamente gran parte de la población pasó a formar parte de la categoría de los “refugiados de guerra”, que no son bienvenidos en ningún lugar (especialmente en Europa).
La pobreza endémica, sobre todo en el África subsahariana pero también en el “Magreb”, es otro de los factores que multiplican la emigración. La ausencia de empleo y los salarios miserables hacen que sea imposible acceder al pan.
Todo esto genera en los últimos años auténticas “oleadas inmigratorias” hacia Europa, protagonizadas por cientos de miles de personas agobiadas por la desesperación. En un mundo acostumbrado a identificar la “catástrofe” con sucesos sobrenaturales de programas televisivos (las plagas zombies o similares), pocos parecen identificar la catástrofe terrenal, de carne y hueso que se vive en muchos países.
Una solución integral a estos problemas requeriría de profundos cambios sociales, económicos, políticos en toda África y Medio Oriente. Cambios que los imperialismos europeos y yanki no tienen el más mínimo interés en llevar adelante, y que chocan objetivamente contra sus intereses.
Tampoco está en el interés de los imperialismos paliar los efectos más inmediatos de la catástrofe social, brindando masivamente asilo a los emigrantes, integrándolos en sus sociedades como ciudadanos plenos, dándoles oportunidades de trabajo y salarios decentes. En el mejor de los casos, Europa y EEUU están dispuestos a incorporar a una pequeña porción de ellos como trabajadores super-explotados, como proletariado “de segunda” que acepte salarios miserables y presione a la baja al salario del conjunto de la clase trabajadora. Pero eso requiere que se los mantenga en la clandestinidad, despojados de todo derecho y bajo la amenaza permanente de expulsión.
En este escenario, las alternativas para la humanidad se van reduciendo a solamente dos: o revolución socialista, o más y más barbarie capitalista.