Por Ale Kur


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Esta semana se anunció con bombos y platillos la culminación exitosa de las reuniones entre Irán y los grandes poderes (EEUU, Francia, Alemania, Inglaterra, China y Rusia). El objetivo de estos encuentros era negociar una solución para la situación abierta ante el desarrollo de energía atómica por parte de Irán (energía que, además de ser usada para fines civiles, podría eventualmente conducir a la obtención de armas nucleares).

El resultado de las negociaciones fue un principio de acuerdo, que todavía está en fase “borrador” y debe atravesar varias etapas para llegar a su implementación: primero la formulación final del acuerdo (cosa que implica importantes cantidades de “letra chica” que hace a la aplicación concreta de las cosas, es decir, a lo que realmente termine ocurriendo sobre el terreno), y luego la aprobación definitiva por parte de los distintos actores involucrados.  Esto último no está nada garantizado, cosa que retomaremos más abajo.

El contenido de los acuerdos implica la limitación del programa nuclear iraní, bajo estricta supervisión internacional, de tal forma que mientras se implemente Irán no tenga capacidad técnica de producir armas atómicas. Y que en caso de dejar de implementarse, Irán requiera por lo menos un año entero para producir los elementos necesarios. Es decir: aleja en el tiempo la perspectiva de una potencia nuclear iraní (hoy, sin el acuerdo, se sospecha que Irán tiene los materiales necesarios para producir armas nucleares en un plazo de tres meses si así lo deseara). A cambio de esto, Estados Unidos levantaría todas las sanciones impuestas a la economía iraní, que generan un impacto nada despreciable.

Según el diario estadounidense New York Times, esto implica concesiones de las dos partes: Estados Unidos deberá admitir que Irán conserve su infraestructura nuclear (mostrándole al mundo que no desmantela sus instalaciones ni vuelve atrás con su programa), e Irán debe aceptar no sólo una limitación de su capacidad productiva atómica, sino un régimen muy intrusivo de “supervisión” externa que implicaría un enjambre de agentes extranjeros entrometiéndose en los asuntos locales.

A cambio de esto, ambas partes ganan la posibilidad de restablecer relaciones diplomáticas, políticas y económicas: de hacer negocios y empezar a discutir un nuevo orden para Medio Oriente.

¿Qué hay detrás de los acuerdos?

Lo dicho hasta ahora es meramente una descripción de los acuerdos alcanzados. Pero lo más importante es qué hay detrás de ellos.

Lo primero a señalar es que EEUU e Irán carecen de lazos diplomáticos formales desde la revolución iraní de 1979. Esa revolución barrió con el régimen monárquico pro-imperialista del Sha, y terminó llevando al poder al clero musulmán chiita, encabezado por el ayatola Jomeini.[1] Es decir, se impuso una teocracia sustentada en la corriente religiosa mayoritaria iraní: ese fue el nacimiento de la “República Islámica de Irán”.

Desde entonces, la posición oficial de Irán con respecto a EEUU, Israel y los Estados árabes vasallos del imperialismo (como Arabia Saudita) es la de una especie de “antiimperialismo” y “antisionismo” de contenido político-religioso, que combina legítimos elementos defensivos de la soberanía nacional, de “tercermundismo” y de defensa del pueblo palestino, con elementos de ideología islamista y por lo tanto reaccionaria –que lleva a exacerbar las divisiones sectario-religiosas e inclusive a negar el “Holocausto”, bordeando con el antisemitismo–.

Al mismo tiempo, este “antiimperialismo” y “antisionismo” es muy relativo, ya que en numerosas situaciones Irán pactó (por debajo de la mesa) distintas cuestiones con Estados Unidos e incluso Israel.[2]

Pero el slogan de las Fuerzas Armadas iraníes sigue siendo “muerte a EEUU”: el enfrentamiento con el imperialismo, aunque sea simbólico, es un elemento central del discurso del régimen y cumple un papel de primer orden en su legitimación interna, regional e inclusive internacional (como vemos en el caso del apoyo de la Venezuela chavista al régimen iraní).

Por lo tanto, la existencia del régimen de los ayatolas en Irán ha sido una cuestión profundamente “desestabilizante” para el orden regional dominado por el trío de Arabia Saudita (y sus satélites), EEUU e Israel.

No sólo fue un aliciente para el desarrollo de las corrientes islamistas en todo Medio Oriente. También fue un enorme punto de apoyo para el desarrollo de organizaciones anti-sionistas como Hezbollah en el Líbano (bajo influencia directa, político-ideológica de Irán) y Hamas en Palestina (bajo influencia indirecta, a través del financiamiento y armamento iraní).

Ambas organizaciones fueron y son profundos dolores de cabeza para el Estado de Israel, que no consigue erradicarlas por la vía militar pese a miles de sanguinarios intentos. A esto se le suma todo un espectro de Estados, grupos políticos, militares y religiosos que  giran bajo la orbita iraní: Siria, Irak, los houthíes de Yemen, etc.

Esto convierte a Irán en un actor crucial dentro del “juego de poderes” de Medio Oriente, peleando por su hegemonía contra las otras potencias regionales.

EEUU necesita “estabilizar” Medio Oriente

Medio Oriente ha sido un enorme quebradero de cabeza para el imperialismo yanki en las últimas décadas. Al conflicto ya “clásico” entre Israel y los palestinos se le han sumado una serie de conflictos regionales, locales, etc., que enfrentan a gran diversidad de actores. El atentado a las torres gemelas de 2001 y el posterior auge del “jihadismo”, la invasión de Irak en 2003, y más recientemente la Primavera Árabe, significaron la destrucción de todos los pilares en los que se basaba la estabilidad regional.

En el momento actual se pelean diversas guerras civiles (o algo así, ya que en ellas participan combatientes de distintas nacionalidades y/o apoyados por diferentes nacionalidades) en Siria y en Irak, en Yemen y  en Libia (esta última en el norte de  África árabe). El Estado Islámico y Al Qaeda son amenazas presentes en gran cantidad de países en la región, en algunos de ellos dominando importantes territorios. Muchos países están atravesados, a la vez, por fuertes enfrentamientos sectario-religiosos y hasta tribales.

Todo esto también refleja en cierto modo el prolongado declive que EEUU viene sufriendo como “policía del mundo”. Del pico de influencia que llegó a conquistar en los 90 tras el fin de la “guerra fría”, fue retrocediendo por una multiplicidad de factores (rebeliones populares en América Latina, deslegitimación internacional, decadencia y crisis económica, ascenso de nuevas potencias como China, etc.).  Las invasiones militares a Afganistán e Irak en la década del 2000, que aparecerían como preludio de un “nuevo siglo americano”, terminaron en serios fracasos: fueron incapaces de establecer nuevos regímenes con cierta estabilidad (ni  hablar ya de legitimidad).

EEUU debió retirarse de esos países en medio de una ola mundial de repudio, del odio de millones y millones de árabes y musulmanes, y de la bronca de millones de norteamericanos que veían morir a sus hijos en guerras para ellos sin sentido.

Por lo tanto, podríamos resumir la situación de Medio Oriente de la siguiente manera: no hay nadie capaz de poner orden por sí mismo. La situación de guerra y crisis permanente es una amenaza mayúscula a los intereses de EEUU en la región: no sólo porque amenaza la producción y circulación del petróleo, sino porque es un criadero a gran escala de “fanáticos” dispuestos a inmolarse contra Occidente, y sus intereses y ciudadanos en el mundo.

Pero al mismo tiempo, EEUU ya no puede ni quiere involucrarse de manera directa en Medio Oriente. Tiene preocupaciones geopolíticas mucho mayores: el ascenso de China le impone a EEUU la necesidad de un “giro estratégico” de sus recursos militares, políticos y económicos hacia el Asia-Pacífico, para contener al “nuevo gigante” que comienza a amenazar su hegemonía a escala global.

En este marco, los acuerdos nucleares de EEUU con Irán pueden comprenderse con mucha mayor facilidad. Sacarse el “problema nuclear” de encima permite a EEUU retomar vínculos con Irán después de 35 años de enfrentamiento. Esto permite, a su vez, incluir a Irán en un esquema de poder regional, que garantice que cada uno colabore a su manera con el mantenimiento del orden (y por lo tanto, con el cumplimiento de los intereses imperialistas en la región). Es decir, EEUU avanzaría de esta manera en una “tercerización” del poder de policía en la región, que le permita salirse de en medio y preocuparse por problemas mayores.

Obama busca, por lo tanto, “engullir” a Irán como garante de los intereses regionales estadounidenses, con o sin el régimen de los ayatolas. En el mejor de los escenarios, el acuerdo nuclear favorecería a las tendencias “moderadas” dentro de Irán y contribuiría a una  “apertura democrática” o algo similar. En el peor de los casos, por lo menos Irán podría gritar “muerte a EEUU”… sin tomárselo literalmente.

En este sentido, puede trazarse un paralelismo con los acuerdos de Obama con los Castro en Cuba: la apertura diplomática está puesta al servicio de garantizar los intereses imperialistas por otros medios, más heterodoxos y “modernos”.

Los obstáculos al acuerdo

Esta estrategia impulsada por Obama, sin embargo, no es compartida por todo el imperialismo. Uno de los rasgos de la decadencia de EEUU son las divisiones de su establishment.

La derecha republicana (encabezada por el Tea Party y sus propios “fanáticos”, esta vez cristianos en vez de islámicos), se niega rotundamente a cualquier acuerdo con el “eje del mal”: su recurso preferido siguen siendo los bombardeos. Esto mismo opina el Estado de Israel, encabezado por Netanyahu: sus intereses y seguridad como colonos se sentirían más tranquilos si simplemente pudieran borrar de la faz de la tierra al régimen iraní.

Otro aliado de la posición de los “halcones” es Arabia Saudita, que teme que un acuerdo con Irán lo termine legitimando como nuevo “hegemón” regional. Esto significaría el  ocaso del predominio de la petromonarquía islámica y de sus príncipes y sheiks.

Si bien amplios sectores del imperialismo yanki y del “establishment” internacional parecen apoyar el acuerdo, la división es lo suficientemente amplia y profunda como para que de ninguna manera esté asegurada su aprobación. Aun si se formularan los acuerdos definitivos en la próxima ronda de negociaciones, y si el “líder supremo” iraní los avalara, todavía quedaría el mayor obstáculo: la aprobación por el Congreso norteamericano, dominado por los republicanos. Un Congreso que se ha dedicado a obstaculizar prácticamente todo, llegando a cerrar la administración pública estadounidense por falta de acuerdos sobre el presupuesto.

El “giro histórico” que Obama busca en Medio Oriente, por lo tanto, no está nada garantizado. Si los acuerdos nucleares fracasaran, muy posiblemente sería el preludio de una nueva guerra imperialista contra los pueblos de la región, con un costo humano incalculable.

Notas:

1.- Vale aclarar que la revolución de 1979 no estalló orientada por ideas religiosas, sino que fue una genuina revolución popular que inclusive contó con protagonismo de sectores obreros, laicos y fuertes corrientes de izquierda. Pero el sector clerical logró imponerse sobre los demás, imponer su dictadura y emprender una sanguinaria contrarrevolución que liquidó a todas las organizaciones progresivas.

2.- Por ejemplo, en la sangrienta guerra de 1980-88 con el Irak de Saddam Hussein, Irán recibió armamento de Israel.

 

 

Un posicionamiento revolucionario

Una posición revolucionaria con respecto al acuerdo nuclear debe partir de una consideración principista: el rechazo de toda injerencia imperialista en las decisiones de los demás países.

La posición de EEUU (y sus acompañantes en las negociaciones) es totalmente hipócrita: niegan a Irán la posibilidad de tener armas nucleares, cuando tienen en sus propias manos arsenales capaces de destruir el mundo varias veces.

Mientras los yankis hablan del “peligro de un Irán nuclear” (todavía no comprobado), EEUU ya demostró al mundo entero su propio “peligro nuclear” al destruir cientos de miles de vidas inocentes en los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial.

Por otro lado, Israel tiene en sus manos armas atómicas, y su gobierno está dominado por sectores igualmente fanáticos que los iraníes.  El total desprecio por la vida humana demostrado por el sionismo en sus ataques a la Franja de Gaza, no genera ninguna confianza acerca de su propio uso del arsenal nuclear. Llegado el caso, nada garantiza que no sea Israel quien quiera usar sus armas atómicas contra sus enemigos como Irán, y eso ya de por sí es un argumento muy fuerte para su derecho a la autodefensa.

La salida progresista, por lo tanto, sería un desarme nuclear mundial, empezando por el propio EEUU e Israel. Pero en la medida en que esto no ocurra, el imperialismo no puede arrogarse el derecho a decidir quién sí y quién no. Esto ocurre además en una región nuclearizada, donde vecinos no tan lejanos como Pakistán, la India, China, Rusia, etc. ya poseen sus propias armas atómicas.

En segundo lugar, no se puede de ninguna manera apoyar al reaccionario régimen teocrático iraní, como hace el chavismo y otros sectores. Se trata de un régimen profundamente opresivo, con mínimas libertades democráticas, con la pena de muerte legalizada para los opositores, una opresión barbárica hacia las mujeres y las minorías sexuales, etc. El rechazo a la injerencia imperialista y la defensa de la soberanía nacional iraní no significa en modo alguno un compromiso con su clase dirigente, que es la enemiga más inmediata de las clases populares de Irán.

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