Sobre el acuerdo con China – 

 

 

Los acuerdos económicos firmados recientemente por el gobierno argentino con China y aprobados por el Congreso han sido defendidos y atacados con parejo entusiasmo y con también pareja falta de criterios sólidos. Desde el kirchnerismo hablan de “inserción en el nuevo mundo multipolar” y de cortar los tradicionales lazos de dependencia con EE.UU.; desde la oposición de derecha se habló de “colonialismo” y de “entrega de soberanía” (lo que sonó muy gracioso en boca de gente como Carrió, la eterna visitante de embajadas del Primer Mundo). Como reza un dicho brasileño, ambas posturas tienen una parte de verdad, pero poca, porque las cosas son más complejas.

 

Comencemos recapitulando en qué consiste, formalmente, el acuerdo marco. Se trata en primer lugar de permitir la adjudicación directa de obras públicas a empresas chinas o con financiación china, sin licitación ni límite de monto; por lo pronto, las represas sobre el río Santa Cruz. En segundo lugar, la compra de material ferroviario chino por 1.200 millones de dólares. En tercer lugar, se autorizó la instalación de una estación espacial en Neuquén para el seguimiento de misiones espaciales chinas, a cambio de disponer de un 10% del uso de la antena. Esto es lo inmediato y tangible; además, se da el marco para avanzar en inversiones mineras y en otros rubros, otorgando a las firmas chinas un trato equivalente a las argentinas y permitiendo que las empresas chinas traigan profesionales, técnicos y obreros de ese país (aún no está claro en qué escala).

El gobierno defiende el acuerdo con varios argumentos que en realidad se reducen a éste: China es un actor de primera magnitud en la economía mundial, tiene interés en invertir y el gobierno tiene interés en recibir los dólares de esas inversiones. Además, se desliza, el hecho de diversificar los orígenes del capital extranjero permite reducir la dependencia respecto de las fuentes tradicionales de ingreso de divisas para inversión directa, como EE.UU. la UE o los organismos internacionales.

Una parte importante de la patronal argentina cuestiona el acuerdo diciendo que desplaza inversión y mano de obra local en beneficio de los chinos, cuyo régimen laboral en China es muy distinto al de aquí. A esa queja se sumaron unos cuantos burócratas sindicales, en pleno acuerdo con las patronales. Inclusive, algunos personajes como Elisa Carrió y José Ignacio de Mendiguren (secretario de la UIA y referente del massismo) hablaron de una reedición del pacto Roca-Runciman de 1933 entre Argentina e Inglaterra, que dictaba condiciones coloniales vergonzosas (la autoridad que tengan la admiradora número uno de Estados Unidos y un dirigente de la burguesía argentina para hablar de “coloniaje” es otra cuestión).

Entonces, ¿cómo comprender el acuerdo? ¿Es tan bueno, o malo, como se dice desde una y otra tribuna?

 

De falsas colonias, falsas soberanías y cipayos verdaderos

 

Primera cuestión a despejar: el gobierno tiene derecho a hacer acuerdos con el país que sea sin pedir autorización a los “amos tradicionales” de la región. Es algo que por supuesto ya han hecho otros gobiernos de América Latina, pero es necesario recordarlo porque buena parte de los que critican el acuerdo lo hacen porque representa un desvío respecto de la política cipaya tradicional de sometimiento a las reglas impuestas por el gran país del Norte. En eso, no hay que creerle nada a los que braman contra la supuesta “dependencia de los chinos” sin que nadie les haya oído palabra contra la muy real e histórica dependencia de los yanquis.(1)

Dicho esto, aclaremos que el gobierno quiere vestir de virtud lo que no es otra cosa que pura necesidad. Esta “ampliación de horizontes” para el origen de la inversión extranjera se debe sobre todo a que son los chinos los que con más interés y mayor premura han comprometido ese ingreso de divisas que el gobierno necesita como el pan. Si en vez de chinos hubieran sido suecos, franceses, rusos o incluso yanquis, habrían sido recibidos con los brazos igual de abiertos, como lo demuestra la virulenta defensa que hace el gobierno de los acuerdos con Chevron.

Segundo: el acuerdo con China, lejos de ser entre “dos naciones soberanas iguales”, incluye claros elementos de subordinación de un país a otro en función de su lugar y peso relativo en la economía mundial. Las condiciones del acuerdo son leoninas a favor de China y representan, o pueden llegar a hacerlo, una eventual cesión de soberanía sumamente peligrosa, en sí misma y también como antecedente.

Por dar algunos elementos, el convenio sobre el cumplimiento de las normas ambientales, y en cuanto a las laborales, están en un cono de sombra. Nadie sabe exactamente cuál será el marco legal por el que se regirán los eventuales trabajadores chinos de los emprendimientos de ese origen. Y es sabido que en China las condiciones laborales están muy lejos de las de Argentina en múltiples aspectos, empezando por los derechos sindicales.

Sin embargo, esto no autoriza a hablar de simple “cambio de metrópoli” de la cual se depende, como sugieren las referencias al tratado Roca-Runciman y algún análisis izquierdista vulgar. No se trata de que éramos “colonia yanqui” y en virtud de estos acuerdos pasamos a ser “colonia china”. En realidad, los lazos de dependencia que nos unen a EE.UU. y en general al orden imperialista liderado por ese país (sin por eso ser una mera “colonia”) no han desaparecido, y mucho menos han sido reemplazados sin más por otros. La dependencia respecto del imperialismo abarca toda una serie de aspectos que no son sólo económicos, sino políticos, militares, diplomáticos y hasta culturales, en los que sería ridículo identificar ya mismo a China como “nuevo amo” de la Argentina. Para no hablar del carácter mismo de China, que aunque muestra crecientes rasgos y conductas de tipo imperialista, a nuestro juicio es apresurado clasificar sin más de imperialista, y mucho menos de ser ya, hoy, la potencia dominante en Argentina o la región.(2)

 

La confesión de impotencia de la clase capitalista… y su gobierno

 

La medalla de oro a la hipocresía, sin embargo, se la lleva el llanto de la patronal argentina, que ahora sale a decir que se les ofrece a los chinos negocios que ella misma estaría en condiciones técnicas y financieras de hacer. Al respecto, es ilustrativo el razonamiento de De Mendiguren, representante cabal del empresariado y alguna vez mimado por el propio kirchnerismo como potencial adalid de la “burguesía nacional”.

Para este dirigente histórico de la Unión Industrial Argentina, “el país asiático necesita alimentos y energía, y por ello dirige su mirada hacia la región a caballo de grandes inversiones. Pero eso no nos tiene que distraer de lo que debería ser nuestro rol en la relación comercial: utilizar las riquezas naturales para exportar productos con más valor agregado. El riesgo de no hacerlo es descender por el tobogán de la primarización económica, conformándonos con ser una factoría próspera como aspiración de máxima” (La Nación, 3-1-15).

Como diagnóstico, no está nada mal. El problema es que la clase que representa De Mendiguren se ha mostrado incapaz no sólo ahora, sino históricamente, de salir del “tobogán de la primarización”. Que la burguesía le eche la culpa al gobierno de “hacer peligrar las chances de desarrollo para la Argentina” con este acuerdo, aunque no falta a la verdad, es más bien injusto. Porque ha sido siempre la clase capitalista argentina, con mayor o menor apoyo del gobierno de turno, la que se ha encargado no de “hacer peligrar” sino de enterrar toda chance de desarrollo económico e industrial digno de ese nombre, en aras de su sempiterna asociación –en desigualdad de condiciones, desde ya– con el imperialismo (no precisamente el chino).

En todo caso, la responsabilidad por tener que recurrir a la industria china para impulsar la infraestructura energética y de transportes es compartida entre una burguesía inútil, parasitaria, refractaria a toda inversión de riesgo, y un gobierno que no hizo nada para modificar ese dato estructural.

Por dar un solo ejemplo: se cuestiona que la compra de vagones y locomotoras chinas representan un gasto enorme y para colmo requieren adaptaciones técnicas. Pero, ¿quién estaba a cargo de la firma argentina que podía asumir esa producción? El dueño de Emfer, el lumpen burgués Cirigliano, que se dedicó a vaciar la empresa y se desentendió de su destino y de su eventual proyección estratégica. ¡Los obreros de la Emfer y su comisión interna se aburrieron de reclamar la estatización, y mostraron de mil maneras el potencial y la necesidad de contar con una compañía nacional productora de material ferroviario! ¿Cuál fue la respuesta del gobierno nacional? Liquidar Emfer –cierto que garantizando los puestos de trabajo, en buena medida gracias a la lucha de los compañerosy resolver la carencia de vagones… comprándoselos a China por 1.200 millones de dólares. ¿Cuánto de ese monto hacía falta para estatizar Emfer y ponerla en condiciones de producir en serio?

Sí, el acuerdo con China refuerza tanto la dependencia financiera y tecnológica como el perfil primario de las exportaciones argentinas. Sí, el gobierno cede aspectos de soberanía económica y hasta territorial, que son estratégicos, en aras de resolver una urgencia coyuntural de divisas. Pero ¿dónde están, exactamente, los capitalistas argentinos pujantes y arriesgados que ofrezcan una alternativa “nacional”, aunque no sea “popular”? En ningún lado.

Así, la lección de este episodio es que la burguesía es incapaz de hacer nada serio por un desarrollo mínimamente autónomo, el kirchnerismo no puede ni quiere inventar un empresariado “desarrollista”, y, como se vio en Emfer, los únicos genuina y verdaderamente interesados en poner en pie una industria clave para el país fueron los trabajadores, que pelearon por esa perspectiva hasta donde pudieron, y fueron los últimos en resignarse a mantener, al menos, los puestos de trabajo. El rol de cada actor social, ilustrado de manera tan clara en el caso de los ferrocarriles, se puede extrapolar y amplificar, sin riesgo de error, al conjunto de las relaciones sociales de este país.

Marcelo Yunes

 

Notas

  1. En el aspecto de las relaciones internacionales, el fallido memorándum con Irán era parte de lo mismo: tomar decisiones de política exterior sin pedir la venia de EE.UU. En este caso, el origen cipayo de las críticas de la oposición de derecha era aún más evidente: explícitamente argumentaban “¡cómo vamos a hacer un acuerdo con un enemigo de EE.UU.!” (que, para colmo, ahora negocia abiertamente con Irán). Desde ya, defender el derecho en general del gobierno a hacer esa negociación con Irán no significa convalidar ni su contenido particular ni su política global, criterio similar al que cabe para el acuerdo económico con China.
  2. Ver al respecto la discusión que intentamos en “Tendencias de la economía mundial”, de revista SoB 28, y en “El fin de la ‘década dorada’”, en revista SOB 29, de próxima edición, un adelanto del cual se publicó en estas páginas.

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