Por Marcelo Yunes
La primera y más importante definición a dar sobre la marcha de la economía latinoamericana es constatar el final del boom de precios de las materias primas, de recomposición de términos de intercambio (esto es, la relación entre los precios de los bienes importados y exportados) y de acortamiento de la brecha del desarrollo económico entre países del centro y de la periferia (“emergentes”) capitalista. Más mediadamente, pero de manera no menos estructural, empieza a cuestionarse el relativo pero real proceso de “ascenso social” y reducción de la pobreza en curso durante cerca de una década. Las consecuencias económicas, sociales y políticas de este verdadero “fin del ciclo” que benefició a los países latinoamericanos aún no se hacen sentir con toda fuerza, pero la inversión del curso general anterior parece, según el juicio prácticamente unánime de analistas de todas las tendencias, consolidada y por un buen período.
En verdad, el ciclo favorable generó en muchos de esos gobiernos (y, hasta cierto punto, en el clima político de sus respectivas sociedades) una ilusión geopolítica, una supuesta base material para una lectura de un mundo “cada vez más bipolar”, que se alejaba de las coordenadas clásicas (y marxistas) de una configuración del planeta moldeada por la realidad de la contradicción entre países imperialistas y países explotados por el imperialismo.
Pues bien, estamos presenciando un “regreso a la normalidad”, y en varios sentidos: “Fue hermoso mientras duró. En un período dorado entre 2003 y 2010 las economías latinoamericanas crecieron a una tasa anual promedio cercana al 5%, los salarios subieron y el desempleo cayó, más de 50 millones de personas salieron de la pobreza y la clase media llegó a más de un tercio de la población. Pero ese crecimiento acelerado se terminó. (…) Latinoamérica se está desacelerando mucho más rápido que el resto del mundo emergente” (“The great deceleration”, The Economist, 22-11-14).
Ahora bien, ¿no será una exageración? ¿Acaso no es posible que la periferia en general y la latinoamericana en particular retomen la senda del crecimiento sostenido, con tasas por encima de los países desarrollados?
Por lo pronto, no es lo que indican los datos económicos de los últimos tres años. Pero acaso más relevante que justificar la continuidad del actual crecimiento débil sea explicar lo excepcional y contingente del ciclo anterior: “La explosión de comercio global y el ascenso de los precios de las materias primas que acompañaron la industrialización de China, notablemente rápida y orientada a las exportaciones, alentaron a otras economías emergentes. Y China no puede volver a industrializarse desde cero otra vez” (The Economist, “The headwinds return”, 13-9-14).
Dicho esto, es necesario hacer una segunda definición: la reversión de la tendencia decenal favorable a Latinoamérica no significa ni un regreso exactamente al mismo punto de partida ni la inminencia de una catástrofe. Lo acumulado en más de una década no se esfumará en dos años. En términos generales, los países de la región tienen hoy más espalda para capear los vientos de frente, en virtud de una serie de desarrollos y mediaciones que operan como eventuales amortiguadores de crisis externas.
En primer lugar, varios de los países de la región han aprovechado este miniciclo favorable para mejorar su frente financiero externo. Esto se manifiesta esencialmente en dos planos: una acumulación importante de reservas internacionales en divisas (con fuertes desniveles, dado que no es el caso de Venezuela y Argentina) y una mejora del perfil de deuda externa.
En segundo lugar, el boom exportador de la región ha detenido su ímpetu –de hecho, ya van tres años de estancamiento–, pero no hay un descenso catastrófico de los niveles y saldos de comercio exterior. Lo que hay es, más bien, el fin de una curva de ascenso que se extendió más de diez años.
El tercer factor a tener en cuenta a la salida del ciclo económico favorable es, justamente, expresión de lo que decíamos respecto de la “herencia” de ese ciclo. El rol de China como socio comercial decisivo, el segundo después de EE.UU., incluso por encima de la Unión Europea, ha llegado para quedarse, modificando de manera sensible el equilibrio geopolítico de la región.
Ahora bien, una vez considerado el peso de estos factores, hay que decir que la coyuntura, o acaso período, que se abre para la economía de los países latinoamericanos, tiene un claro sentido de más obstáculos y menos facilidades.
Paradójicamente, la crisis mundial abierta con el derrumbe de la Lehman Brothers en 2008, de la que, en un sentido profundo, todavía la economía global no ha salido, en sus primeros años más que perjudicar benefició a Latinoamérica, en la medida en que puso en el centro de la escena, como locomotora indiscutida del crecimiento, a China. Este panorama se ha modificado en los dos últimos años, a partir de los siguientes desarrollos: a) continúa la recesión o crecimiento raquítico en Europa; b) EE.UU., como advertíamos en otro análisis (“Tendencias de la economía mundial”, Socialismo o Barbarie 28), empieza a crecer con más vigor, pero esa recuperación, esta vez, no beneficia tanto a América Latina; c) China empieza a dar señales cada vez más claras de que su fase de crecimiento vertiginoso del PBI, a partir de un fulminante aumento de su capacidad industrial y de su flujo comercial, está dando paso a otra etapa, caracterizada por tasas de crecimiento menos espectaculares (del orden del 7%, y en baja), con una demanda externa más morigerada (base del freno al aumento de precios de commodities); d) en parte como consecuencia de esto, los “países emergentes”, los BRICS sin China y otros que habían sido motores de la economía mundial, muestran una performance muy por debajo de las cifras de hace un lustro, y e) la crisis por la baja del precio del petróleo, cuyas consecuencias la mayoría de los analistas estima más bien favorables para la economía mundial en su conjunto, ya está golpeando muy duro a los exportadores, entre ellos uno de los BRIC, Rusia, y uno de los países claves de América Latina, Venezuela, además de Ecuador.
La recuperación de EE.UU., la única potencia occidental que parece salir del marasmo del crecimiento anémico, esta vez beneficia menos a Latinoamérica. En otras épocas, una revaluación del dólar generaba un efecto inmediato en el dinamismo exportador de la región que por ahora no se verifica.
En verdad, uno de los principales motivos de preocupación para los gobiernos latinoamericanos es la ralentización del crecimiento en China, que tras el 7,4% de 2014 estima un 7% para 2015. Tasas envidiables para casi cualquier otro país, pero que para China significan, acaso, un comienzo de “aterrizaje suave” de su economía.
Por el lado de los BRICS y especialmente Brasil, la línea divisoria entre ciclos económicos es aquí más claramente visible que en el resto. Mientras que exhibió un notable crecimiento del PBI hasta 2010 (7,5% ese año), los años siguientes muestran una actividad económica en declive hasta llegar al borde de la recesión. Es en este contexto que se dio el giro “ortodoxo” y pro mercado del gobierno de Dilma, asumido a principios de año luego de ganar las elecciones contra el neoliberal Aécio Neves por un margen muy estrecho. Las designaciones de los cargos clave fueron todas rotundamente “market friendly”, empezando por el ministro de Economía, Joaquim Levy, que ha definido 2015 como “un año de ajuste económico y volver al equilibrio para recuperar el crecimiento”, discurso indistinguible de las cantilenas neoliberales de los 90.
El último aspecto es la crisis a la baja de los precios del petróleo. Como primeros beneficiados aparecen los grandes importadores, en especial China, la UE, Japón y la India. En cambio, los productores y exportadores de petróleo menos eficientes o de costos más altos, como Rusia, Venezuela, Nigeria, Malasia e Irán, son los mayores perjudicados.
El economista argentino Mario Blejer, ex funcionario de organismos internacionales y de varios equipos económicos oficiales en su país, ahora director ejecutivo de Banco Itaú, resumió de esta manera, en su intervención en el Foro Mundial de Davos, en enero de 2015, el momento que enfrentan las economías de la región: “La fiesta se ha terminado”.
Ahora bien, la “fiesta” en la región consistió, a caballo de un ingente ingreso de recursos vía mejores precios de las materias primas y, en algunos casos, fuertes flujos de IED, esencialmente en a) despejar el horizonte, al menos temporariamente, de shocks externos (crisis de deuda, default, etc.); b) mejorar los ingresos del Estado y, con ellos, la capacidad de maniobra política de los gobiernos de signo “antineoliberal”; c) mejorar las condiciones de ingreso de amplias capas populares, por la vía de acceso a trabajos asalariados de mejor calidad o por la vía de subsidios directos e indirectos; d) como consecuencia de lo anterior, una importante estabilidad política para los gobiernos “centroizquierdistas” surgidos en el nuevo ciclo político (de hecho, todos ellos fueron reelectos).
Sin embargo, un factor común a todos estos gobiernos, aun con sus fuertes matices, fue que ninguno de ellos modificó en sentido profundo o duradero la forma de funcionar de sus economías capitalistas nacionales. El cambio, cuando lo hubo, fue a nivel de la distribución del ingreso, no de la organización de la producción: aun contando con la ventaja de los beneficios extraordinarios provistos por un decenio de altos precios de las materias primas, ninguno fue capaz de aprovechar esos recursos “llovidos del cielo” para reducir la dependencia respecto de los productos primarios, fuente primera y principal de divisas por exportaciones. Las escasas exportaciones de manufacturas tienen como mercado, en buena medida, los propios países vecinos. En palabras de la CEPAL, “la región abastece de pocos bienes industriales a las cadenas globales de producción, que elaboran algunos productos en unos países y los terminan en otros. América del Norte, Europa y Asia son las tres grandes fábricas del mundo y en general Latinoamérica sólo les provee de materias primas” (El País, Madrid, 10-10-14).
Lo que no se hizo en el momento más favorable del ciclo, difícilmente se lleve a cabo cuando comienzan los verdaderos problemas. De ahí que el diagnóstico general para los gobiernos de los países de Latinoamérica nacidos bajo el signo de las rebeliones populares, la crisis del centro capitalista y el retroceso relativo de EE.UU. en la región es que, seguramente, ya ha pasado su mejor momento.
La “década dorada” enmascaró por un período las asimetrías estructurales que hacen a la constitución misma del orden imperialista, bajo la forma de una lluvia de dólares por inversiones, o por crédito barato, o por exportaciones relativamente más caras. Pero esa situación transitoria –que algunos de los adalides intelectuales del “progresismo” regional llegaron a creer permanente– no podía durar, y no duró.
No podía durar indefinidamente el proceso de industrialización chino a tasas por encima del 10% anual, con la consiguiente demanda y el ascenso de los precios de materias primas. Tampoco podía durar indefinidamente la tasa de interés cercana a cero en casi todo el mundo desarrollado.
El resultado es un descenso para toda la región de dos indicadores clave: crecimiento del PBI y del comercio exterior. Este proceso se ha profundizado en el último año. A diferencia del período anterior, en el que América Latina acompañaba (sin ser el motor principal) el crecimiento del “bloque emergente” liderado por China, la región ahora queda rezagada en relación con el resto del mundo emergente, con tasas de crecimiento que se parecen más a las de la anémica Europa, sobre todo en varios de los países de mayor peso económico y político de la región. Una evolución similar se comprueba en el rubro comercio exterior. Las exportaciones de los países de América Latina están prácticamente estancadas desde hace un trienio.
Incluso uno de los rubros que suele promocionarse como avance decisivo en la región, el “alivio” (ya no se habla de “solución”) al problema de la deuda externa, debe ser puesto en perspectiva. Contra lo que dicen los discursos demagógicos de buena parte de los gobiernos “progres” no hubo “desendeudamiento”: un aumento bruto del monto de deuda de dos tercios en sólo cinco años difícilmente pueda calificarse de tal. Y con la baja de precios de materias primas y de saldo exportador, los problemas de deuda vuelven a ponerse en el primer plano de la macroeconomía latinoamericana. Lo propio ocurre con las condiciones de acceso al crédito y de flujo de IED, a lo que se agrega hoy el factor cambiario.
No obstante, y también a diferencia de ciclos económicos anteriores, esta vez los emergentes en general, incluida Latinoamérica, presentan un panorama de mayor fortaleza para atenuar el cambio de ciclo económico. Ya hemos señalado el mayor volumen de reservas, la menor exposición a la deuda en moneda extranjera y un menor endeudamiento relativo al PBI. En ese sentido, si la bonanza de los años dorados se ha ido de la región para no volver, es necesario tener cautela en cuanto a pronósticos catastrofistas o demasiado unilaterales para Latinoamérica tomada en su conjunto.
La nueva ubicación de China frente a América Latina no es más que la expresión continental de una estrategia global de la dirigencia de ese país. La política de China al avanzar en su vinculación económica con Latinoamérica apunta a un doble objetivo económico y a otro geopolítico. Los económicos son, por un lado, asegurarse el abastecimiento de materias primas indispensables para su industria y su población; por el otro, hallar un mercado para sus inversiones en infraestructura y servicios, de mucho mayor valor agregado. El geopolítico es, naturalmente, acomodarse como un actor decisivo en la región, aprovechando el retroceso de EE.UU. e intentando bloquear el regreso de la influencia yanqui a los carriles habituales, previos al ciclo político y económico de la primera década del siglo.
El progreso de las relaciones comerciales fue fulminante precisamente en el último lustro: en 2000, el intercambio entre China y Latinoamérica no superaba los 10.000 MD; en 2014 era ya de 287.000 MD, casi 29 veces más. Ahora bien, ese relacionamiento que comenzó por lo comercial se extiende ya seriamente a las inversiones, las finanzas y la política. La peregrinación de mandatarios de la región a Beijing empieza a parecerse, en forma y contenido, a las giras de décadas pasadas a Washington. En total, el financiamiento de gobiernos latinoamericanos por parte de China ya supera los 100.000 MD, y adopta formas diversas: desde préstamos directos a acuerdos mixtos que involucran tanto comercio de bienes como créditos para la compra de maquinaria e insumos, pasando por convenios monetarios (los llamados swaps de intercambio de moneda, de hecho préstamos en moneda china, celebrados con Brasil y Argentina).
En ese marco se inscribe el anuncio del gobierno chino en un foro de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), que tuvo lugar significativamente en Beijing, en enero pasado, de una ola de inversiones en Latinoamérica por 250.000 millones de dólares en diez años. Xi Jinping, el presidente chino, planteó el objetivo de un comercio bilateral China-CELAC del orden de los 500.000 millones de dólares en ese plazo, casi el doble del volumen actual.
Desde ya, es una absoluta ingenuidad, como mínimo, suponer, como lo hace Nicolás Maduro, que “China está demostrando que puede ser potencia sin pretensiones imperiales ni hegemonistas”. Cualquier examen mínimamente atento de las declaraciones y de los proyectos de la jerarquía china muestra lo contrario: el tipo de relacionamiento que China ha establecido y sigue estableciendo con los países “emergentes” no se distingue en nada esencial del de otros imperialismos “clásicos”. Además, es un error suponer que toda la inversión china en el exterior corresponde a compañías estatales. La parte correspondiente al sector privado no deja de crecer, y representa ya el 23% de la inversión china en la región.
Empiezan a asomar diferencias de criterio en un bloque sudamericano con mucha menor unidad política que la que se celebra en los foros de la Unasur. Una de esas diferencias divide a los países “atlánticos” de Sudamérica (los del Mercosur) y los “pacíficos” (encabezados por Chile) no sólo en cuanto a la estrategia de alineamiento comercial y geopolítico, sino en lo que hace al perfil de la inserción exportadora de la región.
A estas tensiones se añade el interés de otros países del continente, como Colombia y Uruguay, por no cerrar la puerta a eventuales tratados de libre comercio bilaterales con EE.UU. Y por último, pero acaso primero en importancia, está la discusión en el seno de la burguesía brasileña respecto de dos cuestiones íntimamente relacionadas: qué hacer con el Mercosur y la posibilidad de cerrar convenios comerciales con la Unión Europea y otras potencias casi al nivel de acuerdo de libre comercio.
Lo que ha quedado definitivamente fuera de escena es la fantasía chavista del ALBA, nacida a caballo del auge petrolero que le dio a Venezuela la posibilidad de actuar como hermano mayor de otros países de la región, en especial Cuba, Bolivia, Argentina y países de Centroamérica y el Caribe. Hoy, la crisis interna del régimen chavista y el derrumbe de los ingresos petroleros han dejado el ALBA en el lugar de un cuchillo sin hoja al que le falta el mango: sin escala real, sin liderazgo político y sin fondos.
Lo que queda, entonces, es una disputa por la influencia regional entre una nueva potencia, China, y una vieja potencia que, luego de retroceder en peso político y económico por más de una década, quiere recuperar el terreno perdido: EE.UU. Ahora bien, está en el interés de China constituirse en factor de estabilidad política en la región, evitando terremotos en ninguno de los dos sentidos: ni hacia la derecha (inclinando el fiel de la balanza otra vez para el lado de EE.UU) ni tampoco hacia la izquierda. Después de todo, la turbulencia política nunca es bienvenida cuando de hacer negocios se trata. Suponer que China puede ser un aliado duradero en una disputa en defensa de la soberanía nacional es una ingenuidad que hace virtud de la necesidad de la política china. Sencillamente, China no está todavía en condiciones de actuar en la región con el mismo desdén por la independencia formal y la diplomacia formal con que suele hacerlo EE.UU., muchas veces manu militari de manera directa o embozada. Pero eso no obsta para que empiece a mostrar las uñas: un ejemplo en ese sentido es el convenio con Argentina para la instalación de una base “científica” de observación espacial en la provincia de Neuquén, una manera apenas disimulada de poner pie en la región con tecnología militar.
Recapitulemos brevemente. El fin del boom de precios de las materias primas cambia sustancialmente el marco de referencia para todas las economías latinoamericanas, siempre dependientes de esos renglones de exportación. La ralentización del crecimiento (en los países más golpeados, como Venezuela y Argentina, directamente recesión) ataca uno de los pilares de la estabilidad de los gobiernos de la región en toda una década. Ese pilar fue el conjunto de mecanismos redistributivos que mejoraron la capacidad de consumo de amplios sectores populares, sin por eso transformar en lo esencial la estructura de propiedad y de organización de la producción.
La novedad hoy es que a esos gobiernos se les acabó la “plata dulce. Un índice de esta nueva penuria es que el promedio del balance fiscal para los países de la región está tres puntos del PBI por debajo del de 2009, que es la diferencia entre tener margen para gasto fiscal y estar al borde de tener que endeudarse para mantener los gastos corrientes. La incógnita es, entonces, qué rumbo adoptarán los gobiernos actuales y qué posibilidades hay de un giro político, a derecha o a izquierda, que cambie el color que lleva el continente desde hace más de una década.
Hemos señalado al pasar la diferencia en la perspectiva política de países que han tenido rebeliones populares más profundas y gobiernos más “centroizquierdistas”: Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador. Mientras que los gobiernos de los dos últimos todavía gozan del favor electoral y sufrieron menos desgaste (también es verdad que llevan menos años en el poder), los dos primeros atraviesan serios problemas. En Venezuela la crisis del chavismo es más profunda, pero al gobierno todavía le quedan en principio años de gestión por delante; en Argentina, el gobierno intenta con más éxito sostener un modelo deshilachado, pero este año hay elecciones presidenciales en las que el kirchnerismo no tendrá candidato puro propio. En Venezuela, más allá de la inestabilidad política, el factor desencadenante de un cambio de gobierno, si se da, será seguramente económico; en Argentina, por el contrario, la dinámica económica estará seguramente (salvo una nueva crisis de deuda con los fondos buitre) subordinada, al menos hasta las elecciones, a los desarrollos políticos.
El caso de Venezuela es particularmente apremiante dada la importancia política del chavismo en la región. El ocaso de una economía (y una gestión estatal) basada en los petrodólares se manifiesta en una cifra impactante: las importaciones cayeron de 77.000 millones de dólares en 2012 a 43.000 millones en 2014. Este derrumbe impacta de la manera más sensible no sólo en la economía sino en la vida cotidiana de los venezolanos, caldo de cultivo ideal para todo tipo de operaciones políticas de la embajada yanqui, de la oposición y de las mismas corrientes internas de un chavismo sin líder y sin rumbo. Tampoco hay que perder de vista lo que suceda con Cuba. Los pasos acelerados a una transición económica pro capitalista al estilo China o Vietnam confirman las peores previsiones que señaláramos en ocasión del VI Congreso del PC cubano (ver Socialismo o Barbarie 25).
A diferencia de los atribulados Maduro y Cristina Fernández de Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa todavía gozan de popularidad y estabilidad, a partir de haber hecho las paces con la clase capitalista y un creciente pragmatismo. Ya nos hemos referido a la situación de Brasil bajo el segundo mandato de Dilma y a su giro neoliberal. Al anuncio de restricción fiscal, aumento de tarifas (¿cómo reaccionarán los “indignados” de junio de 2013?) y control de inflación le seguirán, como la sombra al cuerpo, aumentos de la desocupación y de la pobreza, cuya reducción era bandera de los “logros” del PT.
Estamos frente a un momento en que se diluyen las posibilidades de que todo continúe como hasta ahora, y se avecinan cambios en el statu quo regional que lleva ya una década. Desde ya, sólo es posible hablar en términos de escenarios alternativos, que seguramente tampoco serán puros.
Un derrumbe sin más del progresismo, al menos en los países clave, y un retorno neoliberal, en todo caso “atenuado”, es una posibilidad, pero no lo vemos como lo más probable. Acaso tenga más chances una profundización del deterioro de los gobiernos “centroizquierdistas”, con mutación interna hacia el lado neoliberal; es decir, una ampliación de la evolución que empezamos a ver hoy sobre todo, pero no exclusivamente, en Brasil. Aquí, reiteramos, será clave lo que suceda con el proceso venezolano (y el cubano).
En este marco, ¿qué elementos cabe considerar para la eventualidad de un desborde por izquierda a los actuales gobiernos “progresistas” en crisis? En primer lugar, uno muy importante: si no ha habido triunfos categóricos de la movilización de masas en los últimos años en la región, tampoco ha habido derrotas. Las rebeliones se han reabsorbido y ya no tienen el carácter de procesos de desestabilización del orden burgués en general, pero se mantiene instalado el sentido común “antineoliberal”.
La profundidad de ese sentimiento es de importancia imposible de exagerar, porque pone límites no sólo a los gobiernos actuales, sino también a futuros gobiernos, incluso de signo político más de derecha. Tal es la lúcida advertencia de la publicación decana del capitalismo mundial: “El problema es que los líderes de América Latina enfrentan a una población movilizada que se ha acostumbrado a los buenos tiempos. Esto requiere un manejo de estadista políticamente hábil. Donde eso no ocurra, América Latina puede volverse más inflamable en los próximos años” (The Economist, “The great deceleration”, 22-11-14).
En segundo lugar, no hay que suponer que el relativo marasmo sin crisis catastróficas que caracteriza la economía mundial desde hace años va a ser siempre igual a sí mismo. Las consecuencias en términos de aumento de la desigualdad ya inquietan a los mismos factores de poder internacional; es el caso de Christine Lagarde, directora del FMI, que lanza advertencia tras advertencia al respecto.
Y en tercer lugar, pero para nada último en importancia, otra de las manifestaciones que a nivel global y regional tiene la continuidad de la “nueva normalidad” mediocre de la economía, junto con el desgaste de las opciones de centroizquierda, es que se verifican avances de la izquierda “radical” (a veces trotskista, a veces no), que por ahora, paradójicamente (pero a tono con las características del ciclo político), aún son más de tipo electoral que orgánicos. Es muy pronto todavía para procesar el impacto de esos avances, pero un desarrollo más traumático de las crisis económicas y políticas (algo que no está en absoluto fuera de la agenda) puede hacer que empiecen a transformarse en puntos de referencia para sectores más amplios que los de vanguardia. Hacia esa perspectiva podemos apostar, y en ese sentido debemos prepararnos.