Este 20 de diciembre se cumplen 13 años de aquel 19 y 20 de diciembre histórico que marcó la historia reciente de nuestro país. Esas jornadas pasaron a la historia con el superlativo nombre de “Argentinazo”.
Fueron acontecimientos en los que la normalidad de la institucionalidad burguesa quedó en suspenso, cuestionada hasta los tuétanos. El pueblo, esa masa generalmente informe y heterogénea, se plantó en las calles y marcó una primera línea divisoria: ellos o nosotros.
“Ellos” eran el imperialismo, los banqueros, las privatizadas, la policía y las fuerzas de represión en general, las grandes patronales, los partidos burgueses en su conjunto (se llamaran Partido Justicialista, Unión Cívica Radical, Partido Socialista o la metamorfosis que hubieran adoptado para la ocasión). Eran los Menem, los De la Rúa, los Chacho Álvarez, los Alfonsín y la lista se extiende. “Ellos”, los dueños de la Argentina y su personal político. Del otro lado estábamos “Nosotros”: los trabajadores precarizados, en negro o superexplotados; los millones de desocupados arrojados a su suerte; las capas medias empobrecidas y confiscadas en nombre del pago de la deuda; y la juventud harta y saturada por tanta precarización, falta de perspectivas y represión policial. “Nosotros”, lo que había de vital en estas tierras.
El país, al igual que toda la región latinoamericana, venia golpeada después de más de una década de dominio neoliberal puro y duro, la situación social era insostenible, bastaba con un fósforo para que estallara el país… y la llama se prendió.
Las jornadas que construyeron el Argentinazo cuestionaron todos los poderes que hacen al régimen de la democracia de ricos. Miles de personas de exigían la renuncia de la Corte Suprema de la Nación que había sido pactada por el PJ y la UCR; los diputados y senadores nacionales se escondían por temor a la justa furia popular; los presidentes duraban días, sino horas, en su puesto. El sillón de Rivadavia quemaba. El gobernador de la provincia de Buenos Aires (uno de los epicentros de la crisis) se apresuró a presentar la renuncia y se fue del país antes de que alguien se la aceptara. El Estado burgués estaba desbordado por la movilización popular, por un momento el pueblo mandó en las calles.
Luego de muchas angustias y de tanta bronca contenida, a la gente se le escapaba la sonrisa en la cara, no se sabía qué, pero algo había cambiado.
Esta sensación también los invadía a “Ellos”, pero en este caso sin alegría. En esos días Julio Ramos, director del diario neoliberal Ámbito Financiero, comentaba en el programa “Hora clave” de Mariano Grondona que él, al igual que sus vecinos en su country, tenían las valijas y helicópteros listos para escapar a Uruguay si la cosa se ponía más fea; en la misma tónica, la tapa de la reaccionaria revista “Noticias” se horrorizaba frente al temor de que “se vengan los soviets”. Fue en aquel entonces cuando el gobernador de Santa Cruz Néstor Kirchner arengaba a la patota del PJ de esa provincia patagónica para impedir, manu militari, que los trabajadores y desocupados se manifestaran en las calles de Río Gallegos… Pero quizás el grito más genuino de desesperación lo dio el diputado Roggero (entonces titular del bloque de diputados y vocero del PJ) en la asamblea legislativa del 1º de enero de 2002 cuando, luego de renunciar Rodríguez Saá a la presidencia tras seis días de gobierno, pidió la palabra al cierre de la misma y buscando cerrar filas en torno a Duhalde proclamó: “Los peronistas […] Venimos a ofrecer a uno de los hombres que fue nuestro último candidato a presidente. ¡Estamos quemando las naves! ¡O no se dan cuenta de que si nos va mal también nos hundimos en el desastre del país!”[1].
Fue en esos días cuando se afianzó la idea de que no se puede ni debe pagar la ilegítima y atroz deuda externa; fue luego de la Masacre de Puente Pueyrredón en junio de 2002, que culminó con una inmensa movilización popular que obligó a Duhalde a adelantar el llamado a elecciones y de esta manera ponerle fecha a su renuncia, que el PJ sacó la conclusión de que en la Argentina pos Argentinazo no se podía gobernar reprimiendo la protesta social; fue en esos días cuando se prohibió el aumento del transporte, las naftas, la luz, el gas, el teléfono y el agua a las empresas privatizadas. Luego vinieron los Kirchner y como buenos lectores de la realidad política se adaptaron a las condiciones y se jugaron a normalizar un país trastocado por la fuerza de las masas en las calles. No es casualidad que en la reescritura de la historia que hace el kirchnerismo por medio de su relato, el Argentinazo devenga en la “Crisis de 2001”. Todo lo que es “nuestra” fuerza y creatividad desde abajo, aparece como la crisis y el caos de la sociedad de “ellos”.
Las masas en las calles dieron vuelta una página de la historia y, lucha mediante, revirtieron las relaciones de fuerza en la Argentina por otras más favorables para los explotados y oprimidos. La fuerza fue enorme pero no alcanzó para virar a la sociedad de una vez y ponerla sobre sus pies. Faltó que los batallones pesados de la clase obrera con trabajo entraran en escena. La burocracia sindical logró paralizarlos apoyándose en el terror que significa la desocupación de masas. Pero el río no corre sin horadar la piedra: como consecuencia del Argentinazo, una nueva generación obrera entró en las fábricas y ha empezado a escribir su propia historia, foguearse en sus batallas y aprender tanto de sus victorias como de sus derrotas. Pero no solo eso: también faltó organización, faltó un partido revolucionario capaz de hegemonizar esa fuerza social y llevarla a la victoria.
Los trabajadores, la juventud, las mujeres, todos los explotados y oprimidos: “nosotros”, debemos recoger la experiencia y enseñanzas de nuestras propias luchas, revalorizar la fuerza de la acción independiente de las masas en las calles para encarar nuestras aspiraciones, nuestros intereses y nuestros derechos.
A continuación, como aporte a la memoria historia de las nuevas generaciones de luchadores, reeditamos un texto escrito por nuestro querido Oscar Alba a días del Argentinazo y publicado en enero de 2002 en la revista Socialismo o Barbarie Nº 10.
Martín Primo
Por Oscar Alba. Socialismo o Barbarie, enero de 2002
El jueves 20 de diciembre, cuando caía la tarde sobre la ciudad, en un helicóptero se fue por los techos de la Casa Rosada el ex presidente Fernando de la Rúa. Lo habían echado los trabajadores y el pueblo, ganando las calles y luchando, sin cuartel, contra la represión.
Lo que algún diario mañanero tituló “La batalla de Plaza de Mayo” fue un jalón histórico protagonizado por el movimiento de masas en el centro mismo de la ciudad, disputándole palmo a palmo cada metro de pavimento caliente a la salvaje represión policial.
Esta lucha no puede ser abarcada en una crónica única porque fueron miles y miles de hombres y mujeres, empleados, obreros, jóvenes pobres, estudiantes, desocupados, amas de casa y hasta jubilados, que por primera vez salieron a las calles decididos a terminar con el gobierno hambreador y asesino de De la Rúa- Cavallo y repudiar de viva voz a Duhalde, Alfonsín, Menem, Ruckauf, Moyano, el Congreso Nacional y los jueces. Todos fieles representantes de esta putrefacta democracia capitalista.
Cada uno de ellos es dueño de su propia experiencia de lucha, y a la vez, cada experiencia es parte de una de las demostraciones más grandes de fuerza y combatividad obrera y popular que conoce nuestro país.
El miércoles 19 por la noche, después de los saqueos, la voz de De la Rúa, con su característico tono monocorde, anunció la implantación del estado de sitio, responsabilizando a “los grupos violentos” de poner en peligro la “institucionalidad”. Poco después los “grupos violentos” eran mareas de gente que en todos los puntos de la ciudad se agrupaban y marchaban repudiando al gobierno. “¿Estado de sitio? Estado de sitio civil. Porque la gente le puso el estado de sitio al gobierno”, comentaba una vecina del barrio de Floresta a las tres de la mañana del jueves, cuando las fogatas ardían en las avenidas y la gente tomaba fuerzas, sabiendo que el odiado Cavallo a esa hora ya había renunciado. “Ahora falta el otro”, se decía en clara alusión a De la Rúa. Ya no era sólo una mecha lo que se había encendido; la rebelión popular comenzaba a estallar.
En la Plaza de Mayo, la movilización popular se mantuvo a lo largo de toda la noche. Las primeras horas del jueves 20 alumbraron a un grupo importante de manifestantes. “El pueblo no se va” y “Chupete ya se va” coreaban los manifestantes mientras la policía colocaba las vallas buscando ganar terreno. Poco después comenzó la represión.
Pasado el mediodía, oficinistas y jóvenes se habían sumado a la rebelión. Un grupo de Madres de Plaza de Mayo fue atropellado por la montada. La gente estaba decidida a mantener sus posiciones y se veía fortalecida por nuevos contingentes que llegaban y se enfrentaban con la policía. Los gases lacrimógenos empezaron a cubrir la atmósfera y la irritación lastimaba los ojos, la cara y la respiración.
Las columnas se dispersaron ante la andanada de gases, dejaron que el ambiente se pusiera un poco más respirable y volvieron a cargar por las diagonales y por Avenida de Mayo. Alrededor de las tres de la tarde el combate estaba en su apogeo. Los represores, a caballo, en carros hidrantes, en pelotones, cargaban sobre la multitud y esta retrocedía, se recomponía y volvía a avanzar. A su paso nuevas fogatas, vidrieras rotas y vallas cruzadas conformaban una escenografía no querida pero necesaria. Los bancos, un McDonald’s de avenida Callao y camionetas de Oca se convirtieron en blanco de la furia popular. Un policía motorizado fue derribado, golpeado y su moto fue a rodar por las escalinatas del subte.
Los partidos de izquierda, entre ellos el Nuevo MAS, se habían agrupado en el Obelisco y se encaminaron por Diagonal Norte hacia la Plaza de Mayo y rápidamente se vieron envueltos en la turbulencia de los gases, las corridas y las piedras. Cerca de las cinco de la tarde, por Avenida de Mayo, en adyacencias del edificio del Gobierno de la Ciudad, cayó asesinado un joven por las balas de la policía. El pibe recibió un balazo en pleno rostro, cuando un grupo de policías había sido cercado por manifestantes y aquellos abrieron fuego indiscriminadamente. La represión del gobierno se cobró 32 muertos en todo el país, de los cuales 7 fueron baleados en la batalla por la Plaza.
La lucha se fue desplazando hacia la avenida 9 de Julio. Allí unos cincuenta motoqueros organizados y con una bandera argentina en alto se ponían al frente del combate y se convertían en un verdadero símbolo de la nueva juventud trabajadora que estaba dispuesta a todo. Dos motoqueros fueron asesinados, regando con su sangre las nuevas simientes de rebelión que poblaban el atardecer.
Cerca de las 19 renunció De la Rúa. En las calles continuaron los enfrentamientos, que se fueron disipando en las primeras horas del anochecer.
Esta es una nueva historia, que se comenzó a escribir en las calles con valentía, solidaridad y firmeza. Nuestros enemigos de clase han sido golpeados pero están allí, preparando nuevas trampas. El torrente popular se aquietó pero tendrá que volver a inundar las calles con nuevas enseñanzas y nuevos objetivos revolucionarios.
[1] http://www.senado.gov.ar/parlamentario/sesiones/2002-01-01%2000%3A00%3A00/00/downloadTac