Por Roberto Sáenz


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Las guerras en la perspectiva del siglo XXI (Parte I) –

 

“La guerra es el método por el cual el capitalismo, en la cumbre de su desarrollo, busca la solución de sus insalvables contradicciones. A este método, el proletariado debe oponerle su propio método: el de la revolución social” (León Trotsky, La guerra y la Internacional).

 

Un siglo ha transcurrido desde el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, una carnicería industrializada sin antecedentes que llevó a la tumba a 20 millones de seres humanos y cuya característica principal fue el enfrentamiento entre potencias imperialistas por el reparto del mundo. No nos interesa llevar adelante aquí un repaso “historicista” acerca de la misma, sino proponer algunos núcleos de debate que son significativos para este presente de comienzos del siglo XXI donde se vive una lenta pero persistente desintegración del orden mundial consagrado a finales de la Segunda Guerra Mundial y reafirmado detrás de la hegemonía indiscutida de los EE.UU. en los años 1990.

 

Los peligros que entraña la ascensión de China

 

Lo primero a resaltar de la Primera Guerra Mundial es cómo su desencadenamiento inauguró toda una época de crisis, guerras y revoluciones. Sobre la relación entre guerra y revolución nos dedicaremos más adelante; lo que nos interesa aquí es la conexión entre crisis hegemónica y grandes conflagraciones. La razón de nuestro interés es evidente: se vive una situación que tiene analogías respecto del escenario de crisis hegemónica característico de cien años atrás. El lento declive de los EE.UU. (que no tiene nada de mecánico como se puede observar con la revolución que se está viviendo en el mercado petrolero a partir de la extensión del uso del fracking) se está combinando con la ascensión de China a primera economía mundial, con un desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial hacia el área del Pacífico.    

Adelantémonos a señalar que en China el nivel de productividad de su economía así como el ingreso per cápita, está sideralmente por detrás no solamente de los EE.UU. sino de la totalidad de las economías del centro imperialista. Además, la medición que indica el paso a primera potencia económica (medido el producto en relación a la capacidad de consumo del país respectivo), expresa un índice que podría modificarse todavía. Además, en términos de potencia económica real, China permanece aun detrás de Estados Unidos, “subordinado” a él en muchos aspectos: ver el caso de las inversiones en investigación y desarrollo, entre otros.

Sin embargo, esto no puede ocultar la radical novedad de la circunstancia: habiéndose transformado a la salida de la segunda guerra Inglaterra y Francia en potencias de segundo orden, estando Alemania cruzada todavía por el síndrome de su papel en las dos guerras mundiales, lo mismo que el caso de Japón respecto de la segunda, habiendo sido la ex URSS puesta de rodillas a partir de su estallido en 1991 y convertida Rusia de una potencia industrial de segundo orden basada en los recursos naturales y la industria armamentística, todas las miradas se focalizan hoy en la ascensión de China. Una ascensión que parece imparable pero cuya dinámica está en debate debido a los desequilibrios dramáticos que su crecimiento entraña: “China no es un ‘país emergente’, sino una potencia emergida. No es un ‘subimperialismo’ que vela por el orden en su región, sino un imperialismo ‘en proceso de construcción’. La nueva burguesía china quiere jugar en la cancha de los más grandes. El éxito de su proyecto todavía no está asegurado, ni mucho menos, pero esa ambición es la que dicta su política internacional y regional, económica y militar” (Pierre Rousset, “China: un imperialismo en construcción”, www.europe-solidarie.org).

El caso Chino se destaca por la paradoja de su evolución. Cuna de una gran civilización histórica que se mantuvo al margen del curso central de los acontecimientos en el “mundo occidental”, sometida de manera creciente a partir de su derrota en la “guerra del opio” (mediados del siglo XIX), “independizada” formalmente con la revolución burguesa de 1911, su unidad e independencia nacional vino a ser rescatada realmente por la revolución anticapitalista de 1949.

Fueron esas dos conquistas obtenidas por la vía anticapitalista las que vinieron a crear las condiciones para una verdadera revolución industrial y la extensión universal de la producción de mercancías que se vivió a partir del giro hacia el capitalismo instrumentado por Deng Xiao Ping a finales de los años 1970. La inmensa reserva de mano de obra campesina del multitudinario país es lo que posibilitó esa revolución industrial tardía que aunada al bajo costo de la mano de obra fabril, llevó a la transformación del gigante asiático en el “taller del mundo” en las últimas décadas.

El dinamismo de su crecimiento en la última década –multiplicando con mucho al de los países imperialistas tradicionales, del 8 al 12% vs. 1 al 2% – amén de un comportamiento más “asertivo” en los asuntos en su propia región es lo que coloca el debate acerca de las posibilidades de una evolución “pacífica” de dicha ascensión: “En Asia oriental, China ha emprendido un pulso con Japón (…) y con ello desafía a EE.UU.: puesto que ya es miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y posee oficialmente el arma nuclear, reclama el pleno reconocimiento como potencia” (Pierre Rousset, idem)[1].

Es aquí donde se deben introducir las enseñanzas de la Primera Guerras Mundial. Es que la primera guerra inauguró una lucha de 30 años por la hegemonía mundial imperialista que sólo se iba a resolver (aunque todavía parcialmente hasta la caída de la ex URSS), con la derrota de Alemania y Japón a la salida de la segunda guerra y la ascensión definitiva de los EE.UU. al podio de primera potencia mundial.

El problema es que no existe ningún “reglamento” o “derecho” que regule la ascensión de unas potencias y la caída de otras. Aquí vale la intuición de Carl Schmidt (agudo politólogo vinculado al nazismo) cuando señalaba que tanto en el terreno nacional como el internacional, el hecho antecede el derecho; es decir, las relaciones políticas y de hegemonía remiten a relaciones de fuerzas entre estados y clases. Y si dichas relaciones se van a resolver pacíficamente o no depende, en definitiva, de esas mismas relaciones de fuerzas relativas, de lo “equilibradas” o no que estén, de si hay margen para algún “acomodamiento” o no[2]. No otra cosa decía Trotsky en La guerra y la Internacional (1915) cuando señalaba que “el poder es el padre del derecho” y recordaba como Bethmann-Hollweb (canciller alemán de esa época) había declarado que “la necesidad no reconoce leyes” al justificar el desencadenamiento de la guerra.

 

Cuando la sangre no llega al río

 

La crisis hegemónica que se está viviendo es lo que remite a las enseñanzas de la primera guerra: ¿cómo hacer para darle lugar en un mundo siempre “limitado” a las ambiciones de las potencias emergentes? Si no queremos consagrar la vulgaridad de que toda lucha hegemónica debería conducir a una conflagración, sí es real que cuando el problema de la hegemonía se coloca sobre la mesa, el enfrentamiento tal no puede ser excluido, al menos no como posibilidad. No otra cosa es lo que afirmaba Rosa Luxemburgo: “Los amigos burgueses de la paz creen que la paz mundial y el desarme pueden realizarse en el marco del orden social imperante, mientras que nosotros, que nos basamos en la concepción materialista de la historia y en el socialismo científico, estamos convencidos de que el militarismo desaparecerá del mundo únicamente con la destrucción del Estado de clase capitalista”.

La señal de alerta que se está colocando en el mundo de hoy es que un potencial conflicto hegemónico está madurando lentamente alrededor de la relación entre EE.UU. y China; esto ocurre por ahora de manera sutil, mediada y con una perspectiva de largo plazo que depende de varias variables (no es un curso ineluctable de las cosas): en primer lugar, de la situación interna de ambos países, siendo el caso de China cualitativamente más débil que la de EE.UU. sin duda alguna; un factor cuya solidez es determinante para cualquier conflagración[3].

Es cierto que varios conflictos hegemónicos del siglo pasado se resolvieron sin guerras. Por ejemplo, el de EE.UU. y la ex URSS en la segunda posguerra, que se solucionó “naturalmente” a partir del derrumbe de la segunda; o la “asociación privilegiada” que se estableció entre Inglaterra en calidad de socia menor de los EE.UU. Incluso el caso francés tuvo un condimento de aceptación de su status subordinado después de la derrota poco honorable frente a la Alemania Nazi en 1940.

Pero el caso de China es muy distinto: lo que presiona es un ascenso económico “irresistible” y de ahí que en la actualidad se vea como el escenario de mayores conflictos potenciales en términos de hegemonía.

Esto nos lleva al punto que queremos desarrollar: ¿cómo un conflicto hegemónico puede dar lugar a conflagraciones de tal magnitud que signifiquen un trastorno de todo orden conduciendo a grandes guerras, las que a su vez, por la conmoción que significan, pueden abrir la dinámica hacia la revolución?

Adelantémonos a señalar que este no es el rasgo dominante del mundo hoy. La coyuntura internacional está, si, dominada por elementos de polarización y múltiples “pequeñas guerras”; pero se trata de conflictos más o menos “localizados” en los que, de todas maneras, en el caso del a priori más grave como el de Ucrania (porque pone potencialmente unas potencias contra otras), ninguno de sus actores principales (EE.UU., EU y Rusia) quieren realmente escalar.

El mundo de hoy no es uno en cuya base estén colocadas crisis económicas catastróficas, una crisis hegemónica que se precipite en lo inmediato, y, mucho menos, guerras mundiales y revoluciones abiertas. Es, más bien, un mundo en el que se está viviendo una lenta disolución del orden mundial y en el que dominan las formas políticas consagradas de la democracia capitalista y la diplomacia internacional en medio de un ciclo de rebeliones populares que expresa un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos.

Esta evolución menos catastrófica de los asuntos que cien años atrás es el fundamento para que los desarrollos no se extremen. Más allá de la economía vienen los desarrollos en materia de las relaciones entre estados y la lucha de las clases. También en ambos planos se observa, todavía, una lenta “evolución”.

Respecto de las relaciones hegemónicas, ya está dicho: la hegemonía de los EE.UU. se debilita a ojos vista (la debilidad del gobierno de Obama es un reflejo de esto). Hay algo que caracteriza a todos los gobiernos imperialistas, por nombrar un solo elemento: se pone en marcha una determinada intervención militar pero no se admite costo humano alguno; es el posmodernismo caracterizando a las fuerzas armadas imperialistas[4].

Es verdad que siempre los problemas de legitimación de la intervención militar han estado presentes. No por casualidad EE.UU. intervinieron con “retraso” en ambas guerras mundiales; hay que lograr convencer a la población de que se está ante un “peligro inminente” para “la seguridad colectiva de la nación” para que estén dispuestos a entregar la “cuota de sangre” que toda gran guerra significa. De ahí que tampoco se deba hacer una evaluación epidérmica del poder militar del país del norte, de lejos la principal potencia militar.

Del terreno militar nos podemos transportar al político: también en lo que hace a las relaciones entre las clases estas lucen mediadas: no se vive un momento de polarización sino más bien de recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos como ya está dicho (¡algo nada menor, por cierto![5]); esto es lo que explica que el grado de radicalización política sea menor todavía al que caracterizó al siglo pasado.

 

[1] Agrega Rousset: “Esta resuelta política regional cuenta asimismo con una vertiente militar y territorial muy agresiva, que subraya hasta qué punto la pax sinica se caracteriza por una gran desigualdad. Para nutrir un nacionalismo de gran potencia capaz de llenar el vacío ideológico que dejó la crisis del maoísmo, para dar legitimidad al régimen, para apropiarse de las riquezas marítimas y también para asegurarse el acceso de su flota al océano Pacífico y a los estrechos del sudeste asiático, Pekín ha declarado suya casi la totalidad del Mar de China, nombre que evidentemente rechazan los demás países ribereños (…) Ninguna potencia quiere iniciar actualmente una guerra abierta en Asia oriental, pero de provocación en provocación no cabe descartar posibles resbalones”.

[2] Traverso subraya agudamente este análisis de Carl Schmidt en referencia a la crisis del derecho público europeo “nacido con la Reforma y muerto en los espasmos de las guerras totales de nuestra época”.

[3] Aunque también podría usarse para lo contrario: utilizar la conflagración como factor legitimador del orden interno…

[4] Un ejemplo de esto en un país no imperialista pero sometido a una suerte de “guerra civil de bolsillo” como Ucrania, es como el ejército de Kiev desplegado en el este del país para doblegar las rebeldías “secesionistas” una y otra vez se disuelven al tomar contacto con su oponente. Este no es el caso, evidentemente, del oriente medio donde los enfrentamientos son más serio haciendo correr sangre de manera tupida; pero marca, sin embargo un signo de la época que es todavía actual: la sangre no termina de llegar al río todavía.

[5] Respecto del recomienzo de la experiencia de los explotados y oprimidos, señalemos que se trata de una definición de enorme importancia estratégica en lo que hace a la caracterización del actual período histórico y, claro está, a las tareas: corrientes como la mayoría de la llamada “IV Internacional” mandelista militan en un pesimismo histórico que no les permite ver la inflexión que está ocurriendo entre el momento de mayor retroceso de los años ’90 y el curso actual de los asuntos.

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