La derogación de la infame legislación racista en Sudáfrica a inicios de la década del ’90 –el llamado sistema de apartheid– fue indudablemente un cambio fundamental y progresivo de régimen político y, al mismo tiempo un gran triunfo que fue ante todo producto de una lucha heroica durante décadas de las masas negras de Sudáfrica.

El prestigio que todavía conservaba entre las masas –y que se expresó en sus funerales– estaba mucho menos deteriorado que el de su partido –el ANC (African National Congress)– que desde 1994, cuando Mandela llegó a la presidencia, ha gobernado sin interrupciones. Ese reconocimiento de amplios sectores de masas a Mandela tiene, por supuesto, unos motivos y una temática muy diferentes al show mundial encabezado por la tropilla de presidentes y primeros ministros que aterrizaron en Johannersburg.

Pero, simultáneamente, hay que decir con claridad que ese cambio de régimen que fue un logro de la lucha de las masas africanas, tuvo estrechos límites. Con el tiempo, esto se fue haciendo cada vez más evidente en un test indiscutible: la situación social de las masas africanas es en muchos aspectos peor que en tiempos del apartheid.

Se ha impuesto el principio “un hombre, un voto” (que fue la demanda histórica y central de Mandela). Ya no hay ómnibus, restaurantes, escuelas o barrios separados para blancos y negros. Negras/os y blancas/os pueden amarse sin peligro de ir a prisión, como sucedía antes. Esas y otras disposiciones del infame apartheid fueron abolidas… Pero, en distintas proporciones, han quedado atrás, en los papeles.

La familia africana que vive en una “villa miseria” o “chabola” (como se dice en España) no tiene ya impedimento legal para mudarse a una barrio digno habitado por blancos… mientras tenga en el bolsillo el dinero necesario.

Gran ascenso de las luchas… que acaba en negociación

 

En la década del 80, Mandela (desde la prisión) comenzó las negociaciones con el gobierno racista de los afrikaners, los colonizadores blancos de origen holandés que asumieron el poder tras la retirada de los británicos después de la Segunda Guerra Mundial.

Esas negociaciones comenzaron a iniciativa de los afrikaners, no del ANC. Es que el régimen racista estaba en una situación que iba poniéndose cada vez más crítica.

En primer lugar, internacionalmente, el panorama se presentaba cada vez más difícil. Estados Unidos (y tras él Gran Bretaña y otras potencias) le habían “soltado la mano” al régimen sudafricano. Hasta 1975 habían apoyado al régimen racista, por considerarlo un bastión de la lucha anticomunista y de enfrentamiento a la Unión Soviética. Pero sacaron las cuentas de que el costo político de apoyar a semejante régimen excedía cada vez más sus ventajas en África y en todo el mundo.

Asimismo, con la Revolución Portuguesa de 1974, habían triunfado los movimientos independentistas de Angola y Mozambique, limítrofes de Sudáfrica y de Namibia (territorio ocupado por los afrikaners en los ’60). El gobierno blanco sudafricano se lanzó a la intervención militar, que a fines de 1987 terminaba en una derrota frente las tropas angoleñas y cubanas en la batalla de Cuito Cuanavale. El fracaso colonialista obligó a una retirada general. Sudáfrica se fue de Angola y de Namibia, que proclamó la independencia.

Pero los acontecimientos decisivos se daban al interior de Sudáfrica. La resistencia de la clase trabajadora africana y de las masas juveniles y populares enfrentaba represiones feroces. Pero en las décadas de los 70 y 80 venían en ascenso. Masacres horrendas, como la de Soweto en 1976, no lograban amedrentar a las masas africanas. Por el contrario, atizaban la indignación de la juventud y los trabajadores. Más y más sectores se incorporaban a la lucha. Al mismo tiempo, internacionalmente, con la represión, el régimen cosechaba cada vez más repudio.

Dentro de ese ascenso se destacaba un rasgo muy importante, que no había estado presente en otros países y regiones de África: la irrupción de un nuevo movimiento obrero, organizado en el COSATU (Congress of South African Trade Unions) en 1985, que establece una alianza tripartita con el ANC y el SACP (South African Communist Party).

En esa situación cada vez más crítica. La gran burguesía afrikaner sacó cuentas. Ya desde inicios de los ’80, los grandes empresarios más lúcidos habían concluido que el apartheid no daba para más. Comenzó la presión sobre el partido racista gobernante, el National Party, para negociar un acuerdo que dejara totalmente a salvo sus propiedades y privilegios, a cambio de hacer concesiones en relación a “un hombre, un voto” y demás medidas, que liquidase, formalmente, el apartheid.

Una negociación que enterró una revolución

 

La negociación entre Mandela (representando al trío ANC-SAPC-COSATU) y De Klerk podría resumirse así: una negociación que enterró, por anticipado, una revolución.

Efectivamente, Mandela abdicó, desde el inicio, de todas las demandas sociales (incluso de las que figuraban en el mismo programa de la ANC, como las de nacionalización de las grandes empresas y monopolios, en especial de la minería). El gran capital afrikaner y extranjero salió del paso sin perder un centavo. Más aun, salieron ganando, porque sus inversiones y su dominio del país dejaron de estar al borde del abismo, que configuraba la situación probablemente prerrevolucionaria de los 80. Recuperaron las más absolutas garantías para continuar con la explotación más brutal de los trabajadores, en su inmensa mayoría, de color.

Esta política de Mandela, en verdad, no significó un giro de 180º en su pensamiento político y social. Como recuerda un especialista en el tema Sudáfrica, “Mandela siempre fue un político muy moderado, más bien conservador. Nacido en 1918 como el hijo mayor de la familia real de Transkei, fue educado en la respetabilidad y el sentido del status y los privilegios. Luego, Mandela tuvo una formación de abogado y devino un representante de la pequeña burguesía negra que emerge en los años ’40” (Charles Longford, «On Nelson Mandela’s inspiring achievements and tragic failures», spiked-online, 06/12/2013).

Como abogado en Johannesburg, comienza a relacionarse con el infierno en que vive la gente de color, y actúa en su defensa. Se relaciona con el ANC y en 1944 se une a los “Jóvenes Leones”, un grupo disgustado con la pasividad de los viejos dirigentes del ANC, e integrado también por jóvenes de clase media y profesiones liberales. Este sector del ANC va creciendo y radicalizándose, a medida que el racismo afrikaner responde con más y más brutalidad.

Mandela acompaña ese proceso, pero no precisamente como su ala izquierda. Los escritos y discursos de Mandela en ese período, que Longford cita, no dejan lugar a dudas:

“Revelan cómo su política era realmente conservadora y favorable al capitalismo. Mandela explica extensamente que la Freedom Charter (declaración de principios adoptada por ANC) ‘de ninguna manera es un programa para un estado socialista’. Su llamado a una redistribución de las tierras y no a la nacionalización, se basa ‘en una economía fundada sobre la empresa privada’, etc., etc.” (Charles Longford, cit.).

Para imponer sin mayores objeciones un acuerdo que enterraba un proceso revolucionario de tal magnitud, Mandela por supuesto exhibía el indiscutible beneficio de la liquidación formal del apartheid (como veremos, su terminación real es otro cantar).

Pero además, otros factores fueron su ayuda. Dentro de Sudáfrica, el SACP y los dirigentes del COSATU, que en buena parte también eran stalinistas, aplaudieron la entregada. Pero no menos importante fue el clima internacional de retrocesos y derrotas que marcó la década del 80, especialmente el último tramo, con la caída del Muro de Berlín y el “fracaso del socialismo”.

De todos modos, eso no quita las responsabilidades de Mandela en esa capitulación… y en todo lo que vino luego.

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