Por Ale Kur

Este último fin de semana se llevaron adelante dos importantes encuentros internacionales. El primero de ellos es el del G-7, grupo que reúne a EEUU, Canadá, Francia, Alemania, Japón, Reino Unido e Italia. Se trata de los países industrializados tradicionales, el bloque occidental-atlántico que desde la Segunda Guerra Mundial se venía alineando globalmente alrededor de la superpotencia norteamericana. El otro encuentro es el de la “Organización de Cooperación de Shanghái”, grupo conformado en 2001 y cuyos principales miembros son China, Rusia y (desde el año pasado) también India y Pakistán. Es decir, un bloque de potencias emergentes de la periferia tradicional, con eje en Asia.

Comencemos por la cumbre del G7. Para realizar un balance sintético, alcanza con mencionar cómo terminó: con un documento firmado por todos sus miembros… excepto Estados Unidos. Donald Trump decidió retirar su firma a último momento (luego de negociar largamente su contenido e inclusive de obtener concesiones de todo el resto), aprovechando un altercado con el presidente canadiense alrededor de la cuestión comercial. Esto fue acompañado luego por “tweets” furibundos del mandatario yanqui contra su par norteamericano, acusándolo de “débil y deshonesto”. En síntesis, la cumbre terminó en un papelón.

La cuestión de fondo es que el gobierno norteamericano viene llevando adelante una política totalmente a contramano del resto de los miembros del grupo. En el nudo del conflicto se encuentra la política comercial: Trump viene de instalar barreras arancelarias del 25% y 15% al acero y aluminio proveniente de países europeos y de Canadá. La “guerra comercial” de Trump introdujo una profunda cuña entre el imperialismo norteamericano y sus aliados históricos, personificados hoy (centralmente) en la Unión Europea. De esta manera, el gobierno yanqui amenaza con romper el “bloque atlántico” que fue el eje del orden mundial en los últimos 70 años.

La cuestión de los aranceles es solo la punta del iceberg de cuestiones más profundas. La concepción económica de Trump es proteccionista (o como la denominamos desde nuestra corriente, nacional-imperialista): implica poner por delante los intereses de la industria radicada en los Estados Unidos, a costa de la industria extranjera (inclusive, de las propias empresas norteamericanas que producen fuera de EEUU). Esto amenaza con romper en los hechos con el orden económico vigente por lo menos desde la década del ’90, la globalización neoliberal, que interconectó profundamente la economía mundial.

A las cuestiones económicas se le suman también los aspectos políticos. Donald Trump tomó otras dos medidas durante su gobierno que lo pusieron en la vereda de enfrente de la Unión Europea. La primera de ellas fue la retirada de los Acuerdos de París, cuyo objetivo era intentar contener (de manera muy tímida y poco eficiente, por otra parte) el calentamiento global provocado por la acción humana. Ningún otro país se retiró junto a EEUU, lo que lo convirtió en ese terreno en una especie de “paria” internacional.

La segunda medida fue la retirada de EEUU del “pacto nuclear” con Irán, y el restablecimiento de las sanciones a las empresas que comercien con dicho país. Esto provocó un importante distanciamiento con Europa, por motivos tanto políticos como económicos. Políticos, porque implica volver a abrir la caja de Pandora en Medio Oriente, arriesgando a una gran guerra en la región contra Irán. Económicos, porque las sanciones perjudican a empresas europeas, como la petrolera francesa Total y varias otras.

A esto se le podrían agregar otras iniciativas como el “reconocimiento” de Jerusalén como capital israelí, y otros gestos que tienden a liquidar el consenso internacional para Palestina de la “solución de los dos estados”.

En síntesis, Trump viene chocando en varios aspectos con el conjunto de consensos vigentes en el mundo, poniendo a EEUU en las antípodas no solo de Europa, sino también de Japón, de Canadá y de un conjunto de países de la “esfera occidental” (ni que hablar de China, Rusia y otros países ajenos a ella). Por todas estas razones, el G-7 es considerado ya como un “G-6+1”, señalando el carácter de EEUU como cada vez más “outsider”.

Efectivamente, este fue el espíritu que dominó toda la reunión, atravesada por una fuerte tensión de comienzo a fin. Trump se dedicó a despotricar contra el resto de los presentes por sus políticas comerciales “que perjudican a EEUU”. Pero fue todavía más allá y cuestionó inclusive consensos geopolíticos básicos del grupo, al proponer nada más y nada menos que… el regreso de Rusia al G-7. Este país había sido expulsado del mismo en 2014 luego de su anexión de Crimea en el marco del conflicto ucraniano. El resto de los países rechazó rápidamente la propuesta de Trump, aunque con una excepción: Italia, cuyo nuevo gobierno “populista” se aleja también de la agenda política “liberal” y choca (aunque sea superficialmente) con la propia Unión Europea. De esta manera, ya ni siquiera puede hablarse de un “G-6”: el núcleo duro del liberalismo atlantista-occidental se achica cada vez más.

Pese a lo anterior, los propios gobiernos alineados a la UE se mostraron más desafiantes, especialmente Macron, presidente de Francia. Este señaló que el grupo podía seguir funcionando aún sin EEUU, y que la suma de las economías de los 6 países restantes superaba en tamaño a la economía norteamericana. Se empieza a perfilar una especie de “centro de gravitación” alternativo a Norteamérica dentro del viejo bloque occidental y liberal, aunque los alcances de este proceso tienen que verificarse en la realidad en los próximos años.

La “contracumbre” de la organización de Shanghái

Al mismo tiempo que en el G-7 las potencias tradicionales mostraban al mundo el estado de decadencia que atraviesan como colectivo, se realizaba en China una cumbre alternativa, y en cierto sentido contraria. Se reunía allí la Organización para la Cooperación de Shanghái.

Si bien no parece haber ocurrido en ella nada especialmente trascendente, hay algunos elementos que señalan un considerable progreso de dicho bloque. En primer lugar, fue la primera reunión en la que asistieron representantes de la India y de Pakistán en calidad de miembros de pleno derecho. Con estas incorporaciones, la O.C.S. pasa a nuclear a nada más y nada menos que el 44% de la población mundial, dato que de por sí solo es de una significación estratégica.

Por otra parte, la O.C.S. sirve como “paraguas” político –y eventualmente militar- para los proyectos de mega expansión china, articulados alrededor del proyecto de la “Ruta de la Seda” (o “iniciativa de la Franja y la Ruta”). Se trata de un conjunto de inversiones masivas para el desarrollo de infraestructura a lo largo y ancho de Asia, conectando entre sí sus economías y el conjunto de ellas con Europa. Esto otorgaría a la economía china una “profundidad estratégica” de alcance continental. Recordemos además que la economía china se trata de la segunda más grande del mundo, que continúa en ascenso y que atraviesa un proceso de desarrollo cualitativo, con crecimiento de las industrias de alta y mediana tecnología.

Por último, la O.C.S incluye también a Rusia, país que posee una economía relativamente débil en comparación con gigantes como EEUU, China y la U.E., pero que conserva de la época soviética el segundo mayor arsenal atómico y convencional del mundo (modernizado en los últimos años por el militarismo de Putin). Rusia es además uno de los principales exportadores de petróleo y gas del mundo, y especialmente, uno de los principales proveedores de energía para Europa.

Por estas razones, la mera existencia de la O.C.S., su consolidación y crecimiento profundizan el debilitamiento de la relativa “unipolaridad” del mundo, así como el incremento de la competencia internacional, tanto económica como geopolítica.

Esto no quiere decir que la O.C.S. sea un bloque armónico, que vaya en una dirección de ascenso lineal y sin contradicciones. Por el contrario, está plagada de ellas: sus miembros también compiten y pelean entre sí, como es el caso de la India y China, de la India y Pakistán, etc. Rusia y China colaboran en muchos terrenos. pero sus intereses no se identifican por completo, jugando cada uno su propio juego (que puede eventualmente ser a expensas del otro). El gigante chino tiene también sus dificultades internas, un crecimiento que se ralentiza, una población descomunal que es cada vez más difícil de contener dentro de la rígida estructura política, etc.

Pero pese a todos estos límites y contradicciones, el contrapunto entre las reuniones del G-7 y de la O.C.S. marca una tendencia muy clara: la decadencia relativa del bloque occidental-atlántico y el lento pero firme ascenso del “bloque oriental”. Si bien todavía existe una importante distancia económica y militar que separa a ambos bloques, esta tiende a achicarse y ya es mucho menos abrumadora de lo que fue en otras épocas históricas. Estos procesos están llamados a tener una gran importancia en la evolución del orden mundial en los próximos años y décadas.

 

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