Por: Auca Loscalzo

“La renovación del pensamiento del marxismo revolucionario debe hacerse en este nuevo siglo sobre la base de una mirada estratégica de la experiencia del siglo XX, reubicando en el centro de su apuesta histórica una transformación social comandada por la clase obrera, tarea para la cual es más imprescindible que nunca la construcción de nuestros partidos revolucionarios.” (Roberto Sáenz, “La tarea del rescate de la revolución”, SoB 29, 2015.)

 

Las nuevas generaciones presentan una falta de memoria sobre los acontecimientos del siglo pasado, caracterizados por su riqueza histórica en cuanto a una gran cantidad de experiencias de la clase obrera, que van desde las más radicalizadas hasta las derrotas, de las que podemos extraer conclusiones y enseñanzas valiosas para el quehacer revolucionario en el siglo XXI. De aquí surge la necesidad de poner sobre la mesa un balance crítico del Mayo Francés, en su 50° aniversario, ya que no significó, como nos quieren hacer creer frecuentemente, un simple cambio cultural[1], sino que fue un proceso profundamente radicalizado, con la clase obrera movilizada a la ofensiva, en dirección hacia la disputa del poder. Desde esta perspectiva, pondremos en el centro del análisis la importancia estratégica del partido revolucionario y su relación con dicho fin.

 

De Vietnam a la Sorbona

 

Habiendo transcurrido 20 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, el mundo vivía un clima caldeado en el que se encontraban un imperialismo feroz y una juventud motivada a hacerle frente. En este sentido, Estados Unidos, que se había posicionado como claro vencedor entre las potencias, daba un paso a la ofensiva en su intervención militar en Vietnam, en 1964. Si bien la Guerra de Vietnam ocurrió entre 1955 y 1975, hay que resaltar que la intervención yanqui en el territorio asiático provocó una radicalización en los movimientos antiimperialistas. De golpe, sectores enteros de la juventud, a lo largo y ancho del globo, se reunían bajo la consigna “abajo la guerra de Vietnam” y señalaban al imperialismo, al capitalismo y a la potencia norteamericana como los responsables de las miserias y las desigualdades sociales.

Los 60 se caracterizaron por una confluencia de las reivindicaciones de diversos sectores. Así, por ejemplo, encontramos a su punto más concreto en el Mayo Francés, que forjó una alianza valiosísima entre dos sectores fundamentales, que parecían no haberse visto las caras nunca. Por un lado, los estudiantes universitarios, que hasta ese entonces eran caracterizados por el PCF como un sector pequeñoburgués, y por otro, la clase trabajadora, en su mayoría jóvenes, que en un principio se habían autoconvocado espontáneamente. Esta suerte de espontaneísmo se dio principalmente debido a que las organizaciones sindicales tradicionales del movimiento obrero sufrían un profundo estado de burocratización, de la mano de su dirigencia: el PCF y el PS. Ambos sectores confluyeron, en lo que se conoció como la unidad obrero-estudiantil.

Nosotros los reconocemos como partes de la misma clase, a pesar de que en la mayoría de los casos la clase no se reconoce como tal, como “clase para sí”. Sin embargo, esta unidad forjada en las calles, sí logró distinguir a su enemigo antagónico, puesto que el resultado de las sumas de sus reivindicaciones particulares, dio lugar a un movimiento que se planteó el cuestionamiento del poder.

 

“Todo reformismo se caracteriza por el utopismo de su estrategia y el oportunismo de su táctica”[2]

 

Claramente no fue una revolución, pero tampoco quiere decir que no haya podido serlo. Hay que decirlo claro: el Partido Comunista Francés, en consonancia con el resto de los PC de la segunda posguerra, se ocupó de sofocar y aplastar cualquier intento insurreccional. Esto bajo la política de “coexistencia pacífica”, que bajó desde la burocrática URSS, en la que acordaban la convivencia con el capitalismo y confinaban a las luchas del movimiento obrero al terreno electoral; había que adaptarse a los marcos legales que establecía la burguesía.

Waldeck-Rochet, secretario general del PCF, declaró en pleno Mayo del 68 que sólo había dos posturas con respecto al proceso que se vivía. Por un lado, se podían plantear dentro del terreno democrático una serie de reivindicaciones que permitieran satisfacer las necesidades inmediatas del movimiento obrero y proseguir con cambios democráticos necesarios en el cuadro de la legalidad. Waldeck-Rochet aclaró que esta era la posición de su partido. Y, por otro lado, plantearse la insurrección mediante la lucha armada, con vistas a la toma del poder. Según el PCF, esta era la postura de los “ultraizquierdistas”. Después, prosiguieron justificando su traición a los intereses de la clase, diciendo que ésta era hostil a la lucha armada y, que como las fuerzas militares y represivas todavía estaban en manos de la burguesía, el adoptar otra posición que se alejara de los marcos democráticos, conduciría a una masacre del movimiento obrero francés.

Cabe señalar que esta polarización de las posiciones es absolutamente adrede. Waldeck-Rochet, mientras escribía en L’Humanité, se olvidó de mirar por la ventana a las marchas que concentraban un millón de personas, sumado a los 10 millones de huelguistas, a las 122 fábricas tomadas, muchas de las cuales izaban banderas rojas y carteles de “el poder es nuestro”, y un país completamente paralizado por más de 15 días. Parece mentira que, con semejante proceso en curso, se pudiese suponer que no existían condiciones para cuestionar el poder. Claramente la unidad en las calles desbordó ampliamente a la burocracia y hasta amenazó con tirarla abajo. Por eso, como bien ha señalado el sociólogo francés Alain Touraine: en 1968 el PCF fracasó no sólo como partido revolucionario, sino también como partido reformista.

Por todos los medios posibles, intentaron desarticular la base estructural del movimiento que daba vida a este proceso: la unidad obrero-estudiantil que se había gestado. Generaban, así, dos cosas: la primera, impedían a los estudiantes el tener reflejos reales del estado de ánimo de los obreros, como así también, coartaban la posibilidad a la vanguardia de entablar diálogo con sectores amplios; y por otro lado, impedían a los obreros empaparse en las discusiones en cuanto a la organización de espacios democráticos de base, que pudieran centralizar los reclamos de todos los sectores radicalizados, para elevarlos políticamente. Ejemplo de esto fueron las patotas de la CGT, dirigidas por el PCF, que impedían el acceso de los estudiantes a las fábricas.

En este sentido, Mandel hace un correcto aporte cuando señala, muy agudamente, que: “el tipo de crisis revolucionaria que ha estallado en mayo de 1968 podía preverse a grandes rasgos; que no debía considerarse en absoluto como improbable o excepcional; y que las organizaciones socialistas y comunistas hubieran podido perfectamente prepararse, desde hace años, para este tipo de revolución, si sus dirigentes lo hubieran querido y hubieran comprendido las contradicciones fundamentales del neocapitalismo”[3]. Más allá de su erróneo planteo del “neocapitalismo”, que no discutiremos ahora, lo interesante es ver que estuvieron dadas todas las condiciones para construir una organización capaz de prepararse para la transformación social encabezada por la clase obrera. Esta organización es, claramente, el partido revolucionario de la clase trabajadora.

Al respecto, Trotsky señala que: “En general, como lo atestigua la historia -la Comuna de París, las revoluciones alemana y austríaca de 1918, los soviets de Hungría y de Baviera, la revolución italiana de 1919, la crisis alemana de 1923, la revolución china de los años 1925-1927, la revolución española de 1931-, el eslabón más débil en la cadena de las condiciones ha sido hasta ahora el del partido: lo más difícil para la clase obrera consiste en crear una organización revolucionaria que esté a la altura de sus tareas históricas.”[4]

A la luz de los acontecimientos, el PCF no sólo no cumplió este rol, sino que se constituyó como una fuerza contrarrevolucionaria, que frenó el desarrollo de una organización capaz de estar a la altura de las tareas históricas, en un momento de un  alza enorme de la lucha de clases, que hubiera podido desembocar en un proceso revolucionario, si la clase obrera francesa hubiera contado con un partido y con una dirección revolucionaria dispuestos a llevar a cabo tal fin.

 

“Soyez realistes, demandez l’impossible”[5]

 

El rescate de estos procesos tiene que romper con la idea de que la actual coyuntura, un capitalismo globalizado, es la única posible. Los defensores de esta idea reducen las luchas históricas de la clase a conseguir meramente lo “posible”, dentro del marco del capitalismo. En otras palabras, la pelea porque el balance sobre el Mayo Francés sea de un proceso radicalizado en el cual se planteó la disputa del poder por parte de la clase obrera, es una pelea abierta contra el posibilismo.

Pelear contra el posibilismo, es pelear contra la idea de que no hay otro mundo posible, que no hay ninguna alternativa en el futuro, de ahí su impedimento a elevar las reivindicaciones al plano político, y solamente dar la pelea por la superficialidad de las necesidades inmediatas. Por eso nuestra pelea es una pelea por el futuro de la clase trabajadora, porque no hay futuro posible si no se plantea un cambio en el orden político y social estructural: los trabajadores tienen que gobernar, tienen que emanciparse y tomar las riendas de su destino.

La experiencia del Mayo Francés debe conducir a la vanguardia a sacar las conclusiones correctas: es absolutamente indispensable la construcción de nuestros partidos revolucionarios, capaces de hacer avanzar políticamente a la clase trabajadora hacia el socialismo, es decir, hacia su propia emancipación.

[1]  Ver: Ale K y Manuel Rodríguez: “A 40 años del Mayo Francés – Las barricadas que despertaron al mundo.”, SoB N° 381.

 

[2]   Graffiti en la Sorbona.

[3]   Ernest Mandel: Lecciones de Mayo del 68, 1968.

[4]   León Trotsky, “El arte de la insurrección”, Historia de la Revolución rusa, tomo II, 1932.

[5]  “Sean realistas, pidan lo imposible”, graffiti en la Universidad de Censier.

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