Marx, Engels y la génesis del Manifiesto

 

Hace 170 años se publicó el Manifiesto del Partido Comunista, una obra capital del movimiento obrero, y uno de los textos políticos más importantes de la historia de la humanidad. El Manifiesto escrito por Marx y Engels en 1848 ostenta una impresionante lozanía, lejos de ser un artículo “arqueológico” es una herramienta indispensable para entender las bases de la actual sociedad y su dinámica de desarrollo. A continuación publicamos el texto de la cuarta de una serie de conferencias sobre Marx y Engels que brindó Davis Riazanov, el historiador marxista ruso, durante 1922 en Moscú. En la misma desarrolla el periodo de la vida política de Marx y Engels en que se gestó el Manifiesto Comunista.

 

David Riaznov

 

Marx, que había sacado provecho de toda la ciencia y la filosofía de su tiempo, formuló, según hemos visto, un punto de vista enteramente nuevo en la historia del pensamiento social y político del siglo XIX.

Casi no he hablado todavía de la influencia que sobre él ejerció el pensamiento socialista, porque esa influencia comenzó a manifestarse más tarde. Hoy expondré, en cambio, la participación de Marx en la creación de la Liga de los Comunistas, tema que os había prometido desarrollar.

Y bien: después de haber examinado todos los antecedentes contenidos en las obras de Marx y Engels sobre la historia de aquella Liga, debo confesar que no resisten una crítica seria. Marx no aludió más que una vez en su vida a esa historia, en una obra muy poco leída. El señor Vogt, aparecida en 1860. Marx cometió en ella una serie de errores. Pero para informarse sobre la Liga de los Comunistas se recurre casi siempre a un relato escrito por Engels en 1885. He aquí, poco más o menos, cómo siguiendo a Engels, se representa los hechos.

Hubo una vez dos filósofos y políticos alemanes – Marx y el propio Engels- que hubieron de abandonar Alemania por la fuerza. Vivieron en Francia, estuvieron en Bélgica y escribieron sabias obras que después de atraer la atención de los intelectuales se difundieron entre los obreros. Un buen día, éstos se presentaron ante los filósofos, que tranquilamente sentados en su gabinete, conservándose lejos de la acción vulgar, y como conviene formalmente a depositarios de la ciencia, esperaban orgullosos que los obreros fuesen a buscarlos. La deseada hora llegó cuando los obreros se dirigieron a Marx y Engels invitándolos a unírseles. Ambos declararon que no lo harían sino cuando se aceptara su programa. Los obreros consintieron, organizaron la Liga de los Comunistas e inmediatamente encargaron a Marx y Engels el Manifiesto del partido comunista.

Esos obreros pertenecían a la Federación de los Justos, de la cual hablé en mi primera conferencia sobre la historia del movimiento obrero en Francia e Inglaterra. Como he dicho, esta organización estaba constituida en París y había sido sometida a duras pruebas después de la infructuosa tentativa de insurrección de los blanquistas el 12 de mayo de 1839. Luego de esta derrota, sus miembros se radicaron en Londres. Encontrábase entre ellos Schapper, quien organizó en febrero de 1840 la Sociedad de educación obrera.

Para daros mejor idea acerca de la manera en que habitualmente se relata esta historia, voy a leer un fragmento del opúsculo de Steklov sobre Marx:

“Residiendo           en París,          Marx mantenía relaciones personales con los dirigentes de la Federación de los Justos, formada por desterrados políticos y artesanos, pero no se afiliaba a ella porque el programa de la Federación, saturado de un espíritu idealista y temerario, no podía satisfacerlo. Pero, poco a poco, se produjo en la Federación una evolución que la aproximó a Marx y Engels, quienes por conversaciones, por correspondencia y también por la prensa, influían sobre las opiniones políticas de sus miembros. En algunos casos excepcionales, los dos amigos hicieron conocer sus puntos de vista mediante circulares impresas. Después de la ruptura con el revoltoso Weitling y la «crítica severa de los teóricos inconsistentes» quedó preparado el ambiente para la entrada de Marx y Engels en la Liga. Al primer congreso, que aprobó el nombre de Liga de los Comunistas, asistieron Engels y Guillermo Wolf; en el segundo, convocado en noviembre de 1847, participó el propio Marx.

“Después de haber escuchado el discurso en que Marx expuso su nueva filosofía socialista, el congreso le encargó que elaborara con Engels el programa de la Liga. Así apareció el célebre Manifiesto Comunista”. Steklov se limita a repetir lo que escribió Mehring, quien, a su vez, repite lo que nos cuenta Engels. ¿Y cómo no creer a este último? En efecto: ¿quién mejor que él que ha participado en la organización de una empresa puede contar su historia? No obstante, debemos someter a un examen crítico las palabras de Engels, como las de cualquier historiador, con mayor razón sabiendo que compuso esas páginas casi cuarenta años después de ocurridos los episodios que describe. En semejante lapso es fácil olvidar algo, sobre todo si se escribe en condiciones y estado espiritual completamente distintos.

Existen otras circunstancias que en nada concuerdan con aquella narración. Marx y Engels no eran teóricos puros como los presenta Steklov. Todo lo contrario. Apenas comprendió Marx que quienes juzguen necesario transformar radicalmente el actual régimen social no pueden apoyarse sino en el proletariado como clase que por sus condiciones de existencia encuentra todos los estimulantes para la lucha contra dicho régimen, acudió a los medios obreros, esforzándose por penetrar con su amigo en todos los sitios y organizaciones en que los trabajadores estaban sometidos a otras influencias. Siendo así, infiérase que existían entonces esas organizaciones. Examinémoslas.

Al historiar el movimiento obrero me detuve en las proximidades del año 1840. Después de la derrota de mayo de 1839, la Federación de los Justos dejó de funcionar como organización central y, en todo caso, a partir de 1840 no se encuentra más indicio de su existencia o actividad como tal. Quedaron solamente círculos aislados -de uno de los cuales, el de Londres, ya hablamos- organizados por algunos antiguos miembros de la Federación. Otros miembros, entre los cuales Guillermo Weitling ejercía gran influencia, se refugiaron en Suiza.

Sastre de profesión. Weitling, uno de los primeros artesanos alemanes revolucionarios, como muchos otros de aquella época, andaba de ciudad en ciudad hasta que en 1837 se estableció en París, donde ya había estado en 1835. Se afilió a la Federación de los Justos y estudió allí las teorías de Larnennais, representante del socialismo cristiano, de Saint- Simón y de Fourier. En París se vinculó también con Blanqui y sus adeptos. A fines de 1838 escribió, a pedido de sus camaradas, el folleto Cómo es y cómo debiera ser la humanidad, en el que defendía ya las ideas comunistas.

Después de una infructuosa tentativa para extender la propaganda en la Suiza francesa y luego en la Suiza alemana, comenzó con algunos compañeros a organizar círculos entre los obreros y los emigrados alemanes. En 1842 publicó su principal obra, Las garantías de la armonía y de la libertad, en la que desarrolló las ideas expuestas en 1838, que no es el caso de considerar ahora.

Weitling se distinguía de los demás utopistas de su tiempo en que -influenciado en parte por Blanqui- no creía en la posibilidad de llegar al comunismo por la persuasión. La nueva sociedad, cuyo plan había elaborado en todos sus detalles, sería realizada únicamente por la violencia. Cuanto más rápidamente se destruya la sociedad existente, más rápidamente se liberará al pueblo, y el mejor medio para llegar a esa situación era en su concepto extremar el desorden social existente. El elemento más seguro, el más revolucionario, capaz de derribar la sociedad, era, según Weitling, el proletariado vagabundo, el «lumpen-proletariado», y hasta los bandidos.

En Suiza, Bakunin, que abrigaba ya algunas de estas ideas, encontró a Weitling y conoció sus teorías. Cuando en la primavera de 1843, Weitling fue arrestado en Zúrich y procesado con sus adeptos, Bakunin apareció comprometido en la causa y se vio obligado a emigrar.

Cumplida la condena, Weítling fue repatriado en mayo de 1844. Después de un sinnúmero de vicisitudes, logró, saliendo de Hamburgo, llegar a Londres, donde se le acogió con gran pompa. En su honor fue organizada una gran asamblea, a la que asistieron, además de los socialistas y los cartistas ingleses, los emigrados franceses y alemanes. Era la primera gran asamblea internacional celebrada en aquella ciudad y brindó a Schapper la ocasión para organizar en octubre de 1844 una sociedad internacional que adoptó el nombre de Sociedad de los amigos democráticos de todos los pueblos. Dirigida por Schapper y sus amigos allegados, se proponía relacionar a los revolucionarios de todos los países, estrechar vínculos fraternales entre los distintos pueblos y conquistar los derechos políticos y sociales.

Weitling permaneció en Londres casi un año y medio. Al principio gozaba de mucho ascendiente en la sociedad obrera londinense, donde se discutían con apasionamiento todos los problemas de la época, pero no tardó en encontrar una fuerte oposición. Sus viejos compañeros, como Schapper, Bauer, Moll, durante la separación se habían familiarizado con el movimiento obrero inglés y penetrado en las doctrinas de Owen.

Para Wetling, como hechos dicho, el proletariado no constituía una clase especial, con intereses propios: era sólo una parte de la población pobre, oprimida, entre estos elementos pobres el más revolucionario era el “lumpen-proletariado”. Sostenía que el bandidaje era uno de los elementos más seguros en la lucha contra la sociedad existente. No atribuía ninguna importancia a la propaganda. Imaginaba la futura sociedad como una sociedad comunista, dirigida por un pequeño grupo de hombres sagaces. Para atraer las masas juzgaba necesario recurrir al sentimiento religioso; hacía de Cristo un precursor del comunismo, y lo respetaba como un cristiano expurgado de todo lo heterogéneo que se le añadió en el curso de los siglos. Para comprender mejor las disensiones que surgieron bien pronto entre él y Marx y Engels, conviene recordar que Weitling era un obrero muy capacitado, autodidacta, dueño de considerable talento literario, pero que adolecía de todos los defectos de los autodidactas. En Rusia son muchos los que se educan como Weitling.

El autodidacta, en general, se empeña en extraer de su cerebro algo ultranovedoso, algún invento ingenioso en sumo grado, mas la experiencia le prueba luego que ha malgastado tiempo y fuerzas considerables para no hacer otra cosa que descubrir la América. Llega a buscar un «perpetuurn mobile» cualquiera o el medio susceptible de volver feliz y sabio al hombre en un abrir y cerrar de ojos.

Weitling      pertenecía    a    esta    categoría    de autodidactas. Quería encontrar la manera de que los hombres asimilasen casi instantáneamente no importa cuál ciencia. Quería crear una lengua internacional. Característica notable: otro autodidacta, un obrero, Proudhon, también había emprendido esta tarea. Es difícil, a veces, saber qué prefería, qué adoraba más Weitling, si su comunismo o su idioma universal. Sintiéndose verdadero profeta, no soportaba crítica alguna y guardaba particular recelo para con los hombres instruidos que acogían con escepticismo su manía.

En 1844, Weitling era uno de los hombres más populares y conocidos no sólo entre los obreros sino también entre los intelectuales alemanes. Heine, el célebre poeta, ha dejado una página singular sobre su encuentro con el famoso sastre:

«Lo que más hirió mi altivez fue la incivilidad del mozo para conmigo durante la conversación. No se quitó el sombrero y mientras yo permanecía de pie, él estaba sentado en un banco, sosteniendo la rodilla derecha a la altura del mentón, en tanto que con la mano libre no cesaba de frotarla.

“Supuse que esa posición irrespetuosa fuera un hábito contraído en la práctica de su oficio, pero pronto me desengañó. Como le preguntara por qué no dejaba de frotar la rodilla, me respondió en un tono indiferente, cual si se tratase de la cosa más habitual, que en las distintas prisiones alemanas donde había sido encerrado, se le tenía con cadenas, y como el anillo de hierro que le rodeaba la rodilla solía ser demasiado estrecho, habíale producido una comezón que le obligaba a aquel ejercicio…

“Lo confieso: retrocedí unos pasos cuando ese sastre con su familiaridad repulsiva, me contó tal historia sobre las cadenas de las cárceles… ¡Extrañas contradicciones del corazón humano! Yo, que un día había besado respetuosamente, en Munster, las reliquias del sastre Juan de Leude, los grillos que había llevado, las tenazas con que lo torturaron, yo, que me había entusiasmado por un sastre muerto, sentía invencible repugnancia por ese sastre vivo, por ese hombre que era, sin embargo, un apóstol y un mártir de la misma causa por la cual padeció el glorioso Juan de Leyde.»

Aunque esta descripción no hace honor a Heine, muestra la profunda impresión que Weitling produjo en el poeta adulado por innumerables aduladores.

Heine aparece, en la circunstancia, como gran señor del arte y el pensamiento, que considera con curiosidad, y no sin repugnancia, ese tipo de luchador extraño todavía para él. Con esa misma ociosa curiosidad nuestros poetas de otra época examinaban un bolchevique. Por el contrario, un intelectual como Marx adoptaba otra actitud hacia Weitling, a quien juzgaba talentoso portavoz de las aspiraciones de ese proletariado cuya misión histórica él mismo acababa de formular. Ved cómo escribía sobre Weitling antes de conocerlo: «¿Qué obra sobre el problema de su emancipación política podría poner la burguesía (alemana) comprendidos sus filósofos y literatos, frente a la de Weitling: Las garantías de la armonía y de la libertad? Compárese la mediocridad escuálida y fanfarrona de la literatura política alemana con esa brillante iniciación de los obreros alemanes, compárese esas botas de siete leguas del proletariado en infancia, con los estrechos zapatos de la burguesía y se verá en el proletariado sometido al atleta futuro de gigantesca estatura.»

Naturalmente Marx y Engels debían procurar relacionarse con Weitling. En el verano de 1845 ambos amigos, durante su corta estancia en Inglaterra, se habían relacionado con los cartistas y los emigrados alemanes, pero no se sabe con certeza si lo encontraron a Weitling, que entonces vivía en Londres. De cualquier modo, hasta 1846, cuando fue a Bruselas, donde Marx se había establecido el año anterior al ser expulsado de Francia, no se vincularon estrechamente.

Marx ya se había dedicado al trabajo de organización, para el cual Bruselas ofrecía grandes facilidades debido a la situación de estación intermediaria de Bélgica entre Francia y Alemania. Desde Bruselas, donde los obreros e intelectuales alemanes que se dirigían a París paraban algunos días, se difundía por contrabando la literatura ilegal en toda Alemania. Entre los obreros temporalmente establecidos en Bruselas, varios eran hombres muy inteligentes.

No tardó Marx en concebir la idea de convocar un congreso de todos los comunistas para crear la primera organización comunista general. Este congreso debía realizarse en Verviers, ciudad situada cerca de la frontera alemana, de suerte que a los alemanes les resultara fácil el acceso. No he podido establecer exactamente si en realidad se llevó a cabo el congreso, pero todos los preparativos habían sido hechos por Marx mucho tiempo antes de que los delegados de la Federación de los Justos llegaran a Londres para invitarlo a ingresar en ella. En verdad. Marx y Engels atribuían también la mayor importancia a la conquista de los círculos influenciados por Weitling y no ahorraron esfuerzos para convenir con ellos una plataforma común. Sus tentativas concluyeron, sin embargo, en una ruptura, cuya historia nos ha sido contada por un compatriota nuestro que en viaje a Francia, pasó entonces por Bruselas. Me refiero al crítico ruso P. Annenkov, que si en un tiempo fue admirador de Marx no tardó en dejar de ser revolucionario.

Nos ha legado Annenkov un curioso relato de su estancia en Bruselas en la primavera de 1846, relato que contiene bastantes mentiras pero también cierta parte de verdad. De allí el extracto de una sesión en la que discutieron violentamente Marx y Weitling.

Gritábale Marx, golpeando la mesa con el puño: «¡La ignorancia jamás ayudó a nadie ni ha sido útil para algo!» Estas palabras son muy verosímiles. En efecto, como Bakunin, Weitling se oponía al trabajo preparatorio de propaganda, so pretexto de que los pobres siempre estaban dispuestos a la revolución y, por consiguiente, podía ésta ser declarada en cualquier momento, siempre que hubiese jefes resueltos. Según una carta del propio Weitling, en esa asamblea Marx sostuvo que era necesario depurar las filas de los comunistas y hacer la crítica de todos los teóricos inconsistentes, declarando que debía renunciarse a todo socialismo apoyado únicamente en la buena voluntad; que la realización del comunismo estaría precedida por una época durante la cual la burguesía detentaría el poder. Véase así cómo las divergencias teóricas entre Marx y Engels y Weitling eran casi las mismas que se manifestaron entre los revolucionarios rusos 40 años después.

En mayo de 1846 la ruptura fue definitiva; Weitling partió en seguida para Londres, de donde se trasladó a América para quedar allí hasta la revolución de 1848.

Con el concurso de otros compañeros, quienes se les habían aproximado por esa época, Marx y Engels prosiguieron su trabajo de organización. Crearon en Bruselas la «Sociedad de educación obrera», en la que Marx dictó a los obreros conferencias sobre economía política. Aparte de cierto número de intelectuales, entre los que se distinguían G. Wolf (a quien Marx dedicó más tarde el primer tomo de El Capital) y Weídemeyer, permanecían en Bruselas obreros como Estéfano Born, Vallan, Seiler y otros.

Sobre la base de esta organización y con la ayuda de los camaradas idos de Bruselas, Marx y Engels se esforzaron para concertar relaciones con los círculos de Alemania, Londres, París y Suiza. Es el trabajo que hacía el propio Marx en París. Poco a poco los adeptos de Marx y Engels aumentaron. Marx concibió entonces el plan de agrupar a todos los elementos comunistas, pensando en transformar aquella organización nacional puramente alemana en una organización internacional. Había de comenzase por crear en Bruselas, Londres y París, núcleos de comunistas que estuviesen de común acuerdo, los cuales designarían comités encargados de sostener las relaciones con las otras organizaciones comunistas. De este modo, se crearían relaciones más estrechas con los otros países y se prepararía el terreno para la unión internacional de los comités, denominados «de correspondencia comunista» a proposición de Marx.

Como los que han escrito la historia del socialismo alemán y del movimiento obrero han sido literatos y periodistas miembros de agencias informativas o dedicados frecuentemente a las correspondencias, han creído que aquellos comités no eran otra cosa que simples oficinas de corresponsales.

En resumen, según ellos, Marx y Engels resolvieron fundar en Bruselas una oficina de corresponsales desde donde se despachaban circulares. O bien, como escribe Mehring en su último trabajo sobre Marx; «Careciendo de un órgano propio, Marx y sus amigos se empeñaron en llenar esa laguna, dentro de lo posible, con circulares impresas. Al mismo tiempo procuraban asegurarse la cooperación de corresponsales regulares en los grandes centros donde vivían comunistas. Semejantes oficinas de correspondencia existían en Bruselas y en Londres y había propósito de establecer una en París. Marx escribió a Proudhon pidiéndole su colaboración.»

Basta leer atentamente la respuesta de Proudhon para ver que se trataba de una organización muy distante de ser oficina de correspondencia. Y si se recuerda que este intercambio epistolar ocurría en el verano de 1846, resulta que mucho antes de que fueran a proponerle el ingreso a la Federación de los Justos existían en Londres, Bruselas y París organizaciones cuya iniciativa emanaba incontestablemente de Marx.

Recordemos lo que dije sobre la sociedad de correspondencia londinense organizada en 1792 por Tomás Hardy. Los comités de correspondencia organizados por el club de los jacobinos cuando se le prohibió crear sus secciones en las provincias, representaban una institución análoga a la de Marx. Estudiando y comparando estos hechos llegué a la conclusión, hace ya largo tiempo, de que Marx, al fundar esas sociedades tenía precisamente la intención de hacer de ellas comités de correspondencia. Y en el segundo semestre de 1846 existe efectivamente en Bruselas un comité muy bien organizado que actúa como organismo central, al que se envían informes. Reúne un gran número de miembros y entre ellos muchos obreros. En París funciona otro organizado por Engels, que realiza intensa propaganda entre los artesanos alemanes; y el de Londres lo dirigen Schapper, Bauer y Moll (el mismo que según diré fue a Bruselas seis meses después para invitar a Marx a incorporarse a la Federación de los Justos). Y como lo prueba una carta del 20 de enero de 1847, que trasmití a Mehring, Moll fue a Bruselas no como delegado de la Federación de los justos sino como del comité de corresponsales comunistas de Londres para llevarle un informe sobre la situación de la sociedad londinense.

Es así como he llegado a convencerme de que el relato de la fundación de la Liga de los Comunistas, tal como ha sido hecho con arreglo de Engels y reproducido sucesivamente en diversas obras, no pasa de ser una leyenda que no soporta la crítica. Al gran trabajo preparatorio efectuado principalmente por Marx se parece mucho el que cumplieron los primeros socialdemócratas rusos medio siglo después, al esforzarse por unir las organizaciones existentes, con la particularidad de que en este caso la organización de la «Iskra» reemplazaba a los comités de corresponsales y las distintas sociedades obreras, en las cuales trabajaban los agentes comunistas, estaban sustituidas por las uniones y comités en los cuales los elementos del comité central procuraban entrar para ganarlos a su causa.

A los historiadores ha pasado inadvertido ese trabajo de organización de Marx, a quien presentan como un pensador de gabinete, y no conociendo el papel de Marx como organizador no han conocido uno de los aspectos más interesantes de su personalidad. Si no se conoce el papel que Marx (hago notar: Marx y no Engels) tuvo por los años 1846-47 como dirigente e inspirador de todo ese trabajo de organización, es imposible comprender la importancia del que tuvo luego como organizador de 1848-49 y en la época de la I Internacional.

Después del viaje de Moll a Bruselas, cuando Marx tuvo la certeza de que la mayoría de los londinenses se había librado de la influencia de Weitling, se resolvió, probablemente a iniciativa del comité de Bruselas, convocar el congreso en Londres, la ciudad más indicada en esas circunstancias. Fue entonces cuando comenzaron a discutir y luchar las diversas tendencias. En París, sobre todo, donde trabajaba Engels, la disputa era muy viva. Al leer sus cartas, uno se cree transportado al ambiente ruso de estos últimos años. La lucha de facciones que describe, recuerda de un modo sorprendente nuestras discusiones sobre los diferentes programas.

Una corriente está representada por Grün, que defiende el comunismo alemán o comunismo «verdadero», del cual se encuentra una crítica mordaz en el «Manifiesto Comunista», Engels sostiene otro programa. Naturalmente, cada uno de los adversarios se esfuerza para conquistar el mayor apoyo, pero Engels cree haber alcanzado la victoria no sólo por haber logrado convencer a los vacilantes, como lo hace saber al comité de Bruselas, sino porque ha sido también más astuto que sus adversarios y los ha colocado entre la espada y la pared. Se reunió el congreso de Londres en el verano de 1847. Marx no asistió. G. Wolf representó a Bruselas y Engels a los comunistas parisienses. Los delegados eran pocos, pero ninguno permaneció callado. Tampoco en 1898, cuando se fundó el P.S.D.O. Ruso, el congreso de Minsk reunía más de 8 o 9 personas que representaban a 3 o 4 organizaciones. Se resolvió agruparse en la Liga de los Comunistas. De ningún modo se trata de la Federación de los Justos reorganizada, como lo asegura Engels: olvida que era representante del comité de correspondencia de París fundado por él mismo. Se adoptó un estatuto cuyo primer párrafo declaraba paladinamente la idea esencial del comunismo revolucionario:

«La Liga persigue el derrocamiento de la burguesía y el dominio del proletariado, la supresión de la vieja sociedad burguesa, basada en el antagonismo de las clases, y la instauración de una nueva sociedad sin clases ni propiedad privada.”

El estatuto de organización fue adoptado a condición de que se lo sometiese al examen de los distintos comités para aprobarlo definitivamente en el siguiente congreso con las modificaciones que se juzgara necesario introducir.

El principio del «centralismo democrático» estaba en la base de la organización. Todos los miembros debían profesar el comunismo y ajustar su vida a los propósitos de la Liga. Un grupo determinado formaba el núcleo principal del organismo, designándolo con el nombre de «comunidad». Había comités regionales. Las diferentes regiones de un país se unían bajo la dirección de un centro cuyos poderes se extendían sobre todo el país y que, a su turno, debía informar al Comité Central.

Esta organización llegó a ser un modelo para todos los partidos comunistas de la clase obrera al comienzo de su desarrollo, pero tenía una particularidad que desapareció luego, aunque todavía antes de 1870 se la encuentra entre los alemanes. El comité central de la Liga de los Comunistas no era elegido en los congresos. Sus facultades de centro dirigente eran transmitidas al comité regional de la ciudad elegida por el congreso como lugar de residencia del comité central. Así, si el congreso escogía Londres, la organización de esta región elegía un comité central de cinco miembros por lo menos, de modo que estaba asegurada su estrecha vinculación con la gran organización nacional. Este sistema reaparece más tarde entre los alemanes de Suiza y en la propia Alemania. Su comité central estaba siempre ligado a determinada ciudad designada por el congreso, distinguida como ciudad de vanguardia.

 

En el mismo congreso se resolvió también elaborar el proyecto de una «profesión de fe» comunista, que sería el programa de la Liga; las distintas regiones debían presentar los suyos en el congreso siguiente.

Se decidió, además, editar una revista popular. Fue ese el primer órgano obrero de que tengamos conocimiento y, como lo veis3, ostentaba abiertamente el título de «comunista».

En la primera página de esta publicación, aparecida un año antes que el «Manifiesto Comunista», figura la palabra de orden: «¡Proletarios de todos los países, uníos!» Es una rarísima curiosidad bibliográfica. No conozco de esta revista sino tres ejemplares: éste que encontré en 1912 y describí en un artículo en 1914; otro encontrado más tarde por Mayer en los archivos de la policía berlinesa y descrito por él en 1919, y el tercero, que últimamente halló el profesor Grünberg y publicó en una edición especial.

Esta revista apareció una sola vez. Los artículos del primer y único número fueron escritos principalmente por los representantes de la Liga comunista establecida en Londres, quienes hicieron también la composición tipográfica. El editorial está redactado en forma muy popular. El lenguaje fácil expone las particularidades que distinguen la nueva organización comunista de las francesas y de las de Weitling. No se dice en él una sola palabra de la Federación de los Justos. Un artículo está dedicado al comunista francés Caber, autor de la famosa utopía «Viaje a Icaria». En 1847, éste había hecho intensa propaganda para establecer en América gente dispuesta a crear en tierra virgen una colonia comunista conforme al modelo descrito en su libro. Se había trasladado especialmente a Londres para atraer a los comunistas de aquella capital. El artículo somete el plan de Cabet a una crítica minuciosa y recomienda a los obreros no abandonar el continente europeo, porque sólo en Europa será instaurado el comunismo. Hay, además, un gran artículo que, a mi juicio, ha debido ser escrito por Engels. La revista se cierra con un resumen político y social, del cual indudablemente fue autor el delegado del comité de Bruselas al congreso, Guillermo Wolf.

El segundo congreso se celebró en Londres a fines de noviembre de 1847 y esta vez Marx asistió. Antes de que se reuniera, Engels, desde París, le había escrito que tenía esbozado un proyecto de catecismo o profesión de fe, pero que juzgaba más conveniente intitularlo «Manifiesto Comunista». Marx llevó probablemente al congreso las tesis por él elaboradas. Allí, lejos de ir todo tan bien como lo describe Steklov, hubo acaloradas discusiones. Los debates duraron varios días y mucho le costó a Marx convencer a la mayoría de la justeza del nuevo programa, que finalmente fue aceptado en sus aspectos fundamentales. El congreso le encargó, además, la redacción para la Liga de los Comunistas, no de una profesión de fe sino de un manifiesto como lo había propuesto Engels. Designado por el congreso, Marx, en la composición del documento aprovechó, es verdad, el proyecto preparado por Engels, pero él solo cargó con la responsabilidad política del manifiesto ante la Liga. Y si éste da semejante impresión de unidad es porque, precisamente, ha sido escrito sólo por Marx. Contiene ciertamente ideas concebidas en común por Marx y Engels, pero su pensamiento fundamental, como lo ha destacado el propio Engels, pertenece exclusivamente a Marx.

«La idea fundamental del Manifiesto, a saber: que la producción económica y la estructura social determinada fatalmente por ella, constituyen el fundamento de la historia política e intelectual de una época histórica dada; que, por consiguiente, toda la historia, desde la disgregación de la comunidad rural primitiva, ha sido la historia de la lucha de clases, es decir, de la lucha entre los explotados y los explotadores, entre las clases sometidas y las dominantes en las distintas etapas de la evolución social; que esta lucha ha llegado ahora a un grado en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede liberarse de la férula de la clase que lo oprime y explota (la burguesía) sin liberar al mismo tiempo y para siempre a toda la sociedad de la explotación, de la opresión y de la lucha de clases; esta idea fundamental, digo, pertenece única y exclusivamente a Marx.»

Me he detenido en este punto para que se sepa, como lo sabían la Liga de los Comunistas y Engels, que la elaboración del nuevo programa fué en gran parte obra de Marx y que a él se confió la redacción del Manifiesto. Poseemos una carta interesante que, además de probar mejor que nada lo que decimos, aclara las relaciones entre Marx y la organización esencialmente obrera, que tenía tendencia a considerar al «intelectual» únicamente como un hombre capaz de dar forma literaria a lo que piensa y quiere el obrero.

Para que se comprenda mejor esta carta, añadiré que de acuerdo con el estatuto el congreso había señalado Londres como lugar de residencia del comité central, elegido, a su vez por la organización de esa ciudad. La carta fué enviada el 26 de enero por el comité central al comité regional de Bruselas, a fin de que se la trasmitiera a Marx. Contiene la resolución adoptada el 24 de enero por el comité central: «El Comité central, por la presente, encarga al comité regional de Bruselas comunique al ciudadano Marx que si el manifiesto del partid comunista de cuya redacción se encargó en el último congreso no ha llegado a Londres antes del martes 1º de febrero del año en curso, se tomarán contra él las medidas consiguientes. En caso de que el ciudadano Marx no cumpliera su trabajo, el comité central pedirá la devolución inmediata de los documentos puestos a disposición de Marx.»En nombre y por mandato del comité central: Schapper, Bauer, Moll.» Por esta carta imperativa se ve que Marx, a fines de enero, no había cumplido aún la tarea que se le confiara a principios de diciembre. Es una característica de Marx: a pesar de todo su talento literario, no tenía facilidad para el trabajo. Elaboraba siempre largamente sus obras, sobre todo si se trataba de un documento importante. En este caso lo quería perfectamente redactado, de modo que pudiera resistir la acción del tiempo. Tenemos una página de uno de sus originales, que prueba cuánto cuidado ponía en cada frase.

El Comité central no tuvo que adoptar sanciones. Marx logró terminar su trabajo a principios de febrero. Es una fecha digna de ser recordada. El «Manifiesto» apareció en la segunda quincena del mismo mes, es decir, algunos días antes de la revolución de febrero, de manera que no pudo tener influencia alguna en la preparación de ese acontecimiento y como los primeros ejemplares no llegaron a Alemania sino en mayo-junio de 1848, se comprende que tampoco pudo tener gran influencia sobre la revolución alemana. En esa época sólo un reducido grupo de comunistas de Bruselas y Londres lo conocía y lo comprendía.

Permítaseme ahora que diga algunas palabras sobre el contenido del «Manifiesto». Es el programa de la Liga Internacional de los Comunistas, de cuya composición tenemos algunas referencias.

Comprendía a belgas y cartistas ingleses inclinados hacia el comunismo, pero sobre todo alemanes.

El Manifiesto debía considerar no un país cualquiera aisladamente, sino el mundo burgués en su conjunto, ante el cual por primera vez los comunistas declararían abiertamente sus propósitos.

El primer capítulo es una exposición brillante y precisa de la sociedad burguesa capitalista, de la lucha de clases que ha creado y que continúa desarrollándose sobre la base de esa sociedad.

Se ve allí cómo la burguesía se formó fatalmente en el seno del antiguo régimen feudal, cómo se transformaron gradualmente sus condiciones de existencia a consecuencia del cambio en las relaciones económicas, qué papel revolucionario tuvo en su lucha contra el feudalismo, a qué grado sorprendente llegó a desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad y cómo creó, por primera vez en la historia, la posibilidad de la emancipación material de la humanidad. Sigue luego una síntesis histórica del desenvolvimiento del proletariado. Se ve en ella que el proletariado se desarrolla según leyes fatales, de igual modo que la burguesía, cuyo desenvolvimiento sigue, paso a paso, como la sombra al cuerpo.

De un modo progresivo se constituye en clase especial, y explica el Manifiesto cómo y en qué forma se desarrolla su lucha contra la burguesía hasta el momento en que crea su propia organización de clase.

A continuación expone y refuta el Manifiesto todas las objeciones formuladas por los ideólogos burgueses contra el comunismo. No me detendré en esto, porque estoy persuadido de que todos han leído el Manifiesto.

Apoyándose en Engels, aunque en menor medida de lo que se creía, Marx expone en seguida la táctica de los comunistas con respecto a todos los otros partidos obreros. Y conviene destacar aquí una interesante particularidad. El Manifiesto dice que los comunistas no son un partido especial opuesto a los otros partidos obreros, sino que se distingue únicamente en que representan la vanguardia obrera, que tiene sobre el resto del proletariado la ventaja de comprender las condiciones, la marcha y las consecuencias generales del movimiento obrero.

Ahora que conocéis la verdadera historia de la Liga de los Comunistas, será más fácil comprender que la razón de esa manera de formular la tarea de los comunistas obedecía a la situación del movimiento obrero de la época, particularmente en Inglaterra, pues los varios cartistas que había en la Liga consintieron en ingresar a condición de conservar sus vínculos con el partido y sin otro compromiso que el de organizar una especie de núcleo comunista con el cartismo, para propagar allí el programa y los objetivos de los comunistas.

El Manifiesto analiza las innumerables corrientes que entonces luchaban por la supremacía entre los socialistas y los comunistas. Las critica con violencia y las rechaza categóricamente, exceptuando a los grandes utopistas Saint-Simón, Fourier y Owen, cuyas doctrinas, sobre todo las de los dos últimos, habrían sido hasta cierto punto aceptadas y refundidas por Marx y Engels. Pero aun adoptando sus críticas del régimen burgués, el Manifiesto opone al socialismo pacífico, al utópico y al que desdeñaba la lucha política, el programa revolucionario del nuevo comunismo crítico proletario.

En su conclusión el Manifiesto examina la táctica de los comunistas durante la revolución, particularmente respecto de los partidos burgueses. Para cada país, las reglas de esa táctica varían según las condiciones históricas. Donde la burguesía es la clase dominante, el ataque del proletariado se dirige completamente contra ella, mientras que donde todavía aspira al poder político, verbigracia Alemania, el partido Comunista la apoya en su lucha revolucionaria contra la monarquía y la nobleza, sin que jamás cese de inculcar a los obreros la conciencia nítida de la oposición de los intereses de clase de la burguesía y los del proletariado.

Como cuestión fundamental de todo el movimiento, los comunistas colocan siempre en el primer plano la de la propiedad privada.

En la próxima conferencia veremos cómo fueron aplicadas prácticamente estas reglas de táctica elaboradas por Marx y Engels en vísperas de la revolución de febrero-marzo 1848 y qué modificaciones les fueron introducidas por la experiencia de esa revolución.

El Manifiesto contiene todos los resultados del trabajo científico a que Marx y Engels – especialmente el primero- se habían dedicado de 1845 a 1847. Durante ese tiempo Engels había estudiado los materiales reunidos por él sobre la Situación de la clase obrera en Inglaterra; en tanto, Marx trabajaba sobre la historia de las doctrinas políticas y económicas. La concepción materialista de la historia que les dio la posibilidad de analizar con tanta justeza las relaciones materiales, las condiciones de la producción y de la distribución, por las cuales se determinan todas las relaciones sociales, había sido madurada por ellos en esos dos años, mientras luchaban contra las distintas doctrinas idealistas.

Antes del Manifiesto. Marx había expuesto la nueva doctrina en la forma más completa y brillante, polemizando contra Proudhon. Con todo, en su obra La sagrada familia mostraba todavía una gran estima por Proudhon. ¿Qué fue lo que provocó la ruptura entre los aliados de otrora? Proudhon, de origen obrero y autodidacta como Weitling pero más talentoso aún, fue uno de los publicistas franceses más eminentes. Tuvo en literatura una iniciación muy revolucionaria. En su obra ¿Qué es la propiedad?, aparecida en 1841, critica violentamente la propiedad burguesa y afirma con audacia que en definitiva es un robo. Pero luego se probará que condenando la propiedad, Proudhon tenía en vista sólo una de sus formas, la propiedad capitalista privada, basada en la explotación del pequeño productor por el gran capitalista. A la vez que reclamaba la supresión de la propiedad capitalista privada. Proudhon era adversario del comunismo, puesto que sólo en la conservación y consolidación de la propiedad privada del campesino o el artesano veía el medio de que éstos prosperaran, y la situación del obrero, según él, no podía mejorar por la lucha económica y las huelgas sino por la transformación del obrero en propietario.

Proudhon adoptó definitivamente ese punto de vista en 1845-46, época en que imaginó el plan mediante el cual decía se preservaría a los artesanos de la ruina y se haría de los obreros productores independientes. Ya he dicho qué hacía Engels en París en esos momentos. Su adversario principal en la discusión planteada alrededor de los distintos programas era Carlos Grün, representante del «verdadero socialismo». Grün estaba ligado a Proudhon, cuyas teorías divulgó entre los obreros alemanes residentes en París.

Antes de publicar Proudhon su nueva obra destinada a descubrir todos los «antagonismos económicos» de la sociedad contemporánea, explicar el origen de la miseria y dar la filosofía de ésta, había comunicado sus ideas a Grün, quien se apresuró a utilizarlas en su polémica contra los comunistas.

Engels comunicó entonces el plan, a través de las palabras de Grün, al comité de Bruselas:

«¿Y qué vemos en él? -escribe-. Ni más ni menos que los «almacenes de trabajo» conocidos desde hace mucho en Inglaterra, las asociaciones de artesanos de distintas profesiones, que ya muchas veces han fracasado, un gran depósito; todos los productos provistos a los miembros de las asociaciones son valuados según el costo de la materia prima y la suma de trabajo gastado en su confección, y se pagan con otros productos justipreciados según el mismo método. Los productos que sobran en la sociedad se venden en la plaza y el ingreso que rinden va en provecho de los productores. Así cree el astuto Proudhon poder suprimir la ganancia realizada por el intermediario comercial.»

En otra carta, Engels da nuevos detalles sobre el plan de Proudhon y se indigna porque fantasías como la de la transformación de los obreros en propietarios por la adquisición de talleres mediante el ahorro, atraen todavía a los trabajadores alemanes.

De ahí que aparecido el libro de Proudhon, Marx se puso a trabajar y contestó la Filosofía de la Miseria, con una obra intitulada Miseria de la Filosofía, en la que refuta una a una todas las ideas de Proudhon y opone a sus puntos de vista sus bases del comunismo crítico.

Por el brillo y la precisión del pensamiento, esta obra es una digna introducción al Manifiesto Comunista y nada pierde en la comparación con el último artículo de Marx contra Proudhon, escrito unos 30 años más tarde, en 1874, para los obreros italianos. Este artículo, titulado La indiferencia política (lo publiqué en ruso en 1931 en la revista Proviestvhenie…) en nada difiere de Miseria de la Filosofía, lo que demuestra que en 1847 el punto de vista de Marx estaba definitivamente elaborado.

Marx, insisto, ya lo había formulado en 1845, pero en forma menos clara. Necesitó dos años más de tenaz trabajo para escribir Miseria de la Filosofía.

Investigando las condiciones de la formación y el desarrollo del proletariado en la sociedad burguesa, se dedicó cada vez más al estudio de las leyes del régimen capitalista, que rigen la producción y la distribución. Examina las doctrinas de los economistas burgueses a la luz del método dialéctico y prueba que todas las categorías fundamentales, que todos los fenómenos de la sociedad burguesa: mercancía, valor, dinero, capital, son cosas pasajeras. En Miseria de la Filosofía intenta por primera vez establecer las principales fases del proceso de la producción capitalista.

Sin ser más que un esbozo, muestra ya a Marx en la verdadera senda, dueño del método más seguro que lo orienta, a manera de brújula, en el laberinto de la economía burguesa. Pero a la vez esa obra demuestra que no basta tener un método justo y que, lejos de limitarse a deducciones generales, es necesario estudiar minuciosamente el capitalismo para conocer todos los rodajes de un mecanismo tan complicado. Tenía aún Marx por delante un inmenso trabajo para transformar en monumental sistema ese bosquejo genial que es en sustancia Miseria de la Filosofía en lo que concierne al estudio de los principales problemas económicos.

Antes de que lograra tal posibilidad, que implicaba para él la imposibilidad de ocuparse del trabajo práctico, le tocó asistir a la revolución de 1848, predicha e impacientemente esperada por él y por Engels, para la cual se preparaban y habían elaborado las tesis fundamentales expuestas en el Manifiesto Comunista.

 

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