Por Ale Kur

El país arábigo obtuvo en las últimas semanas una fuerte atención mediática. La razón es la concreción de una especie de “golpe palaciego” por la cual el príncipe Mohamed Bin Salman (conocido por sus siglas MBS), de 32 años y heredero del rey, concentró en sus manos la casi totalidad del poder real. Esto no es poca cosa, en el marco de uno de las pocas monarquías absolutas que todavía restan en el mundo contemporáneo, en pleno siglo XXI.

El primer paso se había realizado en junio, cuando el monarca saudí (Salman bin Abdulaziz) decidió quitar de la línea sucesoria a su sobrino Bin Nayef y poner en su lugar a su propio hijo MBS (que ya ocupaba desde 2015 la importante posición de ministro de Defensa del reino). A partir de allí, el príncipe heredero concentró cada vez más funciones y competencias en sus manos. Luego realizó el segundo gran golpe de mano, hace pocas semanas atrás. Bajo el pretexto de una “campaña anti-corrupción”, MBS sometió a arresto (en un hotel de lujo, eso sí) a buena parte de los principales referentes de la nobleza-burguesía saudita: once príncipes de la familia real y casi 200 grandes empresarios (muchos de los cuales tienen también grandes inversiones en empresas occidentales como Apple, Twitter, Citigroup, Fox, Warner, etc.). De esta manera, MBS barrió de un plumazo a casi todos sus posibles competidores y/o adversarios.

Por otra parte, la corrupción se trata de un problema generalizado, endémico y obsceno en el régimen saudí: la cercanía al poder significa hacerse rápidamente multimillonario y vivir una vida de ostentación y grandes lujos. Al atacarlo teatralmente, el príncipe aparece como dispuesto a “limpiar” a fondo el régimen (lo que se trata claramente de una farsa), relegitimando la monarquía ante la sociedad saudita y elevando su propia popularidad como figura política[1]. Estos elementos se ven con claridad, por ejemplo, en el portal del canal saudí oficialista Al Arabiya, que califica esta campaña como el comienzo de “una nueva era de justicia social”.

El perfil “agresivamente reformista” de MBS es una de sus características más destacadas. Por ejemplo, el príncipe publicita ampliamente su plan denominado “Visión 2030”, que plantea una supuesta “diversificación económica” para reducir la dependencia del petróleo (hoy por lejos la principal fuente de ingresos del país, que es el principal exportador de crudo del mundo). El precio del petróleo estuvo en caída en los últimos años, dañando seriamente las arcas del Estado y amenazando la estabilidad de la monarquía saudita. Esto implica un gran peligro en términos estratégicos para un régimen muy cuestionado y con fuertes competidores regionales, por lo cual un cierto “cambio de frente” en la economía es en última instancia una cuestión de supervivencia. En función de su plan “diversificador”, MBS sostiene la intención de estimular el turismo y las inversiones. Parte de aquello es su objetivo de construir nuevas mega-ciudades “aptas para occidentales”, que respondan a los estándares del mundo moderno y globalizado (tanto para consumo extranjero como de la propia juventud burguesa saudita, que poco quiere saber con las viejas tradiciones).

Por otra parte, MBS se plantea como defensor de un islam supuestamente “moderado”, lo que aparece como “subversivo” frente al carácter históricamente ultraconservador de la monarquía saudí (ligada desde sus orígenes al clero wahabita[2]). Arabia Saudita es uno de los Estados más retrógrados del mundo: hasta hace poco tiempo atrás, la policía religiosa imponía en las calles el cumplimiento de las normas de “moralidad” del régimen. Las mujeres se encuentran sometidas a un estado de opresión brutal y la homosexualidad recibe pena de muerte. Los opositores son sistemáticamente ejecutados, sea el caso de activistas políticos, de líderes religiosos, de artistas o de intelectuales. Se aplican cotidianamente castigos medievales como los latigazos. Y por si todo esto fuera poco, el Estado financia la difusión de esta misma ideología wahabita en el resto del mundo. Los grandes millonarios saudíes (así como los propios servicios secretos del Estado) también financian grupos jihadistas de todo tipo[3] (como los que combaten en Siria) y en algunos casos inclusive a ISIS (el Estado Islámico).

Todas estas cuestiones dejan muy mal parado al reino saudita ante la opinión pública internacional, y sobre todo frente a sus aliados occidentales (que apoyan a Arabia Saudita al mismo tiempo que proclaman la “guerra contra el terrorismo”). Por esta razón, el lavado de cara que MBS intenta llevar adelante tiene por objetivo mostrarle al mundo un rostro más “digerible”. Este es el sentido, por ejemplo, de la reforma por la cual el reino le otorgó (finalmente) a las mujeres el derecho a conducir.

Sin embargo, hasta aquí llega el carácter “reformista” de MBS. En lo más esencial del régimen político, su carácter de monarquía absoluta y extremadamente represiva, no dio la más mínima señal de intentar mover ni un ápice de las cosas. Sólo apunta a darle una cara “moderna” a este régimen. Por otra parte, MBS es un “halcón” en uno de los aspectos más importantes de la política saudita: su orientación para la región. Aquí el príncipe heredero no sólo mantuvo la misma línea guerrerista que sus predecesores, sino que la profundizó. Llevó adelante la brutal guerra contra Yemen (una masacre contra la población civil que dio lugar a una de las mayores crisis humanitarias de la actualidad), intervino en la guerra civil siria, impulsó el bloqueo a Qatar, presionó al presidente del Líbano para que renuncie, amenazó a Irán con ir a la guerra, etc.

Posiblemente por esto mismo, MBS obtuvo un apoyo casi completo e incondicional por parte de Donald Trump (que lo felicitó por sus medidas), así como de otros grandes líderes mundiales. Lo ven como un líder decidido y enérgico que puede llevar adelante los intereses occidentales mostrando a la vez un rostro más potable del régimen. Pero por sobre todas las cosas, lo ven como un aliado firme contra un enemigo común: el régimen iraní (y todas sus ramificaciones, como la milicia libanesa Hezbollah), que posee una actitud desafiante contra Israel y contra los propios EEUU. MBS es tan profundamente anti-iraní que hasta está dispuesto a profundizar la alianza con Israel para combatirlo (algo que era hasta ahora muy mal visto en el mundo árabe).

Por eso el ascenso de MBS plantea un enorme peligro para Medio Oriente: el riesgo de una guerra regional a gran escala, que tendría efectos devastadores y provocaría millones de muertos y desplazados. Esta perspectiva es más cercana que nunca debido a la presencia de Donald Trump en la Casa Blanca, que viene agitando desde su campaña electoral con un “endurecimiento” contra Irán (empezando por la revocación del “pacto nuclear” que había firmado Obama). Además, la administración de Trump tiene fuertes lazos con la ultraderecha israelí, que está todavía más dispuesta a una aventura de este tipo que el propio “establishment” sionista. Por estas razones, es fundamental derrotar toda perspectiva guerrerista con la más amplia movilización de los pueblos de Medio Oriente y de todo el globo.

[1] Analistas señalan las similitudes entre la campaña “anti-corrupción” de MBS y la del presidente chino Xi Jinping, que también incluyó gran cantidad de arrestos de alto nivel y consolidación de su propia posición en el sistema político.

[2] El wahabismo es una variante fundamentalista del islam sunnita, nacida en Arabia hace siglos atrás, pero que se desarrolló fundamentalmente a partir del vínculo con la familia Al Saud.

[3] Nunca está demás recordar que el multimillonario saudita Osama Bin Laden (hijo de un gran empresario contratista del reino) salió de los “muyahidines” que la CIA contribuyó a reclutar, entrenar y financiar para que combatieran contra la URSS en Afganistán.  Así, el apoyo de EEUU a la nefasta monarquía saudí tuvo como consecuencia indeseada la creación de Al Qaeda, de los propios atentados del 11 de septiembre y de muchísimos más.

 

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