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Por Roberto Sáenz
Introducción
El centenario de la Revolución Rusa sorprende al mundo en una coyuntura adversa. Si a esto se le suma que en el país sede de la mayor revolución histórica, Rusia, los desarrollos siguen estando bajo un cuadrante reaccionario desde hace décadas, es evidente que la conmemoración no logrará alcanzará auditorios masivos.
Más de conjunto, pesa la salida de escena de la revolución social, circunstancia que se vive hace varias décadas. Se trata de un período restauracionista que muchos identifican con el bajón persistente de la lucha de clases ocurrido luego del apogeo de la Revolución Francesa (1789/1794[1]).
Incluso existe un contraste con lo vivido en el 200° aniversario de dicha revolución. Un aniversario que, si bien ya estaba caracterizado por el curso conservador de los asuntos (la caída del Muro de Berlín comenzaba a dominar los desarrollos), desató un debate político e historiográfico de amplitud, algo que no se observa en este centenario[2].
Esto no quiere decir que el 100° aniversario de la Revolución Rusa no esté desatando intercambios, sobre todo en el seno de la izquierda. Es apasionante la saga de elaboraciones, ensayos, reediciones y artículos que han venido apareciendo en los más diversos portales a lo largo del año; esto sobre todo por cuenta de las organizaciones de la izquierda revolucionaria, como así también por parte de historiadores militantes especializados en la Revolución Rusa[3].
Acercándonos específicamente al centenario de la Revolución de Octubre se aprecia, sin embargo, el incremento de eventos en diversos países; eventos que dejarán mucha tela para cortar en materia de reflexión.
Parte de estos esfuerzos es que nuestro partido haya declarado noviembre como su “mes de la Revolución Rusa”, poniendo en marcha distintos tipos de actividades, así como preparándonos para la 2ª Jornada del Pensamiento Socialista en homenaje al 100° aniversario.
A propósito del debate suscitado, queremos hacer cuatro intervenciones por escrito. Una primera vinculada a la experiencia misma de la Revolución Rusa en 1917. Posteriormente, abordar elementos para un balance de la experiencia bolchevique en el poder. En tercer lugar, una reflexión a partir de las enseñanzas dejadas para la teoría de la revolución permanente el proceso de burocratización de la revolución. Y finalmente, el impacto internacional y vigencia de la Revolución Rusa en nuestros días.
De este plan de trabajo acabamos de publicar un folleto de nuestra autoría titulado La revolución permanente hoy. A cien años de la Revolución Rusa, referido al problema de la revolución permanente en nuestros días. La primera nota respecto de la experiencia misma de 1917 y la nota final acerca del impacto internacional y vigencia de la Revolución Rusa serán publicadas más adelante.
A continuación, nos dedicaremos entonces a presentar en dos partes una reflexión acerca de la experiencia del bolchevismo en el poder.
La Revolución Rusa permanece hasta nuestros días como la revolución más profunda en la historia de la humanidad. Ninguna revolución anterior ni tampoco posterior tuvo semejantes alcances. Revolución social por antonomasia, llevó a una clase explotada al poder como no había ocurrido con ninguna revolución anterior (donde las masas no peleaban todavía realmente en su propio beneficio[4]).
Como necesaria consecuencia de esto la Revolución Rusa echó al traste con todo el aparato de Estado anterior; lejos de reforzar el poder burgués (Marx) se puso a construir un nuevo Estado: un semiestado proletario basado en el poder de los soviets.
Que esto no eran palabras se pudo apreciar en la energía inusitada desplegada por las masas de obreros, soldados y campesinos puestos en acción. Por el rumor de la calle –del cual daba cuenta Natalia Sedova en su biografía sobre Trotsky-, que no paraba ni en horas de la noche. Por los impulsos emancipadores de las mujeres y los niños. Por la explosión de creatividad artística sin igual.
El calendario político de la revolución es ampliamente conocido. Y hablamos de la revolución como un evento único, que abarca los acontecimientos ocurridos desde febrero a octubre de 1917 y más allá hasta el fallecimiento del Lenin en 1924, conteniendo dentro de él la dramática guerra civil abierta casi inmediatamente después que los bolcheviques tomaran el poder.
Luego, sí, se abriría otro evento, de una naturaleza inversa: la contrarrevolución burocrática, que marcó un corte abrupto con la dinámica revolucionaria; que dio lugar a otro fenómeno político y social: la liquidación del Estado en tanto Estado obrero, su transformación en Estado burocrático con restos de las conquistas de la revolución.
Durante 1917 la vida política bullía de vida. Era el momento del ascenso de las masas populares, de los métodos de la lucha de clases directa, de las movilizaciones de masas, de los debates en los soviets, de los comités de fábricas, los sindicatos, el armamento del proletariado, también la participación en distintas elecciones parlamentarias.
La actitud frente al Gobierno provisional del príncipe Lvov y luego encabezado por Kerensky, el giro estratégico impuesto por Lenin al Partido Bolchevique con sus famosas Tesis de Abril (un giro planteando el paso directo a la revolución socialista), las Jornadas de Junio, de Julio, la derrota del golpe contrarrevolucionario de Kornilov a finales de agosto, la mayoría bolchevique en los soviets de Petrogrado y Moscú, la retirada bolchevique del Pre-parlamento tramposo (septiembre), el ultimátum de Lenin al CC del partido para que enderece su actividad hacia la toma del poder (comienzos de octubre), la formación del Comité Militar Revolucionario petrogradense, la reunión del Segundo Soviet de toda Rusia en Petrogrado los días del 25 y 26 de octubre (todas fechas según el viejo calendario juliano), el anuncio de los primeros decretos del gobierno soviético y la conformación del gobierno encabezado por Lenin, son parte de los jalones de este año revolucionario extraordinario que, como señalaría John Reed, “conmovió el mundo” de pies a cabeza haciendo del siglo XX “el siglo de la revolución” (Josep Fontana).
Además de protagonizarla Trotsky escribiría una de sus más grandes obras sobre 1917: La historia de la Revolución Rusa, cuyo segundo tomo se debe estudiar como un verdadero “manual” de política revolucionaria: cómo la política revolucionaria se configura, en última instancia, como un verdadero diálogo entre las masas y el partido revolucionario, partido que debe saber escuchar y generalizar las aspiraciones más profundas de los explotados.
Porque, precisamente, el año de la revolución, la revolución misma, es el evento por antonomasia del protagonismo de las masas, de su ingreso en la lisa de la historia. Unas masas que, con su intervención, fijan un nuevo punto de referencia para los desarrollos.
A la revolución le sucedería la guerra civil, que tiene otras leyes. Si, en definitiva, la guerra (¡y también las guerra de clases, civil!) no es más que la continuidad de la política bajo otras formas, formas violentas (Clausewitz; Lenin); si la guerra civil estuvo pautada por la conciencia obrera y campesina de que estaban defendiendo sus intereses, los “instrumentos” de la guerra no son exactamente iguales a los de la política.
La revolución entraña el máximo despliegue de la iniciativa de las masas; se basa en la experiencia de las mismas, en su toma de conciencia. Y si tiene momentos de enfrentamientos físicos en todo caso esos enfrentamientos no desplazan el elemento principalmente político que rige los desarrollos.
En la guerra (civil) las cosas se modifican en más de un sentido. Los bolcheviques se vieron obligados a fundar el Ejército Rojo porque en un punto las cosas son irreductibles: hacía falta oponer una “máquina militar” a la máquina militar de la contrarrevolución; hacía falta aprender el arte de la guerra, las leyes que son propias a la misma.
Aunque la guerra civil se mantuvo pautada por la profunda conciencia de las masas explotadas, aunque la importancia de la propaganda política fuera central en la misma, de todas maneras extremó los elementos de centralización: la disciplina en la acción, la necesidad de acatar órdenes sin discutirlas, incluso obligó a postergar las tareas constructivas en materia económica poniendo en pie un régimen espartano de comunismo de guerra cuyo único propósito era abastecer al frente.
Muchos bolcheviques se confundieron por la circunstancia. Las requisiciones directas de granos, la desaparición del dinero, las raciones alimenticias en especie parecieron dar crédito a un pasaje “directo” al comunismo. Un “comunismo” de la frugalidad que, como señalara Marx en La Ideología Alemana, sólo podía significar, en definitiva, el retorno al viejo caos: la guerra de todos contra todos, la socialización de la indigencia[5].
La guerra civil fue ganada pero la economía soviética quedó en bancarrota. Lenin y Trotsky sólo se dieron cuenta tardíamente (¡y bajo la presión de los acontecimientos!) de que algo no iba bien.
Trotsky propuso medidas similares a la NEP a comienzos de 1920 (adoptada un año después). Como tales medidas fueron desechadas imaginó como solución una profundización de los métodos militares en el ámbito económico: la militarización del trabajo[6]…
Si Trotsky refleja el malestar campesino cuando propuso sus medidas similares a la NEP (téngase en cuenta que recorría Rusia de arriba abajo en su campaña militar), Lenin expresaba el malestar de la clase obrera cuando se opuso férreamente a que los sindicatos se transformaran en meras “escuelas de la producción”: dependencias del Estado para aumentar la productividad del trabajo (como también propuso Trotsky en su fatídico 1920). Debían restar como organismos de defensa de los trabajadores frente a su propio Estado: un Estado que no era simplemente “obrero” sino que iba plagándose de crecientes deformaciones burocráticas[7].
Bajo la presión del levantamiento de Kronstadt (comienzos de marzo de 1921) se dio paso finalmente a la NEP, estableciéndose un impuesto en especie a los campesinos y autorizándolos a comercializar libremente el resto de su producción. Muy rápidamente la liberalización del mercado permitió el renacimiento económico (tanto rural como urbano), al punto tal que para 1924 la economía había alcanzado y eventualmente superado los niveles previos a la guerra mundial.
En el medio, sin embargo, la burocracia comandada por Stalin avanzaba a pasos agigantados para enseñorearse del partido y del aparato estatal. La izquierda partidaria, muerto Lenin a comienzos de ese mismo año, iniciaba una dura lucha defensiva y Nicolai Bujarin, luego de dudar mucho tiempo, terminaba decantándose hacia la derecha.
Comenzaba otra historia: no la de la revolución sino de la contrarrevolución burocrática, marcada por un retraimiento profundo de la clase obrera, el vaciamiento de la actividad política de las masas, el reemplazo definitivo del principio electivo por las nominaciones desde arriba (un elemento que había coadyuvado también a la degeneración de los jacobinos según Christian Rakovsky).
En la transición de la revolución a la contrarrevolución, la guerra civil, saldada exitosamente por los bolcheviques, había dejado lamentablemente su marca indeleble en materia de las prácticas burocráticas de gestión del poder. El factor principal, de todas maneras, había sido el fracaso de la revolución en Occidente; el aislamiento de una Revolución Rusa que había debido cargar con los gastos sumados de la participación en la Primera Guerra Mundial adicionándoseles los de la guerra civil y la hambruna agraria de comienzos de los años 20 (¡una cuenta que suma varios millones de personas!).
Esas circunstancias marcaron el contexto de la experiencia del bolchevismo en el poder. Experiencia de la cual debemos obtener enseñanzas críticas escapando de la doble tentación de la justificación dogmática de todo lo actuado, así como la simple crítica democratista que aparece hoy en muchos autores.
Desde ya que dicha experiencia, la primera de un gobierno de la clase obrera comandada por los socialistas revolucionarios (si dejamos aparte a la Comuna de París), debe ser revisada críticamente.
Rosa Luxemburgo señalaba agudamente que sería “una loca idea” pretender que una experiencia desarrollada en las más difíciles condiciones que se pudieran imaginar fuera algo así como “el pináculo de la perfección”: era inevitable que estuviera plagada de problemas.
Es que se dio la paradoja que los “años de oro” del poder bolchevique (luego se abriría otra historia, como señalamos arriba), se vieron sometidos a la distorsión de una guerra civil dramática que puso en jaque la existencia de la revolución. Por más de cuatro años la guerra civil se enseñoreó sobre vastas porciones de la novel dictadura proletaria.
Cometeríamos entonces un error si evaluáramos la “calidad democrática” del gobierno bolchevique haciendo abstracción de dicho evento. La complejidad está en que, de todas maneras, se debe pasar un balance: apreciar cuáles fueron los errores que facilitaron la emergencia del monstruo burocrático.
Un punto del cual partir es entender que la fórmula de la dictadura proletaria encierra una ecuación algebraica[8]: posee variables independientes en la medida que debe configurarse tanto como una “democracia de nuevo tipo” (para los explotados y oprimidos), así como una dictadura de nuevo tipo (sobre los explotadores y el imperialismo) (Lenin).
Una fórmula algebraica a resolver en cada caso histórico concreto, razón por la cual la evaluación del poder bolchevique no puede ser un ejercicio simplista. Debe evitarse una apreciación que justifique todo lo actuado (dando una idea autoritaria de la dictadura proletaria); como también un ángulo democratista que pierda de vista las duras condiciones de la guerra civil.
Se requiere de una apreciación circunstanciada para entender que lo que se procesó en esos primeros años de gobierno bolchevique fue una lucha a muerte por la supervivencia de la revolución, esto en un escenario donde ante la derrota de la revolución en Occidente, y en las condiciones de una dramática guerra civil, se potenciaron, repetimos, las tendencias a la burocratización[9].
Nos preocupan dos cuestiones. Una, cuidarnos como la peste de trasmitir a las nuevas generaciones una idea adocenada que pierda de vista que, en definitiva, la violencia es la partera de la histórica (Engels). Dos, escapar del relato que los bolcheviques habrían hecho “todo bien”, una afirmación que dejaría sin lecciones críticas a las revoluciones socialistas del porvenir.
El primer nudo temático a abordar tiene que ver con la conformación del gobierno encabezado por Lenin. Existe incluso un debate previo vinculado a quién debía tomar el poder. Lenin insistía que el partido tomase el poder; Trotsky afirmaba que, tácticamente, convenía que el Segundo Soviet de toda Rusia fuese el que apareciese realizando esta tarea.
Trotsky insiste en la naturaleza táctica de la cuestión, agregando que tuvo razón al plantearla de esa manera (La historia de la Revolución Rusa). Entendemos la urgencia (y desesperación) de Lenin por romper la inercia partidaria; porque la clase obrera aprovechase el espontáneo levantamiento campesino para hacerse de todo el poder.
Michelaux y Sabado (“Nuestra Revolución Rusa”), sin embargo, ven en esto una cuestión “principista” en el sentido que, según ellos, en Lenin se podía apreciar aquí un elemento “sustituista” contradictorio con el Elam casi libertario del El Estado y la revolución (brillante obra inconclusa escrita por el gran revolucionario ruso en agosto de ese mismo año).
No coincidimos. Opinamos que su abordaje peca de una simplificación democratista de las complejas relaciones entre organismos de poder y partidos. Los soviets eran frentes únicos de tendencias de los trabajadores (en realidad, de los obreros y soldados; posteriormente se erigieron también soviets campesinos).
Como tales eran y debían sostenerse como los organismos de poder: instituciones basales del nuevo Estado proletario. Sin embargo, en su interior los soviets estaban marcados por una rica vida política: una dura lucha de tendencias por la dirección.
Si los soviets eran la nueva institución de poder, son los partidos revolucionarios que actúan en su seno los que dan la pelea porque se enderecen hacia la toma del poder, cosa que no había ocurrido hasta ese momento porque los socialistas revolucionarios y los mencheviques tenían por orientación el gobierno de coalición con la burguesía, subordinarlos al poder burgués.
Los bolcheviques fueron los que pelearon porque los soviets asumieran el poder, una tarea madurada por el conjunto de las circunstancias. Pero los soviets no pueden desembarazarse de cierta mecánica “parlamentaria”; de ahí la necesidad que el partido asumiese el “lado práctico” de la cosa.
Esto no coloca ningún problema de “sustitución” sino la simple complejidad de las relaciones entre masas y vanguardia: la división de tareas entre estos términos. El partido no hubiese podido tomar a su cargo resolver esta tarea si la misma no estaba madura; si quedaba alguna duda que el soviet iría a ratificar lo actuado por los bolcheviques.
El proceder de Lenin fue el correcto, incluso si tácticamente se esperó a la fecha del Segundo Soviet de toda Rusia para desencadenar la insurrección; una insurrección organizada prácticamente por el Comité Militar Revolucionario integrado por bolcheviques, socialistas revolucionarios de izquierda y anarquistas.
No hubo sustitución. El partido tomó a su cargo las tareas que hacían honor a su propio carácter de organización revolucionaria no sin vencer la fuerte resistencia de Zinoviev y Kamenev (amén de Gorki y otros personajes de prestigio), expresión en la dirección bolchevique de las inercias y temores que plantea siempre el asalto al poder.
Conformado el nuevo gobierno bolchevique, uno de los primeros debates que se suscitaron tuvo que ver con la propuesta del gremio ferroviario (el Vijtel) influenciado por los mencheviques, para el establecimiento de un “gobierno de coalición” entre todas las corrientes socialistas (revolucionarios y conciliadores de manera indistinta).
Revisando la historiografía sobre la mecánica del funcionamiento soviético (“From February to October” de Lars T. Lihn), recordemos que entre congreso y congreso se constituía un Comité Ejecutivo que hacía la suerte de “Comité Central” de los soviets. El gobierno de los Comisarios del Pueblo se constituyó así como emanación de dicho Comité Ejecutivo. Apoyándose en esta realidad es que los ferroviarios plantearon la idea de “un gobierno de todas las tendencias socialistas” como algo que debía responder “naturalmente” a la representación de todas las tendencias de los soviets en el nuevo gobierno.
Lenin y Trotsky estuvieron en contra de favorecer un “gobierno socialista unificado” de este tipo. Y se entiende: la mayoría de las corrientes socialistas conciliadoras (SR y mencheviques), que acababan de formar parte del gobierno provisional presidido por Kerensky, se colocaron abiertamente en contra de que todo el poder pasase a los soviets.
Existió sin embargo un ala oportunista de los bolcheviques encabezada por Kamenev (y otros bolcheviques conciliadores), que demandó un gobierno “unificado” con las corrientes socialistas bajo la excusa de que los bolcheviques “no quedaran aislados” (el mismo argumento por el cual junto con Zinoviev se había colocado contra la toma del poder en octubre).
SR y mencheviques mayoritarios exigían que Lenin y Trotsky estuvieran “excluidos del gobierno”: una provocación inaceptable. Aun así Kamenev, cediendo a la presión de las circunstancias, se declaró dispuesto a discutir. Trotsky tomó el guante y propuso que el gobierno estuviera conformado en un 75% por comisarios bolcheviques, a lo que los socialistas conciliadores se negaron.
Su terror al aislamiento era tan grande que perdieron de vista que el acompañamiento que necesitaba el nuevo gobierno no era el de las “cáscaras vacías” en que se iban transformando los partidos oportunistas, sino el apoyo de las masas en el terreno; apoyo que beneficiaba a los bolcheviques en los centros urbanos aunque era más débil en el campo.
Un gobierno de coalición junto a los SR de izquierda terminó constituyéndose por unos meses. La escisión izquierdista de los SR estuvo dispuesta a acompañar a los bolcheviques en la toma del poder (también hicieron lo propio los anarquistas)[10], dándose lugar a su ingreso al gobierno. Sin embargo, su comportamiento irresponsable y errático los llevó a salirse del mismo cuando la firma del Tratado de Brest Litovsk y terminaron atentando contra la vida del embajador alemán en Moscú y contra los dirigentes bolcheviques, incluyendo a Lenin[11].
Los mencheviques internacionalistas permanecieron fuera del nuevo gobierno. Pero esto ocurrió por exclusiva responsabilidad de Martov, que apostó por una orientación de “oposición leal” al nuevo gobierno (Alvin Wartel)[12]. Mandel afirma lo mismo: “En rigor, “un gobierno de coalición bolchevique, SR de izquierda y mencheviques de izquierda (…) hubiera sido posible. Los bolcheviques no se oponían a esta solución (…) Pero desde el primer momento fue el grupo Martov el que se negó a comprometerse por esa vía” (“1917: ¿Golpe de Estado o revolución social?”).
En igual sentido Lars T. Lih cuenta cómo Martov y su grupo consideraron que un gobierno de coalición revolucionario con los bolcheviques sería un “sueño irreal”. Por eso suena tan ilusoria la crítica de Michaloux y Sabado a los bolcheviques cuando le endilgan a Lenin la afirmación: “Ahora que el poder ha sido conquistado, conservado, consolidado entre las manos de un solo partido, no toca compartirlo” (abril 1918). Esta sería una prueba de los déficits democráticos del gobierno bolchevique.
Nos parece que nuestros autores han ido a buscar dichos déficits en el lugar equivocado. La toma del poder por parte de los soviets fue el acontecimiento central de la Revolución de Octubre: una batalla que sólo los bolcheviques asumieron (ya señalamos que acompañados por SR de izquierda y anarquistas). ¿Cómo se les podía exigir que compartieran el gobierno con las corrientes conciliadoras que se oponían al nuevo poder proletario? Y, para colmo, en las condiciones donde ya estaba desatándose la guerra civil (J. J. Marie, 2005).
Una cuestión a problematizar es el vaciamiento de los soviets que sobrevino posteriormente. Pero criticar a los bolcheviques por no haber compartido el gobierno con los socialistas conciliadores, no tiene pies ni cabeza. Tengamos presente que las exigencias de los conciliadores eran una burda maniobra para anular lo que los bolcheviques habían conquistado libremente en la lucha política: el derecho a presidir la primera dictadura proletaria de la historia.
Los bolcheviques tuvieron déficits durante su gestión. Pero el “hilo rojo” de su actuación debe problematizarse alrededor de la compleja combinación entre dictadura proletaria y democracia socialista planteada por la guerra civil. No hacerlo así daría lugar a una teorización democratista, que bajo la premisa justa de subrayar la importancia vital de la democracia socialista, terminara trasmitiendo una concepción ingenua de la lucha de clases (perdiendo el terreno real en el cual los acontecimientos se desarrollaron).
Si recogemos la apreciación de Mandel de que en 1920 los obreros consideraban a los mencheviques como un partido soviético (cuestión también válida para los anarquistas), esto remite al problema del pluripartidismo soviético, a la pluralidad de la representación política dentro de las instituciones obreras y populares, no al monopolio del poder como tal. Hay que ser cándido para no darse cuenta que el gobierno es algo difícil de compartir: si hay varias sedes del poder no hay poder alguno. Y esto por no hablar de cómo se extreman las cosas en una guerra civil, aspecto que abordaremos más abajo.
En realidad, el problema remite a la dialéctica entre organismos de poder y partidos, problemática inevitable en la medida que no existen organismos de poder sin ellos (como reclamaban erróneamente los anarquistas). Se trata de un problema vinculado con el vaciamiento de los soviets, pero que es de una índole distinta al del gobierno: se gobierna con quien hay acuerdo programático. El gobierno no puede implicar una proporcionalidad per se independientemente de las posiciones que se defienden (¡algo que tampoco ocurre en cualquier gobierno burgués de base parlamentaria!).
Repetimos. Una cosa es defender el pluripartidismo en el seno de las instituciones soviéticas (necesidad que quedó marcada a fuego por la experiencia histórica). Otra, plantear que los bolcheviques deberían haber compartido el gobierno: “había que encontrar los medios y las mediaciones para que [las demás fuerzas ‘socialistas’, R.S.] pudieran encontrar su lugar en el seno del poder soviético” (“Nuestra Revolución Rusa”, ídem).
Esto no quiere decir que la norma deba ser el gobierno de un solo partido. Mucho menos la nefasta idea del “partido único” o proscribir a la oposición en los soviets como erróneamente terminó ocurriendo en 1921. Porque sin diversidad de tendencias políticas, sin lucha de tendencias en las instituciones de la clase trabajadora, no puede haber democracia socialista.
Otro clásico es criticar a los bolcheviques por la disolución de la Asamblea Constituyente, una reivindicación democrática que venía de la Revolución de Febrero y que el Gobierno provisional se había negado a concretar.
La elección de los congresistas se hizo por voto universal inmediatamente después de la toma del poder por los bolcheviques con la dificultad, entre otras, que los SR de izquierda habían formado un nuevo partido y, sin embargo, la mayoría de derecha se quedó con el monopolio de una representación electa antes de la división.
La Constituyente fue convocada para reunirse el 5 de enero de 1918 expresando una mayoría eserista y un importante bloque bolchevique, pero aun así minoritario. Los bolcheviques la disolvieron fácilmente el mismo día que se reunió la Asamblea al negarse ésta a votar en favor de los decretos tomados por el II Soviet de toda Rusia (¡los decretos que dieron lugar a la dictadura proletaria!).
Para todos los actores era evidente que la Asamblea Constituyente colocaba una competencia de legitimidades. Lo cierto es que el poder real estaba en manos de los soviets y los bolcheviques: en manos de la revolución proletaria. De ahí que éstos procedieran a disolver la Asamblea como institución que no representaba la maduración a la que habían llegado los asuntos (una institución representativa del régimen burgués superada por el carácter socialista de la revolución).
Nadie se mosqueó por la circunstancia. La Constituyente disuelta sólo sirvió como talismán para los intentos de legitimación “democrática” de la contrarrevolución Blanca y de toda laya de socialistas conciliadores.
Sin embargo, eso no quiere decir que en todas las circunstancias se deban rechazar los mecanismos del voto universal; que en otro escenario no pueda convivir una organización de este tipo, subordinada a un poder de tipo soviético (cuestión que debe ser apreciada en cada caso concreto según las necesidades de la revolución).
En estas coordenadas quedó planteando el debate en torno a la Asamblea Constituyente, una cuestión retomada por Rosa Luxemburgo en su folleto La Revolución Rusa, donde criticaba a los bolcheviques que no hubiesen convocado a nuevas elecciones a Constituyente de forma inmediata: “Si la Asamblea Constituyente ya estaba elegida mucho antes del punto crítico (…) la conclusión evidente era liquidar esa asamblea caduca, no nata, y convocar sin tardanza a nuevas elecciones para la Constituyente”.
Michaloux y Sabado retoman el argumento de Luxemburgo. Para ellos hubiese sido positivo que los bolcheviques convocaran a una Asamblea Constituyente en todo caso, a la salida de la guerra civil: “Todo ocurre como si a partir de entonces [los bolcheviques] juzgaran, tras la insurrección victoriosa y la toma del poder, como superflua toda manifestación electoral general distinta de la renovación periódica de la representación en los distintos soviets. En cierto modo, esta Constituyente se reveló finalmente como caduca desde su formación, pero el proceso que la defendió y defendió la Revolución durante largos meses, proceso de una vibrante aspiración democrática, hacía necesaria una respuesta institucional paralela a la representación soviética y no contra ella” (“Nuestra Revolución Rusa”).
El argumento no parece convincente. Todo el problema pasa por la complejidad que entraña el último renglón de nuestros autores: que una eventual nueva Constituyente fuese paralela y no competitiva con los soviets y el gobierno bolchevique.
Ocurre que desde el vamos la Constituyente planteaba una competencia de formas de representación que tenía que ver con la existencia de dos formas de poder colocadas de manera antagónica: el poder obrero versus el burgués. Dos legitimidades que aludían a los mecanismos de representación en competencia de la revolución y la contrarrevolución: “Más y más, la Asamblea Constituyente se transformó en el centro de los intentos de golpe blando; esto es, para inducir al poder soviético a salir de la escena de manera amigable” (“From February to October”, Lars T. Lih).
Sobre esta circunstancia hemos escrito en otras oportunidades. Remite a la apelación al sufragio universal en países heterogéneos socialmente. No olvidemos que la Rusia soviética estaba constituida por una serie de “islas urbanas/obreras” en medio de un océano campesino. Por medio de la Constituyente se colocaba el peligro de que en vez que el proletariado arrastrara al campesinado, como en los soviets, la ecuación se invirtiese: que el campesinado arrastrara a los obreros: que la “revolución burguesa” liquidara la proletaria.
Esta era la perspectiva defendida por Martov, que pensaba que los soviets debían devolverle la soberanía a la Constituyente para que luego ésta se la devolviera, nuevamente, a los soviets. Pero en este esquema, en definitiva, la soberanía última residía en las formas de la democracia burguesa y no en las de la democracia proletaria, lo que no era una simple formalidad: “Para Martov (…) la Asamblea Constituyente, a ser elegida sobre la base del sufragio universal (…) era la realización de un ‘mito’ tradicional revolucionario que guardaba en su seno la esperanza de una transformación democrática de la vida política y social rusa (…) De esta guisa (…) los latiguillos y exigencias ‘democráticos’ [son concebidos] (…) mediante el traslado del poder de los soviets a la Asamblea Constituyente y de ahí, una vez más, de vuelta al poder de los soviets, con la sanción de la Asamblea Constituyente” (Wartel).
Pero de esta manera, como se ve, la soberanía última salía de los soviets y quedaba en la Constituyente: una institución de poder burguesa. Ocurre que, por lo demás, el sufragio universal tiende a disolver los sectores más activos entre los pasivos. Puede ser que sirva como punto de apoyo complementario para lograr una representación ampliada a la de los organismos de poder de la clase trabajadora (no hay nada de principios en contra de esto); que amplifique la base de sustentación de la dictadura proletaria (recordemos que la restricción del sufragio universal Lenin la planteaba exclusivamente para Rusia).
Michaloux y Sabado parecen pensarlo en este sentido cuando plantean que los bolcheviques tendrían que haber convocado una Constituyente en 1921 (como forma de revitalizar la democracia en el país). El argumento nos parece antojadizo. La situación de los bolcheviques en ese momento era desastrosa. Cargaban con el costo político de una guerra civil destructiva. Un período de tremendas privaciones que los había colocado en minoría, situación que se esforzarían por corregir mediante la NEP (como vimos arriba). Convocar a una Asamblea Constituyente en esas condiciones podría haber significado entregar el poder a las corrientes conciliadoras, sino abiertamente contrarrevolucionarias.
Michaloux y Sabado afirman que, en todo caso, ese escenario hubiera sido menos dañino vistas las cuestiones a escala histórica, que el desastre de la burocratización que vino después. Que si los bolcheviques perdían la elección de constituyentes, seguramente en una próxima se “recuperarían” cuando los obreros y campesinos “se dieran cuenta que sólo los bolcheviques defendían las conquistas de la revolución”…
Toda la argumentación es tan ridícula como contra fáctica. Primero, nadie le entrega -tan suelto de cuerpo- el poder a la contrarrevolución. Hay candor en la afirmación de que “no importaba si se perdía una elección, porque se ganaría seguramente la próxima”. Si el monstruo burocrático efectivamente se puso de pie en las condiciones del asilamiento en la que quedó la Revolución Rusa, en todo caso hay que balancear qué es lo que realmente se hizo mal, qué es lo que se podría haber evitado, en vez de pasar una perspectiva simplista, democratista, como eventual “solución de los problemas”.
Un problema general que tienen Sabado y Michelaux es que pasan por alto que las herramientas mediadoras son los partidos. Si los bolcheviques hubiesen convocado a una Constituyente en ese momento, habrían creado una institución rival a los soviets y a su propio poder. Es afirmar que lo mejor que les podría haber pasado era que “dejaran el poder”, una vía que no habría solucionado ningún problema.
¿En qué mundo real una organización deja, de motu propio, el poder? Para colmo en la perspectiva de un retorno burgués (un argumento que ya luce hasta irresponsable). Un problema que se planteó muy concretamente cuando el levantamiento de los marinos de Kronstadt en 1921, con Lenin preguntándose si había posibilidad real de una tercera alternativa (entre el poder bolchevique y la contrarrevolución burguesa): “Lenin no quería ceder a la reivindicación económica de los amotinados hasta que la insurrección fuera liquidada (…) para él, una tercera vía, ilusoria, entre los rojos y los blancos, no podía decantar en otra cosa que no fuese la restauración capitalista” (Jean-Jacques Marie, 2005)[13].
Hay que insistir, además, que cuando se habla de instituciones, de formas de representación políticas, no se refiere simplemente a clases y fracciones de clase en general, sino a partidos: corrientes políticas que se organizan para defender un determinado programa, y que en el caso de la Revolución Rusa, sacando a los bolcheviques, estaban en oposición frontal al curso socialista de la revolución.
La Constituyente ilustra que no hay manera que las “formas democráticas” y el contenido social de la representación no sea estimada de manera combinada[14]. Nuestra apelación a la democracia socialista es siempre como vehículo de la representación de los explotados y oprimidos, de sus intereses inmediatos e históricos; no una apelación democratista, abstracta, que termine enmascarando otros intereses sociales: “Kautsky (…) no se pregunta de qué clase era órgano la Asamblea Constituyente en Rusia (Lenin, El renegado Kautsky).
De manera contemporánea también en la Revolución Alemana se planteó la relación entre los embrionarios soviets y formas de representación y poderes locales alternativos surgidos en la Revolución de Noviembre del 18[15], y la Asamblea Constituyente que convocaron socialdemócratas y burgueses para echarle agua al fuego de la revolución. Asamblea Constituyente en la que había que participar (dado el desarrollo todavía inmaduro del proceso revolucionario[16]).
Eso no quitaba que había que combatir para que la Constituyente no fuese colocada en oposición y por encima de las expresiones de poder obrero surgidas desde abajo. Fue lo que ocurrió: se inscribió a los soviets como institución subordinada –a las parlamentarias- en la nueva Constitución burguesa. El centrismo reivindicó a los soviets como meras “organizaciones de combate de una sola clase” (Martov), y no como institución de poder de la clase obrera; postuló que la única organización estatal (de poder) debía ser la Constituyente (Kautsky).
Trotsky llegó a cuestionar el criterio democratista incluso para la evaluación de los soviets señalando que, en definitiva, lo que cuenta es el contenido real de la representación: si dichos organismos son la expresión viva de la revolución (Lecciones de Octubre).
Sin dejar de ser correcta –en términos generales- esta apreciación, la experiencia histórica ha marcado con sangre la importancia estratégica de que los trabajadores se doten de organismos de representación propios: el dramático problema que fue, para la Revolución Rusa, el vaciamiento de los soviets.
Dicho vaciamiento ocurrió bajo las condiciones de la guerra civil. Los mejores elementos del proletariado fueron enviados al frente. Ocurrió un retraimiento de la clase obrera bajo el hierro de las dificultades de la contienda. El desangre numérico de las ciudades proletarias golpeó antes que nada a la ciudad cuna de la revolución: Petrogrado. La mayoría de las corrientes socialistas se pasaron a la oposición contrarrevolucionaria.
En estas condiciones, la dinámica de la representación se deslizó, insensiblemente, para el lado del “partido único”: se perdió de vista la necesidad del pluripartidismo soviético hasta para que el partido revolucionario en el poder no se vea sometido a presiones sociales que lo degeneren: “La prohibición de los partidos de oposición produjo la de las fracciones [en el seno del partido bolchevique]; la prohibición de las fracciones llevó a prohibir el pensar de otra manera que el jefe infalible. El monolitismo policíaco del partido tuvo por consecuencia la impunidad burocrática que, a su vez, se transformó en la causa de todas las variedades de desmoralización y corrupción” (Trotsky, La revolución traicionada).
La guerra civil fue, lamentablemente, la “cocina” donde a fuego lento comenzó la cocción de una serie de prácticas que luego facilitaron la burocratización de la revolución. Pero esto lo abordaremos en nuestras próximas notas.
Bibliografía
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[1] Bensaïd fecha a partir de aquí la finalización de la revolución. Señala que si se puede hablar de un siglo entero marcado por la Revolución Francesa, digamos desde 1789 hasta al final de la Comuna de París, como acontecimiento esencialmente político-social, la revolución mutó en contrarrevolución (la que también tuvo varias etapas) a partir de la caída de Robespierre.
[2] Fue dicho aniversario el que promovió a la fama al historiador conservador francés Françoise Furet con su crítica liberal de la Revolución Francesa y su rechazo de la Revolución Rusa como “totalitarismo” expresado posteriormente en su obra El pasado de una ilusión.
[3] Al final de esta nota pondremos una extensa bibliografía dando cuenta de parte de los textos que se han venido publicando.
[4] En la estela de Marx, Rosa Luxemburgo definió a la revolución socialista como la primera revolución en que las masas “saben realmente porqué dan su carne y su sangre”.
[5] Y no perdamos de vista, de todas maneras, que hacia la crisis en Kronstadt arreciaban las denuncias contras los funcionarios del partido que aparecían como privilegiados frente a la gente de a pie (Jean-Jaques Marie, 2005).
[6] Está archi-documentado de que este fue uno de los deslizamientos errados de Trotsky más graves en todo el período.
[7] Ver a este respecto El último combate de Lenin de Moshe Lewin.
[8] “Una expresión algebraica es cualquier combinación de letras y números ligados por las operaciones elementales de suma, resta, multiplicación, división, potenciación y radicación. Las letras, que suelen representar cantidades desconocidas, se denominan variables o incógnitas, y los números coeficientes” (Wikipedia).
[9] Insistimos en que se trató de un proceso muy complejo frente al cual cometeríamos un error sino separásemos, cuidadosamente, las que fueron medidas obligadas por las circunstancias, de los errores evitables que facilitaron la emergencia estalinista.
[10] Los SR de izquierda se escindieron de los SR mayoritarios llegando a formar parte del Comité Militar Revolucionario que organizó la toma del poder junto a los bolcheviques y elementos anarquistas.
[11] Su dirigente histórica, María Spiridonova, de amplia tradición revolucionaria, terminaría en el Gulag de Stalin siendo asesinada junto con Christian Rakovsky en una fecha tan tardía como junio de 1941, cuando los nazis entraban en Rusia en oportunidad de la Operación Barbarroja.
[12] Los mencheviques internacionalistas fueron el ala izquierda del menchevismo durante 1917 votando en los soviets varias cuestiones junto a los bolcheviques. Martov, sin embargo, se negó siempre a romper con el partido mayoritario dirigido por la derecha partidaria. Luego de la toma del poder bolchevique, y con el menchevismo en desbandada, Martov (junto con Dan) se hizo cargo de lo que quedaba del partido. En 1922 se exiló en Alemania por consejo del propio Lenin que temió que cayera bajo las “garras” de la Cheka (recordemos que Lenin y Martov eran amigos; que el primero lo tenía en alta estima y que siempre se lamentó que Martov hubiera quedado del otro lado de la revolución).
[13] Alvin Wartel, crítico burgués liberal del gobierno bolchevique y, por consecuencia, simpatizante de la figura de Martov, afirma de todos modos lo mismo: “(…) como lo atestigua una autoridad no menor que William Henry Chamberlain, la alternativa histórica efectiva al bolchevismo entre 1918 y 1920 no era la ‘democracia’ sino la dictadura militar conservadora y el Terror Blanco” (ídem).
[14] Bensaïd insiste en la necesidad de romper con la identificación mecánica entre representación política y contenido social de la misma (por ejemplo, respecto a que la clase obrera puede –y quizás deba- tener varios partidos revolucionarios), lo que es correcto pero siempre y cuando esta “dialectización” de ambos términos no los termine escindiendo completamente.
[15] Entre ellos la “República Concejista de Baviera” que duró pocos meses a comienzos de 1919.
[16] Rosa Luxemburgo defendió esta participación en el Congreso de fundación del Partido Comunista Alemán (diciembre 1918), pero perdió la discusión frente a una base partidaria joven, inexperta e izquierdizada por cuenta de la experiencia con el oportunismo de la socialdemocracia alemana.