Trump y las relaciones de fuerzas

EDITORIAL – Por Roberto Sáenz

“Cuando escribo esto, Donald Trump acaba de asumir el cargo de presidente de Estados Unidos; un constructor de hoteles, negociante trapichero, asiduo a espectáculos de telerrealidad, narcisista, racista, misógino metemanos, empresario antisindical y timador subcontratista, bufón e ignorante que, sin embargo, posee un brillante olfato político y un gran talento para manipular la opinión publica apelando al miedo y favoreciendo el resentimiento (“El monstruo se instala en la Casa Blanca, el pueblo protesta”, Dan Le Botz, 28/01/17, Vientosur).

Una circunstancia llamativa está ocurriendo desde la toma de posesión de Donald Trump. Si es tan impetuoso, reaccionario e imprevisible como era de esperar, el mundo y él mismo -lo que es más significativo- están descubriendo un nivel de resistencia y oposición que quizás no se esperaban.

Ocurre que desde el viernes 20/01 las novedades se pueden reseñar como si se tratara de una “doble contabilidad”: por un lado, las medidas una más reaccionaria que la otra; por el otro, la resistencia creciente a las mismas.

Que el gobierno de Trump es una cloaca reaccionaria nadie puede tener dudas. Pero, al mismo tiempo, se está verificando otro aspecto de suma importancia: Trump se está viendo confrontado con una resistencia que no esperaba desde el minuto cero de su gestión.

El carácter extremadamente reaccionario de su gobierno, combinado con la creciente resistencia que parece encontrar en los Estados Unidos y el mundo, coloca el interrogante acerca de los atributos de su poder: sobre qué bases podrá gobernar.

Qué tipo de gobierno

Lo primero a dilucidar es el carácter del nuevo gobierno. Es una obviedad afirmar que se trata de un gobierno imperialista de la que sigue siendo la primera potencia mundial. Pero lo específico es que no parece tratarse de un gobierno imperialista más. Porque estamos frente a un gobierno que no solamente cuestiona el orden imperialista globalizado estructurado desde la salida de la Segunda Guerra Mundial, sino que además -y esto es lo que nos interesa aquí-, expresa el intento de un gobierno fuerte, autoritario, que busca dar un giro radical a los asuntos tanto en el mundo como en los propios Estados Unidos.

Este elemento introduce un grado de anormalidad respecto del régimen político de la democracia imperialista, al menos referido al patrón de los gobiernos estadounidenses de las últimas décadas[1]. Ocurre que para llevar adelante su programa nacional imperialista y racista, no está claro alcancen las formas tradicionales de la democracia burguesa.

Trump quiere patear el tablero de las relaciones internacionales, el status quo mundial. Trump quiere rediseñar el comercio internacional poniéndole condicionamientos a la globalización productiva y levantando barreras arancelarias (la revista The Economist ya está hablando de “un retroceso de las empresas globales”). Trump quiere levantar muros contra la población mexicana e inmigrante en general, incluyendo en esto a la población de religión musulmana, como se acaba de ver en el reciente decreto ejecutivo. Trump quiere imponer una agenda antidemocrática y misógina en relación a las mujeres. Trump quiere darle un renovado poder a las fuerzas armadas aumentando su presupuesto de manera inédita. Trump quiere hacer causa común con el genocida Estado de Israel contra la población palestina sancionando el reconocimiento de su apropiación de Cisjordania.

Con esta desordenada enumeración alcanza para apreciar el carácter extremadamente reaccionario de su agenda; agenda que cuestiona muchos de los consensos imperantes en las últimas décadas, consensos que vienen traduciendo una determinada relación de fuerzas que Trump pretende modificar.

Pero el interrogante es sobre qué bases sociales y políticas se podrá llevar adelante esta agenda. Aquí es donde la archireaccionaria orientación de Trump se vincula a los problemas del régimen político de la democracia imperialista. Ocurre que, a priori, parece complejo llevar adelante una agenda retrógrada de semejante magnitud sobre bases puramente electorales o parlamentarias (incluso si se trata, insistimos, de una democracia imperialista que de por sí posee más elementos bonapartistas que lo habitual).

No es que Estados Unidos no haya llevado adelante medidas reaccionarias sobre una base democrático-burguesa en el pasado. Pero en esos casos los “astros” aparecían alineados, la burguesía había soldado su unidad. Cuando Roosevelt decide el giro a la intervención en la Segunda Guerra Mundial, el grueso de los capitalistas yanquis y la población apoyaban este ingreso bajo el argumento democrático de “enfrentar la bestia nazifascista” (y ante la presión del bombardeo japonés a Pearl Harbor…).

Cuando el dictatorial régimen del macartismo se impuso (régimen de persecución a los simpatizantes comunistas instaurado a comienzos de los años 50 en los Estados Unidos), tenía una legitimidad que venía de la pugna con la ex URSS, el “cuco del comunismo”, la guerra atómica, etcétera.

En todo caso no fue casual que Nixon saltara por los aires cuando la derrota en Vietnam; esto a partir del descubrimiento de las escuchas ilegales en la sede nacional del Partido Demócrata, una práctica bonapartista que no pasó la prueba.

Claro que Estados Unidos tiene amplias tradiciones antiobreras, antipopulares y racistas: el ajusticiamiento de los Mártires de Chicago, el asesinato institucional de Sacco y Vanzetti, el segregacionismo histórico contra la población negra, por poner algunos ejemplos.

Pero lo que nos interesa aquí es interrogarnos acerca del posible carácter de conjunto del régimen político que encabezará Donald Trump, su evolución en comparación con los gobiernos de las últimas décadas, que si fueron fieles escuderos de la globalización neoliberal y de variados intentos de hacer valer militarmente la hegemonía norteamericana sobre el mundo, no llegaron a cuestionar la democracia imperialista estadounidense.

¿Bonapartismo?

Trump tiene una base de apoyo político electoral de importancia. No solamente entre las clases medias blancas, sino entre amplios sectores de trabajadores blancos desplazados por la globalización: “La ironía, para nosotros los militantes de izquierda, es que la clase obrera desempeñó un papel crucial en la victoria de Trump. Los votantes blancos acomodados y de clase media de los suburbios constituían la base del Tea Party y de Trump. Pero la clave de la victoria de éste se halla en el voto de la clase obrera blanca en los Estados del cinturón industrial de Pensilvania, Virginia Occidental, Ohio, Indiana y Michigan, donde la mayoría de hombres y mujeres votó por él” (Dan Le Botz, ídem).

Le Botz agrega datos de importancia para entender este desplazamiento electoral de amplias porciones de la clase obrera blanca: además del abandono del Partido Demócrata en su giro globalizador neoliberal, está el dato fundamental que el movimiento sindical vive un dramático retroceso que ya abarca cuatro décadas sin luchas de importancia perdiendo afiliados, poder económico e influencia política: sólo el 10% del total de los trabajadores están sindicalizados, el 7% en el caso de la industria…

El problema es, de todos modos, las limitaciones que puede implicar para Trump una base mayormente electoral que no está organizada realmente como movimiento y que, dato no menor, se encuentra sobre todo en el interior más que en las grandes ciudades y las costas, que son la parte más dinámica del país, la que viene protagonizando las multitudinarias movilizaciones contra su novel gobierno.

Por otra parte, hay que apreciar la evolución del sistema institucional. Los Republicanos controlan ambas cámaras del Congreso nacional; a la vez, controlan también muchas de las cámaras y los gobiernos de los Estados. Algunos analistas han señalado que hay que retroceder hacia atrás muchos años para apreciar semejante poder institucional en manos de un partido.

Sin embargo, más allá que los Republicanos no estén exentos de contradicciones (es difícil apreciar hasta qué grado), está el hecho que no está claro qué sectores de la burguesía apoyan a Trump.

Hace tiempo que no se ve un gabinete integrado por magnates como este (¿tendrá antecedentes un gobierno tan directo de los mercados?): ¡sus riquezas conjuntas alcanzan los 10.000 millones de dólares! Y es evidente que la industria extractiva, el petróleo, el gas, el carbón, están de parabienes. Con sólo mencionar que han colocado uno de los suyos, Rex Tillerson, de Secretario de Estado, alcanza para dar cuenta de lo que estamos señalando.

Lo mismo ocurre con Wall Street: muchos de los funcionarios de sus fondos de inversión responsables directos de la crisis del 2008 han sido premiados con altos cargos en el gabinete.

¿Pero qué refleja que algunas de las firmas más connotadas del capitalismo yanqui como Ford, Starbucks, Google, Yahoo, etcétera, hayan salido a criticar abiertamente el decreto ejecutivo contra la inmigración musulmana y los refugiados?

Una de las posibilidades, entonces, es que Trump se constituya en gobierno bonapartista. En el marxismo un gobierno bonapartista es un gobierno fuerte que de alguna manera se eleva por encima de las clases sociales, muchas veces apoyándose en las fuerzas armadas o un “empate” entre las clases sociales para ejercer un gobierno de bases autoritarias (claro que siempre en beneficio de la clase dominante). Marx caracterizó como bonapartismo al gobierno de Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón Bonaparte, que gobernó Francia desde 1848 (a partir de 1851 sobre la base de un golpe de Estado) hasta 1871, cuando la derrota de este país frente a Alemania en la guerra franco-prusiana.

Para ejercer de Bonaparte hay que pivotear sobre algo: instituciones represivas y/o clases sociales gravemente enfrentadas. Apoyarse en las fuerzas armadas yanquis es complejo porque éstas no tienen tradición de intervención directa en la vida política del país. Organizar su base socio electoral como un movimiento hecho y derecho que se moviliza, es otra alternativa. Pero hay que concretarla y atención: produciría una mayor polarización que la que impera hoy en la sociedad yanqui, una polarización que cuando se dirime en las calles lleva las cosas a otra dimensión.

“Ninguna analogía histórica es perfecta y los Estados Unidos en 2016/2017 no son la Francia de 1851. Pero hay parecidos manifiestos con la subida del mediocre Trump. No ha tomado aún todo el poder en sus manos, con una fachada de democracia burguesa, como había hecho Luis Bonaparte, y es posible que no lo haga nunca. En el momento actual Trump parece más bien el astuto maniobrero que era Luis Bonaparte antes de su golpe de Estado. Caracterizaría a Donald Trump como un ‘me gustaría’ ser Luis Bonaparte” (Barry Sheppard, “La ascensión del trumpismo”, www.alencontre.org).

Y luego agrega: “(…) bajo un aspecto la situación en los Estados Unidos es muy diferente a la de Francia de 1851, lo que hace a la presidencia autoritaria de Trump –es lo que vamos a tener- algo bastante más peligroso que el régimen dictatorial de Luis Bonaparte. Es sencillamente la potencia de los Estados Unidos en el mundo de hoy (…) El peligro será aún peor si Trump consolida alrededor de su persona una dominación que se parezca al bonapartismo” (Sheppard, ídem).

Acción y… reacción

Importantes sectores de la burguesía yanqui y mundial están preocupadas por las consecuencias (no queridas) de las orientaciones del Trump, las que podrían llevar a un grado de polarización, enfrentamientos y radicalización política amén de conflictos entre Estados, no visto en las últimas décadas.

El interrogante se agiganta en la medida que Trump se ha visto confrontado con una ola de creciente descontento. Una suerte de “crisis política” se ha abierto alrededor de su decreto contra los inmigrantes y asilados políticos: “Solo contra todos. En una situación inédita para un presidente de Estados Unidos, Donald Trump pareció ayer aislado de sus pares internacionales y enfrentado a vastos sectores de la sociedad norteamericana, ante la creciente resistencia que genera su decreto para limitar el ingreso de ciudadanos de siete países musulmanes” (La Nación, 31/01/17).

Ya la semana pasada había ocurrido el escándalo con México alrededor de la orden ejecutiva para completar el muro en la frontera con dicho país (además de la doble provocación de insistir que serán los mexicanos los que deberán financiarlo), escándalo puesto en sordina a partir del acuerdo telefónico entre Trump y Peña Nieto de no volver a hablar en público del tema…

En todo caso, y como han señalado varios analistas, la circunstancia es que Trump no parece que vaya a gozar de la famosa “luna de miel” que asiste a todo gobierno que inicia.

Y no se trata solamente de los elementos de cuestionamiento a su legitimidad. Lo concreto es que las huestes movilizadas por Trump el día de su asunción quedaron por detrás de las movilizaciones convocadas por la Marcha de las Mujeres. Una estimación coloca que, solamente en EEUU, se movilizaron 3.5 millones de personas, una cifra muy superior a las 500.000 que movilizó el magnate.

Lo que está ocurriendo es, entonces, una situación inédita: ¡el gobierno de Trump sufre un grado de cuestionamiento inédito y apenas ha completado 14 días de gestión!

De todas maneras sería un grave error anticipar conclusiones prematuras, apresuradas. Habrá que ver el desarrollo concreto de los acontecimientos; las respuestas que pueda ir generando la nueva administración, el grado de polarización y/o radicalización política y social al que se podría llegar.

Pero lo que parece evidente es que Trump deberá encontrar los atributos de poder para gobernar si no quiere terminar siendo un fiasco o algo peor: salir eyectado del poder antes de tiempo.

Que un gobierno de base electoral parlamentaria arranque sin luna de miel, con semejante polarización política, sin consenso, sin unidad nacional, cuestionado por todo el mundo y, en primer lugar, por el resto de los gobiernos imperialistas, buscando romper el status quo sin saber muy bien hacia dónde dirigirse, con la inmensa mayoría de los medios de comunicación en contra, es una cosa muy “pesada” que de alguna manera deberá ser compensada si no se quiere, repetimos, salir volando por los aires.

Precisamente aquí es donde se colocan las relaciones de fuerzas y el péndulo de la lucha de clases. Si Trump quiere aplicar su agenda, algo deberá hacer: por ejemplo, girar violentamente hacia la derecha y obtener apoyos sustantivos en este giro autoritario.

Si Trump no encuentra bases para un curso así, o si es derrotado en ese camino, una de dos: o retrocede en parte sustantiva de su agenda archireaccionaria, o podría desatar un inmenso proceso de radicalización: un ascenso de las luchas sociales como hace décadas no se ve en los Estados Unidos.

Esto es lo que reenvía a las relaciones de fuerzas. Desde hace un par de años la coyuntura mundial viene siendo reaccionaria. Sin embargo, no ha llegado a ser lo suficientemente reaccionaria como para colocar un cuestionamiento completo al consenso progresista imperante. Trump quiere patearle el trasero a este consenso y moverlo otro kilómetros a la derecha.

Pero es ahí donde se colocan las relaciones de fuerzas que posibilitan unas cosas pero otras no. No es gratuito un presidente negro, originario, obrero o mujer. Son maniobras de legitimación. Pero que, de todas maneras, al conceder al menos simbólicamente algo, expresan distorsionadamente determinadas relaciones de fuerzas.

Es verdad que el ciclo progresista mundial entró en bancarrota porque fue un reformismo sin reformas (o, en varios casos, peor aún: de contrarreformas). Pero venir a patear las relaciones de fuerzas abiertamente ya es otra cosa.

Trump quiere darle una patada en el trasero a esas relaciones de fuerzas y llevarlas hacia la extrema derecha. Pero para esto debe darse los atributos del caso. Es esta batalla la que está planteada en la primera etapa de su presidencia; batalla que se resolverá en definitiva a depender del curso de la lucha de clases y no sólo yanqui sino internacional.

Notas

[1] Dan La Botz señala que para encontrar un gabinete tan ultraconservador en la historia yanqui del último siglo habría que remontarse al gobierno de William Harding en la década de 1920.

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