Socialismo o Barbarie, periódico Nº 171, 04/03/10
 

 

 

 

 

 

Reunión de Cancún

¿Acta de defunción para la OEA?

Por Marcelo Yunes

El anuncio de una organización de estados latinoamericanos y del Caribe con exclusión de EEUU y Canadá fue interpretado por el "progresismo" regional como una nueva prueba de los "aires de independencia" que renovarían la región. Aunque no todos son fuegos de artificio, el cambio más visible es que, en el marco de la crisis de hegemonía yanqui y del ciclo político latinoamericano, se postulan nuevos actores, pero la obra sigue siendo la misma.

La cumbre de jefes de Estado de toda América (salvo Estados Unidos, Canadá... y Honduras, cuyo presidente no fue invitado) terminó con el solemne anuncio de la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELC, nombre provisorio), lo que deja a la entidad que cumplía esa función, la Organización de Estados Americanos, en un incómodo limbo. La Declaración de Cancún, firmada por todos los presentes, propone como objetivos de la CELC "profundizar la integración política, económica, social y cultural de nuestra región", abogar por el "multilateralismo" en las relaciones internacionales y "pronunciarse sobre los grandes temas y acontecimientos de la agenda global". Mientras que el primer enunciado es una vaciedad, los otros dos ya tienen más sustancia: son una afirmación de que la región va a jugar en la política mundial con una agenda mínima consensuada entre los países miembros... sin pedir permiso a Estados Unidos. Los estatutos y el nombre definitivo quedarán para la reunión de 2011 en Caracas.

En verdad, semejante actuación "independiente" no podría entenderse más que en el contexto del siglo XXI cruzado por dos grandes procesos, relacionados pero de evolución propia. Por un lado, la crisis de hegemonía de EEUU, lo que incluye una creciente (aunque relativa) pérdida de influencia y de control, tanto en relación con los demás países imperialistas como respecto de los países semicoloniales, y especialmente América Latina. Por el otro, justamente, el ciclo de rebeliones populares en Sudamérica y Centroamérica que, aunque evidentemente desigual, ha parido gobiernos que, sin patear ningún tablero, se proponen (y en buena medida logran) operar con mayores márgenes propios respecto de una potencia neocolonial que ya no las tiene todas consigo.

Sin comprar las exageraciones progresistas, es cierto que las políticas del Departamento de Estado y el Pentágono hallan cada vez más difícil hacer pie en la región. Los rasgos de "desobediencia" (que no debe confundirse con rebeldía) se acentúan, y en los últimos meses han aparecido dos serios motivos de fricción entre el Imperio y su "patio trasero". Uno fue el golpe de Honduras. Tras una posición inicial ambigua, el gobierno de Obama se inclinó cada vez más para el lado de legitimar a los golpistas y su régimen, mientras que la OEA, aunque no pasó de las declaraciones, adoptaba una postura mucho más crítica. La crisis del organismo se profundizó en la medida en que desde su fundación (1948) había sido un dócil instrumento del Departamento de Estado para arrastrar tras la política del gobierno yanqui a los demás estados de la región. En el período de la Guerra Fría esto fue particularmente escandaloso: desde el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala (1954), la expulsión de Cuba (1962), la intervención en la República Dominicana (1965) y casi todo acto de injerencia política o militar de EEUU fue sancionado por la OEA sin grandes contradicciones.

En cambio, el golpe en Honduras de junio pasado mostró que la voz cantante de la postura latinoamericana ya no era la yanqui sino la brasileña, lo que luego se evidenció en que Zelaya se refugió en la embajada de ese país en Tegucigalpa durante toda la crisis. Otros cortocircuitos ya venían apareciendo a propósito de las nuevas bases militares yanquis en Colombia, pero un nuevo motivo de disenso se mostró hace poco, con el terremoto en Haití. Allí la autoridad militar más importante era la Misión de las Naciones Unidas (MINUSTAH), encabezada por Brasil. Tras el desastre en la isla, Estados Unidos, sin mayores escrúpulos ni consultas, decidió reemplazar esa autoridad por la de los marines y la IV Flota.

El nuevo rol de Brasil

No tiene nada de accidental que los roces hayan sido encabezados por Brasil. Se trata del país más fuerte de la región y el único que tiene veleidades de ocupar un rol "subhegemónico", lo que ha llevado a algunos analistas a sugerir su carácter de "país subimperialista". No entraremos aquí en ese debate (que desarrollamos en la revista SoB 23/24). Pero sí caben señalar algunos elementos respecto del rol de Brasil en la región. Por el tamaño de su economía y su peso geopolítico, así como por la estabilidad de que goza (factor que lo diferencia de casi todos los otros países de Latinoamérica), su burguesía está en condiciones de proponerse como "líder regional". No en oposición a Estados Unidos ni mucho menos al orden internacional de hoy, en el que el país del Norte sigue siendo dominante, que quede claro. En todo caso, se plantea una relación de asociación relativamente subordinada, pero en términos mucho menos desiguales que en períodos anteriores de la historia hemisférica.

El otro eventual candidato por volumen económico y población, México, siempre vio disminuidas sus posibilidades de un juego más propio por su cercanía física y dependencia económica de su gigantesco vecino.

En consecuencia, la Reunión de Cancún buscó pasar en limpio una nueva realidad del orden hemisférico: Latinoamérica no quiere y Estados Unidos no puede mantener sin cambios los lazos de estrecha sumisión (al estilo "relaciones carnales") que rigieron, con idas y venidas, durante más de un siglo. Y el nuevo bloque latinoamericano sin Estados Unidos encuentra su "líder natural" en Brasil, cuya orientación de Realpolitik se encarna en el "neoliberalismo con rostro humano" de Lula. Como para demostrar hasta dónde llega la retórica arrebatada, fue nada menos que el propio Hugo Chávez el primero en candidatear a Lula para presidente del nuevo organismo.

Lula estaba infladísimo en su papel de "estadista regional", y fue el bastonero de las principales declaraciones políticas de la cumbre. Sobre Haití, en una crítica apenas velada a la intervención yanqui, instó a respaldar al presidente René Preval, porque "todos están gobernando Haití menos el presidente electo democráticamente". Y sobre Honduras, dejó en claro que la no invitación a Porfirio Lobo fue un gesto político: "No puedo aceptar que una junta de militares" interrumpa la vida institucional, y defendió la decisión de la OEA y del Grupo de Río de suspender a ese país como "el acuerdo más justo y democrático". Le respondió así a Oscar Arias, de Costa Rica, que en una postura proyanqui más tradicional había lamentado la ausencia de Honduras en la reunión. Otras resoluciones, con amplio consenso, fueron el apoyo al reclamo argentino por las Malvinas y el reclamo a Estados Unidos de que finalice el bloqueo a Cuba. Justamente, Castro y Chávez fueron los más entusiastas defensores de la CELC como herramienta de una "integración latinoamericana" de lo más vaporosa, que no cuesta nada afirmar y siempre queda bien.

Hablando en plata, y según el analista uruguayo Raúl Zibechi, "los dos aspectos centrales y los más concretos que firmaron los presidentes son los apartados dedicados a energía y a la integración en infraestructura" ("El bloque latinoamericano y caribeño", La Jornada, 26-2). Se acordó impulsar los biocombustibles e intensificar las obras de conectividad y transporte multimodal.

Se entiende perfectamente: Brasil es el primer productor mundial de etanol, y en cuanto a la "conectividad", el vecino país es el gran impulsor de la IIRSA (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana), conjunto de mega obras propuestas por el Banco Mundial con el beneplácito y la participación fundamental de corporaciones de Estados Unidos, con multilatinas brasileñas como socias privilegiadas.

Así, la política exterior brasileña no da puntada sin hilo: mientras se planta como "líder regional" capaz de discutir (con el apoyo del conjunto de los gobiernos del continente, desde Uribe a Raúl Castro) los aspectos más irritantes de una hegemonía yanqui en crisis, afirma su estrategia de más largo plazo. Que no es otra que instalar a Brasil, bajo el ala del "multilateralismo", en la misma gestión, con nuevos invitados, del actual orden internacional capitalista y neoliberal.

Tras los discursos de la "integración" y de la "independencia" no hay la menor intención de modificar de fondo la arquitectura internacional y regional que condena a la dependencia y al atraso a Latinoamérica, sino, en todo caso, de reinsertarse en esa realidad con nuevos socios y bajo condiciones algo menos desfavorables. Demasiado poco para lo que reclaman desde hace décadas los trabajadores y los pueblos de nuestro continente.