Por Ale Kur



 

Medio Oriente ha vuelto a ser protagonista en los grandes medios de comunicación. Pero esta vez no se trata del “Estado Islámico” (Da’esh) y sus actos de barbarie, ni de las periódicas masacres de Israel a los palestinos, ni las tradicionales guerras por el petróleo.

Ahora, el país que se coloca en el ojo de la tormenta es Yemen, nación ubicada en la “esquina” suroeste de la Península arábiga. Es el más pobre de los países árabes, y ha cobrado una especial relevancia debido a que es el terreno de una disputa hegemónica entre dos grandes potencias regionales: Irán y Arabia Saudita.

El hecho que quebró su (muy precario) equilibrio político, es la expansión de un partido-ejército conocido como “hutíes”. Originarios de un rincón del norte del país, en pocos meses, consiguieron controlar gran parte de su territorio y de su capital Sanaa, en septiembre de 2014. En febrero de 2015 se hicieron formalmente con el poder, disolviendo las instituciones gubernamentales existentes. Sin embargo, el gobierno derrocado (encabezado por el presidente Abd Rabbuh Mansur Hadi) se trasladó a la ciudad sureña de Adén y proclamó la resistencia al nuevo poder. Pero los hutíes continuaron su avance militar al sur, lo que llevó a Hadi a huir del país el 25 de marzo, provocando el colapso final de su antiguo gobierno.

Los hutíes pertenecen mayoritariamente a una secta religiosa derivada del chiismo. El chiismo, a su vez, es una rama minoritaria del Islam dentro del mundo musulmán, pero mayoritaria en Irán: es la religión oficial de la República Islámica iraní. Esta base religiosa común permitió el desarrollo de una relación política estrecha entre dicho Estado y los hutíes de Yemen.

El avance hutí, por lo tanto, encendió luces de alarma en Arabia Saudita, principal potencia del mundo árabe junto con Egipto, y que comparte con Yemen su frontera sur. La perspectiva de que un grupo pro-iraní tome el poder en un Estado limítrofe generó horror en su clase dirigente. Es que Arabia Saudí e Irán son dos potencias regionales archi-rivales, que se disputan la hegemonía del Medio Oriente islámico.

Se trata de una competencia de larga data, remontable hasta 1979, año en el que triunfó la “Revolución” Islámica en Irán y estableció un régimen político que amenaza el “orden” establecido en la región bajo los dictados de Arabia Saudita.

Esta rivalidad pegó un salto luego de 2003, cuando la invasión yanqui de Irak destruyó los “equilibrios” regionales. Su resultado final fue que un gobierno pro-iraní se instalase en Bagdad, tras la caída de Saddam Hussein, la ocupación de EEUU y su retirada en 2011. Desde ese entonces, Medio Oriente está atravesado por una “guerra fría” entre el eje iraní (que cuenta en sus filas a los gobiernos de Irak y de Siria, y a grupos como Hezbollah en Líbano), y el eje saudí (que agrupa a la mayoría del resto de los gobiernos árabes… aunque no sin divisiones). Esta rivalidad geopolítica, a su vez, se arropa a sí misma con un manto religioso-sectario, ya que el eje saudí reivindica la pertenencia al islam sunnita, mientras que Irán reviste en las filas del islam chiita.

Arabia Saudita respondió al avance hutí con el comienzo de una intervención militar en Yemen. No sólo envió a su fuerza aérea a bombardear a objetivos y ciudades tomadas por los hutíes. También logró reunir una amplia coalición de países árabes, con el apoyo de EEUU.

Más aún, logró algo que hasta ahora resultaba inconcebible dentro del mundo árabe: que se plantee la formación de una fuerza militar conjunta permanente. La paradoja es que esta fuerza de coalición no estaría dirigida contra el enclave colonial de Israel (histórico enemigo de las naciones árabes), ni la presencia de tropas imperialistas. No, esa fuerza de coalición apuntaría sólo contra Irán, un país que conquistó cierta autonomía del imperialismo y que está enfrentado (aunque sea limitadamente) a Israel.

Es una coalición reaccionaria para mantener el statu quo regional, proteger a las archi-retrógadas monarquías y ahogar en sangre las rebeliones exacerbando los sectarismos.

Esto no quiere decir que el eje iraní sea “progresista”. El régimen iraní es una teocracia tan retrógrada como la monarquía saudí. Sus normas implican un grado similar de opresión política, social, económica, religiosa, de género, etc.

Es decir, el enfrentamiento en Yemen se da entre dos bloques políticos profundamente reaccionarios, ninguno de los cuales encarna una salida progresista para las masas.

El avance hutí: epílogo del congelamiento de la Primavera Árabe

Yemen fue uno de los países arrastrados por el torbellino de rebeliones populares de 2011, conocidas como Primavera Árabe. Siguiendo el ejemplo de Túnez y Egipto, las masas yemeníes se lanzaron a las calles para derribar al dictador Saleh (que gobernaba Yemen desde la década del 70).

Tras un año de movilizaciones populares, el dictador renunció en 2012, pero en el marco de un acuerdo con Arabia Saudita y el imperialismo yanqui. Le garantizaba la inmunidad (es decir, que no fuera procesado por sus crímenes) y le daba asilo.

Pero lo central no fue la suerte del dictador, sino su régimen político. Todos los poderes (EEUU, los sauditas, etc.) concurrieron para evitar que fuera modificado. El acuerdo firmado consistió en reemplazar a Saleh por su vicepresidente Hadi (el mismo que debió abandonar el país ante el avance hutí en la semana corriente).

Esto fue legitimado por una maniobra electoral consistente en realizar un “referéndum” que lo proclamara como “presidente democráticamente electo”… sin nuevas elecciones, sin posibilidad de que las masas intervinieran de alguna manera en la decisión.

Desde entonces, una serie de contradicciones marcaron la política yemení. Por un lado, el antiguo presidente Saleh nunca terminó de retirarse: sus seguidores siguieron conspirando para recuperar el poder. Esto los enfrentaba al nuevo presidente Hadi. Por otro lado, las masas siguieron cuestionando este régimen putrefacto, pero sin posibilidad de hacer escuchar su voz. Al mismo tiempo, en el norte del país avanzaron los hutíes. Forjaron una alianza en los hechos con los antiguos partidarios de Saleh, incluidas secciones del ejército yemení e importantes tribus.

Asimismo, en algunas zonas, aprovechando el vacío de poder, fueron avanzando Al Qaeda y grupos separatistas. Las diversas potencias regionales (Arabia Saudí e Irán, y otras como Qatar) intervinieron apoyando a sus peones, o perjudicando las jugadas de sus adversarios.

Esta enorme inestabilidad política se da sobre una base social objetiva: una sociedad que conserva lazos fuertemente tribales, muy fragmentada, con una economía muy débil, la mayoría de la población sumida en la pobreza y el desempleo, y una diversidad de identidades étnicas y religiosas competitivas.

Estos factores generaron el “caldo de cultivo” para el avance hutí. Este “nuevo” actor ocupó un espacio vacante por el profundo fracaso de la política de sostener el “antiguo régimen”, aplicada por Arabia Saudita y EEUU. Lo que existía antes de 2011, ya no podía sostenerse por su profunda deslegitimación. Y un nuevo régimen (realmente democrático y progresista) no podía imponerse sin superar los límites generales del ciclo de la Primavera Árabe[1].

En ese vacío entre lo que ya no es y lo que aún no puede ser, se montan grupos como los hutíes en Yemen (pero también otros grupos muy diferentes en otros países, como el Estado Islámico en Irak y Siria, etc.). Así, en Yemen y en casi todo Medio Oriente, una dictadura es reemplazada por otra dictadura (sea de la orientación política, religiosa o étnica que sea), sin que las masas populares puedan decir nada al respecto. Este es el rasgo que caracteriza la coyuntura en gran parte de la región.

Nota:
1.- Al respecto, ver la nota “Rebeliones populares y tareas estratégicas” de Víctor Artavia, publicada en la revista Socialismo o Barbarie N° 27.

 

 

Hace falta una salida independiente

 

No es cierto, como dicen los grandes medios de comunicación, que lo que exista en Yemen sea un “conflicto milenario” entre distintas sectas religiosas, inmutable a lo largo de los siglos.

Sin ir más lejos, hasta la década de 1990, Yemen estaba dividido en dos países: Yemen del Sur era considerado una “República socialista” al estilo de los regímenes satélites de la URSS. Yemen del Norte, por su parte, se estableció como república en la década del 60, tras el derrocamiento de la vieja monarquía-teocrática zaydita similar a la de Arabia Saudita. Aún antes de eso, Yemen había formado parte de una confederación de “Estados Árabes Unidos” junto al Egipto nacionalista laico de Nasser y a Siria.

El giro reaccionario de la situación en Yemen, es parte del giro histórico y mundial a la derecha de las décadas de los 80 y 90, y que se expresó en la crisis y caída de la Unión Soviética.

La Primavera Árabe de 2011 marcó un punto de inflexión, que señaló la posibilidad de emprender un camino diferente al de las dictaduras. La única salida progresiva para la crisis actual es retomar la senda de la Primavera Árabe, superando sus límites, rompiendo con los partidos y sectores islamistas, y con todas las fuerzas del “statu quo”.

Sólo apelando a los trabajadores, la juventud, las mujeres y todos los sectores oprimidos se podrá dar un nuevo “giro histórico”, esta vez hacia la izquierda, contra toda división sectaria-étnica-tribal y contra las guerras fratricidas alentadas por las potencias regionales y el imperialismo.

Subrayemos que, en los últimos años, al calor de la Primavera Árabe, se produjeron en Yemen grandes huelgas de los trabajadores petroleros. Pero esta fuerte irrupción del movimiento obrero –que se dio también en Egipto, Túnez, etc.– superando las arcaicas barreras sectario-religiosas, no tuvo expresión política significativa. ¡Ese es el punto vulnerable, que es imprescindible superar para lograr una salida independiente de las potencias regionales y el imperialismo!

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