Por Roberto Sáenz



 

 

“La historia no registra otro cambio de frente tan radical” (León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, Editorial Antídoto-Gallo Rojo, Buenos Aires, 2012)

 

Acercándonos al 100 aniversario de la Revolución Rusa, nos interesa desarrollar en este breve ensayo una somera reflexión sobre el libro de Trotsky acerca de esta, una obra que reflexiona de manera magistral sobre la historia viva de la revolución, tal como fue señalado por muchos autores y que contiene sinnúmero de enseñanzas para los revolucionarios.

 

Un enorme fresco de la revolución

 

Lo primero que salta a la vista en el texto es que dibuja un enorme “fresco” de la revolución. Trotsky logra, alcanzando casi la perfección, presentarla como lo que realmente fue: una obra colectiva de millones de hombres y mujeres que en el volcán de los acontecimientos se vieron arrojados a sacar conclusiones cada vez más radicalizadas acerca de las vías para resolver los asuntos que estaban en la agenda.

Sólo el hecho de leer el texto permite comprobar la idiotez insigne de tantos autores que han repetido en las últimas décadas la cantinela de que se hubiese tratado de un “golpe de Estado” (Furet y compañía). La radical falsedad de este aserto queda demostrada en la Historia de la Revolución Rusa hasta por como muestra que la mayoría de sus giros y clivajes tomaron desprevenidos a los que estaban llamados a dirigir los asuntos.

Esto se observa en el relato que hace Trotsky de la Revolución de Febrero, que por la dinámica de los acontecimientos llevó a algunos de sus “dirigentes” (los liberales burgueses y los reformistas “socialistas”) a afirmar una cosa un día y lo opuesto al siguiente: no eran ellos los que hablaban por su boca, sino la revolución. Incluso a los propios bolcheviques les costó ajustarse al curso de los acontecimientos que se desarrollaban frente a sus ojos, poniéndose al frente de las masas recién en oportunidad de la toma del poder en octubre. No lo decimos nosotros: lo señala Trotsky en más de una oportunidad. Es un clásico que cuando se aceleran los tiempos revolucionarios, las masas en su lucha desbordan por la izquierda, incluso, a las organizaciones revolucionarias, que deben hacer ingentes esfuerzos por ponerse a tono.

Lenin hace su aparición en la obra recién cuando uno ha recorrido doscientos gruesas páginas. Esto refleja algo real: más allá de que Trotsky señalara que en febrero no todo estuvo librado a la pura espontaneidad (fueron los obreros formados por el partido bolchevique los que en cierta forma dirigieron ese levantamiento), la realidad es que como dirección centralizada, como punto de referencia político de conjunto, el partido bolchevique todavía iba a la zaga de los acontecimientos.

Trotsky mismo, como personaje histórico, ingresa en su propia obra 60 páginas después que Lenin. Pero el autor da cuenta de que su papel no es para nada determinante sino hasta casi el momento mismo de la toma del poder; ahí sí, para todo el mundo, será la revolución de Lenin y Trotsky. Trotsky defendió junto a Lenin la necesidad de la toma del poder por parte de los bolcheviques; de ahí el famoso texto en que el segundo señala que “desde su ingreso al partido, no ha habido mejor bolchevique que él”.

En todo caso, esto último es anecdótico en el contexto de este artículo: lo importante es seguir el “registro” de cómo Trotsky logra, de manera magistral, insertar los personajes relevantes (él y Lenin) en la cadena de los acontecimientos históricos, evitando todo subjetivismo.

Lo anterior en nada menoscaba el factor subjetivo en la historia con respecto al objetivo; al contrario: se complementan dialécticamente. Y con los desarrollos, ese factor (el partido y su dirección) fue haciéndose cada vez más imprescindible. Sin Lenin, dice Trotsky, difícilmente la Revolución de Octubre hubiese ocurrido. Ese factor devino tan determinante que se transformó en el “ser o no ser” de la revolución. La clase obrera no hubiera tomado el poder sin Lenin; era el único que podía dirigir al Partido Bolchevique en ese momento.

Pero ese factor subjetivo pudo hacerse valer porque se insertó en la cadena objetiva de los acontecimientos; sin ella, sería intrascendente. Se establece así una dialéctica de factores en el curso de la revolución, donde sin las condiciones objetivas creadas por las circunstancias no se tendría desarrollo alguno y, a la vez, en el punto culminante, el factor subjetivo, incluso la personalidad del dirigente, cobra una dimensión histórica gigantesca: “(…) ¿puede afirmar nadie con seguridad que, sin él, el partido habría encontrado su senda? Nosotros no nos atreveríamos en modo alguno a afirmarlo. Lo decisivo, en estos casos, es el factor tiempo, y cuando la hora ha pasado es harto difícil echar una ojeada al reloj de la historia (…) El papel de la personalidad cobra aquí ante nosotros proporciones verdaderamente gigantescas. Lo que ocurre es que hay que saber comprender ese papel, asignando a la personalidad el puesto que le corresponde como eslabón de la cadena histórica” (ídem, 264).

 

La transformación de la sociedad bajo el mando de la clase obrera

 

Hay otro ángulo que queremos destacar. Su historia de la revolución es una historia comparada de las grandes revoluciones históricas. Uno puede observar comparaciones sistemáticas de la Revolución Rusa con la francesa y la inglesa (incluso con el caso de Alemania y otros países de llegada tardía a su formación como estados burgueses). Trotsky tiene una enorme “panorámica” en su cabeza, logra una gran síntesis histórica.

Su ángulo de mira es “simple”: ¿qué clase social histórica, en las condiciones del mundo actual, puede llevar adelante las transformaciones que demanda la situación? La respuesta es evidente cuando hablamos de León Trotsky: la clase obrera. 

Lenin había insistido en que toda verdadera revolución era una revolución popular, es decir, de masas, dejando abierto para Rusia cómo sería la alianza de los campesinos y los obreros a tales efectos. Rosa, por su parte, había señalado que la revolución socialista era la primera revolución en la historia que las grandes mayorías llevaban adelante en su propio beneficio. Esto rompía con el patrón histórico de las revoluciones anteriores, incluso la francesa: una gran revolución popular pero donde esa mayoría terminó haciendo la revolución en beneficio de una nueva minoría: la burguesía ascendente.

Por su parte, y para fundamentar el rol de la clase obrera en Rusia, Trotsky se interrogaba hasta qué punto una clase social podía resolver los problemas de otra en los países que llegaban rezagados al desarrollo histórico. Buscaba romper con el esquematismo menchevique de que la revolución burguesa sólo podía ser encabezada por la burguesía. Pero su planteamiento iba más lejos, incluso, que el Lenin: consideraba que, llevado al poder por obra de la revolución burguesa, el proletariado comenzaría a tomar medidas que “incursionarían” en el derecho de propiedad, transformando la revolución en socialista.

Esto es demasiado conocido para repetirlo aquí; se trata de una mecánica social y política a la que Trotsky infunde su enorme riqueza en la Historia de la Revolución Rusa: “Desde los artesanos acomodados y los campesinos independientes que formaban el ejército de Cromwell hasta los proletarios industriales de Petersburgo, pasando por los sanscoulottes de París, la revolución hubo de modificar profundamente su mecánica social, sus métodos, y con estos también, naturalmente, sus fines” (ídem, pp. 38).

Todo el capitulo dedicado a las Tesis de Abril de Lenin, y la batalla que tuvo que dar para producir el giro a la izquierda del partido, está informado por su concepción de la Revolución Permanente y el planteamiento de que Lenin “no había obrado correctamente” al no modificar su concepción de “dictadura democrática de los obreros y campesinos” hasta un momento “peligrosamente tardío”: el partido se encontró desarmado ante el curso original de los acontecimientos.

El capítulo se completa con la crítica de Trotsky al “esquematismo” en el marxismo: la reducción de la realidad a esquemas preconcebidos. Y cita a Lenin (a pesar de que lo critica más arriba) para afirmar lo opuesto: “(…) concretamente las cosas han sucedido de un modo distinto al que podría esperarse, de un modo más original, más peculiar, más variado. Ignorar, olvidar este hecho, equivaldría a confundirse con los ‘viejos bolcheviques’, que ya más de una vez han desempeñado en la historia de nuestro partido un triste papel, repitiendo las fórmulas aprendidas de memoria en vez de estudiar las características peculiares de la nueva realidad viviente” (ídem, pp. 391, los resaltados son nuestros).

Como digresión, señalemos que idea, correcta en términos generales, de que una clase social puede llevar adelante las tareas de otra (sobre todo en materia de la revolución burguesa), fue malinterpretada por el trotskismo de la segunda posguerra. Trotsky había demostrado cómo en la Revolución Rusa la pequeña burguesía se había revelado como una nulidad completa; a decir verdad, los elementos dominantes de esa clase eran los del campesinado (un crisol de clases distintas); la pequeña burguesía urbana era muy débil, no había tenido tiempo para desarrollarse. Una nulidad que carecía de programa propio independiente viéndose obligada a seguir los pasos del burgués o el proletario para lograr sus fines (la propiedad de la tierra).

A finales de los años ‘30, en El Programa de Transición, Trotsky señalaría que, excepcionalmente, la pequeña burguesía podría “ir más lejos de lo que estaba dispuesta”, expropiando al capitalismo en condiciones de grandes crisis, catástrofe económica o guerras. Y, efectivamente, esto ocurrió en la segunda posguerra por intermedio de un campesinado dirigido por el estalinismo que acabó con los capitalistas en el país más habitado del mundo: China (sin olvidarnos de Yugoslavia, Cuba y Vietnam, además de la expropiación inducida desde arriba por el Ejército Rojo en los países del Este europeo).

Pero lo que la historia vino a revelar es que hasta ahí llegaban los límites del “sustitucionismo” en la transición al socialismo. Lo que está en juego en la revolución socialista es la transformación íntegra de la sociedad. Tomar el poder es una cosa; transformar la sociedad, es algo mucho más complejo: no hay manera de que la construcción de una nueva sociedad, socialista, no sea una obra colectiva que involucre a capas crecientes de la población explotada y oprimida. No se puede resolver sólo desde arriba. No era casual que Lenin hubiese señalado –en sus últimos años de vida, sobre la base de toda la experiencia en el poder– que la tarea principal de la revolución debía ser “enseñar a las cocineras a conducir los asuntos del Estado”.

Se llegó así a una paradoja: una afirmación que en Trotsky era utilizada para fundamentar el rol del proletariado en la futura Revolución Rusa, se terminó usando para un fin opuesto: justificar que la transición socialista podría ser obra de otro sector social que no era el proletariado. Las resultantes históricas de este proceso están demasiado a la vista para que nos detengamos en ellas: “(…) el fenómeno de la pirámide inversa fue pronto evidente. No era ya la base la que llevaba y empujaba a la cúspide, sino la voluntad de la cúspide la que se esforzaba por arrastrar a la base. De ahí la mecánica de sustitución” (“Las cuestiones de Octubre”, Daniel Bensaïd, Viento Sur, n° 35, diciembre 1997).

 

Un proceso en cámara rápida

 

Desde el punto de vista del análisis de la lógica de clases de la revolución, el estudio de la obra del gran revolucionario ruso es de una fuerza enorme: demuestra cómo la política revolucionaria puede mover montañas: “obrar milagros”. Y ni hablar cuando las condiciones se extreman. Su punto de vista de la revolución permanente impregna y vive en todos los acontecimientos revolucionarios. Es más: esta obra de “historia” (que es mucho más que ello) sólo viene a ser otra comprobación fáctica de la teoría de la revolución socialista sustentada por Trotsky.

Pero lo que queremos subrayar aquí es otra cosa: la “distorsión” que puede introducir esta obra respecto de la dinámica de los acontecimientos en otros escenarios que no sean los de la Revolución Rusa.

Se trata de algo que, quizás, algún lector desprevenido pueda no comprender: ¿por qué aquellas fuerzas sociales y políticas que en 1917 aparecieron como caricaturas, en otro contexto son un duro hueso de roer? Porque ni la burguesía (liberal o no), ni el reformismo “socialista” (y, menos que menos, el estalinismo), se mostraron en ninguna otra experiencia histórica tan inútiles como en el caso ruso.

Trotsky se maneja en todo el texto con una fina ironía histórica: deja en ridículo a todas las fuerzas políticas ajenas a la clase obrera (es decir, a todos los actores políticos no bolcheviques); y lo hace muy bien, porque demuestra en su texto cómo, realmente, en su comportamiento la mayoría de los actores burgueses y reformistas terminan como ridículas caricaturas: como personajes patéticos; basta para esto con pensar en una figura como Kerensky[2]. Pero el hecho es que no todos los actores sociales y políticos enemigos de los trabajadores ha sido caricaturas cuando uno hecha una ojeada a la historia de la lucha de clases del último siglo; más bien, lo que ha ocurrido ha sido lo contrario.

La clave está en que la combinación de condiciones reunidas en la Revolución Rusa ha sido inigualable hasta ahora en otros lugares. Un país sometido a una guerra mundial, una burguesía que no llega a constituirse políticamente de manera plena, un zarismo en decadencia completa dominado por un personaje como Rasputín. Trotsky tiene algunas de las páginas más bellas de su primer tomo explicando cómo los factores objetivos devenían, incluso, en psicológicos, dándoles a estos últimos toda su potencialidad: “Confiamos en que nuestro estudio pondrá de relieve, en parte al menos, dónde termina en la personalidad lo personal –por lo general, mucho antes de lo que a primera vista parece– y cómo muchas veces las ‘características singulares’ de una persona no son más que el rastro que dejan en ella las leyes objetivas” (ídem, pp. 69).

Pero si las condiciones objetivas eran de tal naturaleza, el hecho es que coincidieron con una maduración excepcional de los factores subjetivos: una clase obrera relativamente pequeña aunque enormemente concentrada y en crecimiento (Trotsky la pondera para 1917 en unos 25 millones de almas, incluyendo sus familias), que se afirmaba en los principales centros neurálgicos de la producción industrial, joven, dinámica; la fuerza social central de un amplio movimiento socialista en el cual los bolcheviques logran establecer su hegemonía.

En síntesis: un conjunto de condiciones objetivas y subjetivas que se condensan en 1917 y que en ningún otro lugar han logrado semejante grado de maduración.

En ausencia de este grado de condensación de condiciones, de una situación revolucionaria con todas las de la ley, lo que se obtiene es una realidad en la que la burguesía y las direcciones reformistas son muchísimo más fuertes y difíciles de derrotar que su caricatura rusa.

Mucho se ha hablado de esto. Incluso haciendo comparaciones que, quizás, no sean las adecuadas: todo el debate de Gramsci acerca de las diferencias entre la revolución en Occidente y Oriente, quizás demasiado sesgado. La cosa nos parece más “simple”: no es tan sencillo que se verifique semejante combinación de factores objetivos y subjetivos que den lugar a una revolución socialista según la experiencia clásica de Octubre.

Personajes que, como Kerensky y su banda, aparecieron en la escena histórica como de “opereta”, en otras circunstancias, en otros lugares, se transformaron en figuras históricas. Veamos, si no, los casos de Perón, Nasser, Cárdenas, la socialdemocracia en general, las burocracias sindicales, los partidos comunistas, etcétera (incluso el mismo Stalin, que, atención, no dejó de tener un gran apoyo popular entre amplios sectores, multiplicado luego del triunfo en la II Guerra Mundial sobre los nazis).

Si se trata de la naturaleza de clase de estos fenómenos, son idénticos entre sí. Pero no es igual su capacidad de transformarse en fenómenos históricos; es decir, fenómenos, partidos, personajes que marcaron durante década la historia de sus sociedades en general y de la clase obrera en particular (nada que ver, repetimos, con un Kerensky exiliado de por vida en los EE.UU.). Es cierto que, promediando la segunda mitad del siglo XXI, estos fenómenos tienden a debilitarse. Pero eso no quita que sigan siendo enemigos complicados.

Siendo así las cosas, educaríamos mal a nuestra militancia si le hiciéramos creer que la dinámica de los acontecimientos es semejante en todos los períodos históricos, que la revolución siempre está “a la vuelta de la esquina”: “La gran fortuna del pueblo ruso y de toda la humanidad es que en 1917 confluyeron ambos, accidente y necesidad, para llevar la lucha de los obreros y los campesinos a su desenlace adecuado. Esto no siempre fue así en las décadas ulteriores” (Para comprender la historia, George Novack, editorial Pluma, pp. 91).

Lo que Trotsky desarrolla en su Historia de la Revolución Rusa es la dinámica de una de las más grandes revoluciones en la historia de la humanidad; más “veloz”, incluso, que la de la Revolución Francesa, a la que le llevó varios años radicalizarse.

Una dinámica que nada descarta se vuelva a repetir en las revoluciones que están en el porvenir, pero que conviene comprender en su relativa “excepcionalidad” para entender, también, por qué nuestra lucha es una pelea histórica y no inmediatista.

 

[1]      En esta primera parte de nuestro trabajo, nos dedicaremos al primer tomo de la obra de Trotsky.

[2]      Algo esquemáticamente, Moreno agarraba parte de esto cuando hablaba de “régimen kerenskista” para dar cuenta de un régimen de extrema debilidad basado en la dualidad de poderes, dualidad que precisamente señalaba Trotsky como el rasgo mortal de los gobiernos burgueses y de coalición que asumieron el poder en Rusia entre febrero y octubre.

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