Por Luís Paredes



 

A cien años de la Primera Guerra Mundial

 

 

“Tiempos de odio y de debilidad, de desorientación y de dudas, en los que nadie alcanza a ver los desastres que acechan. Era un tiempo de desintegración. Mucho después, entre las ruinas, la gente se preguntó: ¿cómo pudo pasar?” (Roger Cohen, The New York Times, publicado en La Nación, 17-9-14)

 

Este año se cumple un siglo desde el inicio de la Primera Guerra Mundial. El 28 de julio de 1914, con la declaración de guerra del imperio Austro-húngaro a Serbia, daba comienzo la primera gran conflagración de la era capitalista; un conflicto que llevaría a la tumba a 20 millones de seres humanos.

No es casual, entonces, que muchos analistas se estén interrogando acerca de la situación del mundo en este aniversario. Más aun cuando el panorama internacional se encuentra cruzado por rebeliones y conflictos incluso militares, crecientes; un ejercicio que emerge cargado de ansiedad acerca del futuro.

La “Revolución de los Paraguas” en Hong Kong es el acontecimiento más rutilante de los últimos; pero se le puede agregar el reciente referéndum por la independencia en Escocia, la guerra civil en Ucrania, las luchas fraticidas y la intervención militar imperialista en Sira y Ucrania, así como otros  tantos conflictos colocan entre signos de interrogación la estabilidad mundial.

El aniversario de la primera guerra opera, así, como catalizador de una inquietud creciente acerca de una posible “tercera guerra mundial”, guerra que no está en la agenda en el corto o mediano plazo. Sin embargo, su “fantasma” aparece cuando la inédita “pax americana” (que se vivió en las últimas décadas) comienza a ser puesta en cuestión: una lenta desintegración del viejo orden mundial se está viviendo sin que se sepa qué vendrá a reemplazarlo.

 

De la I Guerra Mundial a la estabilización de fin de siglo

 

Con la I Guerra Mundial acontecía no solamente una guerra inédita por su carácter y magnitud: comenzaba una época de crisis, guerras y revoluciones con el capitalismo puesto en cuestión a lo largo de varias décadas.

La guerra fue seguida por la revolución. Al arrancar de sus casas a la flor y nata de las jóvenes generaciones, al cegar la vida de millones, al sumarlos al tumulto de la conflagración, a su destrucción, a sus traumatismos, al repudio por los poderes constituidos que los enviaron a tal carnicería, no podía más que introducir una enorme convulsión en todo el cuerpo social.

Al finalizar la “Gran Guerra” el fuego de la revolución se expandía por toda Rusia llevando al poder a la clase obrera y alcanzando vastas porciones de Europa, Asia y otros rincones del planeta.

Luego de una primera oleada el capitalismo pareció estabilizarse. Pero la ilusión duraría poco. A finales de 1929 comenzaba la crisis económica más dramática del sistema: la Gran Depresión. Fueron más de diez años de crisis continua (con sus alzas y bajas coyunturales), de la cual no se pudo salir por el expediente del mero mecanismo económico: hizo falta una segunda guerra con 50 millones de muertos, la producción en masa para la industria militar y la destrucción del capital acumulado para que el capitalismo levantara nuevamente cabeza.

A la salida de esta nueva conflagración mundial EE.UU. lograba resolver el problema de la hegemonía imperialista (que no se había solucionado con la primera); la ex URSS aparecía como el país heroico de la resistencia contra el nazismo (y como alternativa al capitalismo).

Sin embargo, el dramático costo de 26 millones de muertos que sufrió (¡hubieran sido muchos menos de no mediar la gestión burocrática del estalinismo!), lo dejaron históricamente hipotecado: el país nunca logró recuperarse realmente de dicha guerra.

El mundo pareció estar dominado por un orden “bipolar”. En el fondo, la potencia hegemónica era sólo una: EE.UU. Los acuerdos firmados en Yalta y Postdam entre los Aliados (EE.UU., la ex URSS e Inglaterra) son observados hoy con envidia por más de una cancillería imperialista debido a la estabilidad (relativa) que le otorgaron a los asuntos internacionales.

Lo anterior no quita que las décadas posteriores a la segunda guerra no hayan estado marcadas por agudos conflictos entre ambos “bloques”: el puente aéreo sobre Berlín (1949), la construcción del Muro de Berlín (1961), la crisis de los misiles en Cuba (1962) por marcar sólo algunas de las más agudas.

Bajo el “corsé” de estos acuerdos la revolución se desplazó a la periferia del sistema ocurriendo la más grande en China (1949); revolución que llevó la expropiación del capitalismo a un tercio del globo. Pero el capitalismo quedó estabilizado en el centro del mundo dando lugar, así, a tres décadas de inédito crecimiento económico. En esta estabilización el estalinismo cumplió un rol de primer orden entregando las situaciones revolucionarias que se desencadenaron sobre el final de la guerra en Grecia, Italia y Francia.

Esta situación económicamente pletórica se agotaría andando las décadas. Con la llegada de los años ‘70 se viviría una nueva crisis económica mundial, la segunda más grave del siglo pasado. La misma ocurría acompañada por un ascenso de las luchas obreras y estudiantiles representadas por el Mayo francés: una oleada que barrió Europa occidental, Latinoamérica y el sudeste asiático; esto por no olvidarnos de los levantamientos antiburocráticos en Berlín (1953), Hungría (1956), Checoslovaquia (1968), Polonia (1980) y más allá.

La crisis y esta oleada de luchas caracterizaron los años ‘70 hasta que a finales de dicha década comenzó a enseñorearse el neoliberalismo. Esto ocurrió a partir de dramáticas derrotas de los trabajadores en Inglaterra bajo la Tatcher, EE.UU. bajo Reagan, el cono sur latinoamericano bajo las dictaduras militares y así de seguido.

La culminación de esta contraofensiva de reafirmación capitalista fue la caída del Muro de Berlín. El sistema lograba recuperar la explotación directa en el tercio del globo donde había sido expropiado; también reforzar las relaciones de dependencia y semicolonización en el mundo emergente; al tiempo que imponía un deterioro en las condiciones de explotación de los trabajadores universalmente hablando: se acababa el pleno empleo y la precarización laboral pasaba a ser la condición común de existencia de las nuevas generaciones.

Con el neoliberalismo y la caída de la ex URSS vino la afirmación del “mundo unipolar”: el dominio in-cuestionado de los Estados Unidos en los años ’90. También la extensión, urbi et orbi, de la democracia burguesa –que no dejó de tener elementos contradictorios por lo que de conquista tienen las libertades democráticas- como instancia universal de mediación política.

En el terreno de las relaciones entre los estados se abría un período “excepcional” marcado por una estabilización reaccionaria de las relaciones entre las clases, la hegemonía global de los EE.UU., así como una ola de legitimación del capitalismo a partir de la “muerte” de su oponente “socialista”. El corolario intelectual de este período era la idea de un filósofo del departamento de Estado yanqui, Fukuyama, de que “la historia había terminado” (y, con ella, el socialismo, la clase obrera, toda perspectiva emancipatoria).

 

La estabilidad amenazada

 

Pero el sueño de un “capitalismo eterno” duró poco. Andando década y media del nuevo siglo el sistema aparece minado en varios puntos abriéndose una sensación general de incertidumbre acerca del futuro: la crisis económica mundial, la crisis del “orden geopolítico” y la continuidad de un ciclo de rebeliones populares que, con sus alzas y bajas, muestra el retorno de las grandes masas a la liza política, son algunos de estos factores que aparecen minando la estabilidad.

Arranquemos por la economía. Mucho se ha escrito a propósito de cómo definir el evento que vive la economía mundial. Se trata de una crisis persistente que amenaza introducirla en un período de bajo crecimiento: un estancamiento secular.

Paúl Krugman había definido la crisis como una “Gran Recesión”. Pero vista su larga duración, sumado al hecho que expresa un bajón tenaz en la dinámica del crecimiento económico mundial, quizás la mejor manera de caracterizarla sea como una “Pequeña Depresión”, esto para diferenciarla de la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado, más grave que la actual.

Es verdad que como contrapeso ha estado el extraordinario crecimiento de China (y el “mundo emergente”). Pero aquí hay un matiz que tiene que ver con que la misma China viene reduciendo sus índices de crecimiento del increíble 12% anual que gozara años atrás al más modesto 7% actual. Este hecho está metiendo una presión a la baja en los precios de las materias primas, deprimiendo la tendencia del crecimiento que tuvieron los países emergentes en la última década.

La crisis económica del capitalismo no solamente ha mellado su dinamismo. También ha colocado un enorme signo de interrogación acerca de su legitimidad como generador de expectativas de progreso; esto por la sencilla razón que la joven generación ve sus perspectivas de vida peores que las de sus padres y abuelos.

Sin embargo, las novedades más rutilantes se vienen ubicando en el campo geopolítico. Se vive un declive relativo de la hegemonía norteamericana. Este debilitamiento tiene sus raíces en el terreno económico (Estados Unidos ya no fabrica el 50% del producto mundial como lo hacía a la salida de la segunda guerra, sino algo en torno al 20%) y se eleva al plano geopolítico. El sheriff del mundo no tiene capacidad de resolver -por sí solo- los problemas del mundo.

La situación del globo semeja así (dicho exageradamente) a la de un hormiguero que alguien ha pateado con las hormigas saliendo disparadas sin que nadie les ponga orden ni discurso.

El desafío hegemónico que plantea China es el principal asunto geopolítico mundial. Esto más allá que la “agenda geopolítica” se haya enriquecido y llenado de “actores” en los últimos años: desde Rusia que bajo Putin le puso un freno al proceso de semicolonización que se anunciaba en los años ’90, pasando por países con arsenales atómicos como Pakistán e India, Alemania que es gran potencia en la UE y varias potencias emergentes regionales.

Esto plantea una serie de problemas de definición. Hay sectores de la “izquierda” que creen ver en el ascenso de China el de una “potencia benigna” que vendría a “emancipar a los pueblos”[1]…  Nada más alejado de la realidad. China, una sociedad devenida en capitalismo de Estado por un curso completamente paradójico que no podemos explicar aquí[2], tiende a moverse en la arena internacional como una suerte de “imperialismo en construcción”. Si hace alguna “concesión” es en mor de este desarrollo: sus patrones de relacionamiento, la matriz de sus inversiones e intercambio en el terreno del comercio internacional, etcétera, son similares a los del resto de los imperialismos.

Es verdad que China no logra aun autonomía en materia de investigación y desarrollo, así como que hay que ver si logra convertirse en un imperialismo como tal o no (cuestión que dependerá de muchas circunstancias, en primer lugar de la manutención de su relativamente frágil estabilidad social interna; ver ahora la creciente rebelión que se vive en Hong Kong y las duras alternativas frente a las que pone a la dirección del PCCH).

Pero más allá de esto, es evidente que el orden geopolítico internacional está mutando y que en la experiencia del capitalismo estas mutaciones nunca fueron pacíficas.

Esta situación es la que repropone el fantasma de las guerras y conflagraciones. No de manera mecánica. Nadie espera una gran guerra en el futuro próximo. Sí es un hecho que se están viviendo varios conflictos localizados que marcan esta coyuntura: Ucrania, Siria, Irak, Palestina, etcétera, arman un rompecabezas donde se entrecruzan reivindicaciones y demandas desde abajo, así como los intereses de las distintas potencias que meten presión desde arriba.

De ahí que en muchos casos no sea fácil orientarse desde un punto de vista de clase; que sea un esfuerzo de apreciación saber de qué lado de la barricada combatir. Esto debido a la difuminación de los contornos sociales que se vive en muchos de estos conflictos. No es el caso de Palestina, evidentemente, pero si de Ucrania, un verdadero laberinto que desafía a la izquierda revolucionaria a no perder su independencia política. Por no hablar de los casos como Siria e Irak, marcados por elementos de enfrentamientos fraticidas, de barbarie, así como el abierto intervencionismo imperialista, todo lo cual hace difícil la pelea por una alternativa desde los trabajadores.

 

De Egipto a Hong Kong

 

Sin embargo, existen procesos marcados por la irrupción desde abajo donde las cosas se presentan de manera más clara. Hablamos de las rebeliones populares que vienen caracterizando el mundo desde Tahrir en Egipto hasta Puerta del Sol España, pasando por Taksim en Turquía y las jornadas de rebeldía en Brasil a mediados del 2013, y, a estas horas, la impresionante rebelión en Hong Kong, un nuevo y rutilante capítulo de un ciclo mundial que llegó para quedarse.

Esta rebeldía coloca elementos de importancia. El primero y más general es que repropone la acción colectiva de las grandes masas, lo que funge como una suerte de espectro de la revolución supuestamente sacado fuera de la agenda histórica a finales del siglo pasado. No podía ser así: mientras que persista el acicate de la explotación y la opresión, las nuevas generaciones se pondrán nuevamente de pie.

Además, al calor de este ciclo de rebeliones populares lo que ocurre es el recomienzo de la experiencia histórica de lucha de amplias capas de las masas oprimidas; una experiencia de un valor sin igual que plantea su maduración hacia instancias de mayor radicalidad.

Son marcados los límites de este nuevo ciclo: de ahí que lo caractericemos como de rebeliones y no revoluciones. Está marcado por un carácter popular general donde no es todavía la clase trabajadora la que le da su impronta a los asuntos. Al mismo tiempo, tampoco se avanza en la constitución de organismos independientes, y, menos que menos, de grandes partidos revolucionarios (aunque hay progresos a nivel de organizaciones de vanguardia en países como la Argentina). Faltan todavía varios pasos hacia una radicalización de las nuevas generaciones.

Aquí se cruzan, entonces, algunos conceptos que venimos trabajando últimamente como los de “conciencia histórica” y “conciencia política”. Todos los observadores atentos marcan como la conciencia histórica de las nuevas generaciones se encuentra escindida respecto de las anteriores. Los acontecimientos del siglo veinte han quedado atrás, y, de manera general, las nuevas generaciones no se sienten conectadas con ellos. Esta falta de perspectivas en relación al pasado se traduce en una visión del futuro –o, más bien, una falta de visión– dónde se vive en una suerte de “eterno presente”, una crisis de toda otra alternativa.

Un problema adicional es que esta falta de conciencia histórica tiene sus consecuencias a la hora de la conciencia política. Es que si se cree que el mundo descremado actual es el único posible, cuando esto se “traduce” a la conciencia política es difícil escapar del posibilismo, que es la condición común de la conciencia de amplios sectores y donde se apoya el oportunismo de izquierda.

No se trata, solamente, de la “carga material” de la conciencia reivindicativa, de la dificultad de elevarse al terreno político, de lo que constriñe la necesidad a la hora de una conciencia más general que se eleve a los asuntos universales.

También está el problema de que dicha conciencia (que vuela a “ras del suelo” de las necesidades inmediatas) no podrá “despegar” si no lo hace en una situación dónde al “elevar la mirada” reaparezca la dimensión misma de la temporalidad, del futuro, de una alternativa, de que las cosas podrían ser diferentes a lo que son hoy.

Toda conciencia política tiene necesariamente elementos de cierto “renunciamiento” a las adquisiciones del presente en favor de las perspectivas futuras. Pero dicho “renunciamiento” será algo muy abstracto (o materialmente imposible) si quien se lo impone no logra visualizar aun difusamente la posibilidad de que las cosas cambien.

Cabe la pregunta, finalmente, de cómo definir la situación del mundo hoy. En general, es muchísimo más sencillo hacerlo cuando ocurre un acontecimiento que por su universalidad atañe al conjunto de las personas internacionalmente hablando. Una gran guerra, una crisis económica global, una oleada revolucionaria internacional, y otros tantos hechos por el estilo son los que guardan este criterio. De ahí que Lenin pudiera definir la situación como revolucionaria cuando se desencadenó la Primera Guerra Mundial, por el cataclismo universal que supuso para las clases sociales del orbe europeo (y más allá).

Hoy, quizás, no existe un acontecimiento tan radical, único, que pueda dar lugar a una definición así. La crisis económica mundial que sigue barriendo el mundo desde el 2007 es, hasta cierto punto, un hecho de estas características: ha logrado impactar sobre amplios sectores.

Pero aun sabiendas que es una exageración, quizás la definición más correcta a hacer hoy es la de un proceso de lenta pero persistente desintegración del orden mundial establecido; esto en el sentido que parece estar debilitándose el orden mundial característico de las últimas décadas para alumbrar un período de mayor inestabilidad y polarización en las relaciones entre estados y clases.

Lo que hay que subrayar es que la estabilidad capitalista de las últimas décadas luce minada. Y, junto con esto, que una nueva generación está haciendo sus primeras armas, condición material irreemplazable para que una oleada de radicalización mundial de los explotados y oprimidos barra el mundo en cuanto los acontecimientos se extremen.

 

 

[1] El fallecido geógrafo marxista Giovanni Arrighi tenía esta posición.

[2] La revolución anticapitalista de 1949 no llevó a la clase obrera al poder pero, sin embargo, al “resolver” en cierto modo problemas como los de la unidad del país y su independencia del imperialismo, así como dar impulso a una primera oleada de industrialización y urbanización, creó mejores bases para su desarrollo capitalista actual. Apreciar esta evidente paradoja, requiere, de todos modos, un abordaje del curso histórico que huya del mecanicismo y el “linealismo” habitual.

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