Por José Luís Rojo


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“Era imperativo que a todos los golpeados, a toda la gente maltratada, se le mostrara y se le dijera que a pesar de todo todavía podíamos levantar nuestras cabezas” (Marek Edelman, “El levantamiento del Ghetto de Varsovia”[1])

 

En momentos en que el Estado de Israel está descargando una nueva y cobarde ofensiva sobre la población indefensa de la Franja de Gaza, publicamos el “guión” de un trabajo mayor que estamos elaborando –es decir, cuya investigación no está terminada- a propósito de la “cuestión judía”, cuestión que supo estar en el centro de los debates del movimiento socialista y que fue “resuelta” de manera tan reaccionaria como paradójica –una población oprimida, transformada en opresora- con la creación del estado sionista.

 

Una cuestión progresista

 

La historia de la cuestión judía tiene que ver con la de una parte de la población (a comienzos del siglo XX, sobre todo de los países de Europa oriental), que vivía en condiciones de extrema opresión. La población judía estigmatizada durante siglos por cuestiones religiosas, “raciales” o económicas, resultaba ser hacia donde iban direccionadas parte de las “culpas” por las condiciones de explotación de amplios sectores de masas por distinto tipo de gobiernos y poderes.

Mucho se debatió y escribió sobre el tema, literatura que tuvo textos clásicos –de un siglo al otro- como “La cuestión judía” de Marx, de 1843, o “La concepción materialista de la cuestión judía” del joven militante trotskista Abraham León, que escribió una obra brillante sobre el tema con escasos 26 años y que fue masacrado en Auschwitz en 1944, sobre el filo de la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

En todo caso, lo primero que se debe decir es que la “cuestión judía” era, a comienzos del siglo pasado, una cuestión progresista que interesaba a todos los que se plantaran desde el punto de vista de la emancipación humana, a todos los que entre las corrientes socialistas buscaban enlazarla con las luchas y reivindicaciones de la clase obrera.

Claros indicativos existían acerca de esta realidad. El caso Dreyfus en Francia –un coronel judío del Estado Mayor de dicho país que había sido falsamente acusado de haber vendido información a Alemania,- dividió al país por la mitad, llevando a Jean Jaures, el principal dirigente socialista de dicha época en el país galo, a sumarse con armas y bagajes en una campaña de masas por su libertad.

Rosa Luxemburgo criticó a Jaures por sumarse a esta campaña a-críticamente, sin levantar un programa independiente que apuntara a la destrucción del ejército burgués. Sin embargo, reivindicó el hecho que Jaures tomara en sus manos el problema, a diferencia de Jules Guesde, otro dirigente socialista reconocido del período, que en una posición sectaria señalaba que se trataba de un mero enfrentamiento “inter-burgués” y por lo tanto no se había sumado a la pelea por la liberación de Dreyfus. Es decir, tenía una posición sectaria que no reconocía el carácter democrático y progresivo de esta lucha.

En la otra punta de Europa, en el mismo período histórico en Rusia, después de la derrota de la Revolución de 1905, arreciaban los llamados “Progromos” (asesinatos masivos de población judía en manos de bandas reaccionarias como las Centurias Negras) alentados por el zarismo con Lenin haciendo un llamado a la autodefensa en común entre los obreros judíos y no judios para enfrentarlos con armas en la mano.

Se trataba, esta claro, de una causa progresista, esto más allá del debate acerca de la naturaleza de esta opresión: si la misma llegaba a constituir lo que se daba en llamar “una cuestión nacional” o si se podía resolver por la “simple” asimilación de la población judía a la sociedad en desarrollo, aportando, en todo caso, sus propias tradiciones; debate nada sencillo y que tenía fuertes matices dependiendo de la zona de Europa en la cual se planteara.

En la Europa occidental y centro Europa, las ideas asimilacionistas parecían tener un predicamento más evidente; en la Europa oriental existía una cultura judía específica vinculada a un idioma propio, el Yiddish (muy emparentado con el alemán, pero con una mezcla con términos hebreos), que daba a priori más sustento a una idea “nacional” de resolución de las cosas, perspectiva que defendía el Bund judío (una suerte de partido-sindicato-asociación socialista) el que representaba, sobre todo, a los sectores de la clase obrera judía marcada por una serie de rasgos específicos: el trabajar en sectores industriales de baja composición orgánica del capital, el tener como feriado los sábados y no los domingos, lo que, por lo tanto, hacía que sus patrones fueran judíos también, y demás.

El Bund judío fue combatido por Lenin no en rechazo de su lucha contra la opresión de la población de este origen (Lenin combatía el antisemitismo de manera abierta y declarada[2]), sino de los rasgos federativos de esta organización, que pretendía ser no la representante del partido en el seno de los trabajadores de este origen, sino la representante de los trabajadores de este origen en el seno del partido revolucionario…

De cualquier manera, y fuera cual fuera la respuesta que había que dar al problema, lo que nos interesa destacar aquí es que en su origen se trataba de una cuestión progresista que requería de una respuesta desde la clase obrera y los socialistas revolucionarios.

 

La emergencia del sionismo

 

Pero aquí es donde entra el problema del sionismo, la respuesta burguesa e imperialista a la cuestión judía. Esta posición surgió entre los que veían el problema judío como una cuestión “nacional”, tanto desde sectores burgueses como socialistas que tenían este enfoque. Entre los socialistas “nacionalistas” existían, por así decirlo, dos “sensibilidades”. El Bund judío tendía hacia posiciones nacionales pero “extraterritoriales”. Es decir, opinaba que el problema debía resolverse en los países donde los trabajadores judíos habitaban –en esa época, mayormente, en los países de Europa orienta, como ya está dicho- y no prestarse a proyectos de colonización en otros lugares. Su idea nacional “extraterritorial” tenia que ver con que no reivindicaban un estado propio sino derechos como “nación”, que no es exactamente lo mismo: el respeto a su idioma, costumbres, derechos civiles y políticos iguales al resto de la población, sus propias escuelas y asociaciones culturales y demás.

Sin embargo, entre los que tenían la posición de que el problema judío tenía rasgos de “cuestión nacional” (Lenin, Rosa Luxemburgo y Trotsky no tenían esta posición; su enfoque era más bien para el lado de la asimilación, aunque Trotsky en los años treinta y ante la emergencia amenazante del nazismo, habría matizado en algo su posición[3]), surgió una diferenciación.

Por un lado, estaban las corrientes como el Bund que exigían una solución nacional “extraterritorial”, que tendía a una deriva federalista y que con la emergencia de la Revolución Rusa tendió a disolverse dentro del partido comunista, dando lugar a expresiones como el Konbund (los “budistas comunistas”). El Bund sobrevivió como tal en Polonia hasta el estallido de la II Guerra Mundial, transformándose en una organización más bien reformista pero con desarrollo destacado en los años ‘30, teniendo posteriormente importante participación en el levantamiento del Ghetto de Varsovia.

Pero por el otro lado, a partir de finales del siglo XIX, fue surgiendo una corriente llamada “sionista” cuya posición era que el problema judío era un problema nacional que se debía resolver dándose un territorio propio. En la cabeza de sus ideólogos la idea se correspondía con los proyectos de colonización de los pueblos “aborígenes” propias del imperialismo del siglo XIX, imperialismos a disposición del cual se puso la idea, terminando de cristalizar en la misma en Palestina (aunque entre sus plantes se llegó a hablar también de la Argentina, entre otros país).

No es aquí el lugar dónde hacer una historia del sionismo y todas sus características, ramas y expresiones (“socialistas” y burguesas); solo subrayar que se trató -desde sus orígenes- de una corriente que revertía de una manera reaccionaria y opresora una cuestión que era, en su base, progresiva, como la cuestión judía, y que requería para su resolución no de oprimir a otro pueblo (¡la aberración inaudita del sionismo!), sino hacer parte de las causas emancipadoras más generales.

 

La tragedia del nazismo

 

A lo largo de muchas décadas, entonces, la cuestión judía estuvo asociada a la cuestión de la clase obrera, a la causa del socialismo, como así también la lucha por la emancipación de la mujer, por la autodeterminación de las nacionalidades oprimidas y tantas otras estaban asociadas al movimiento socialista. Esto es lo que explica, también, que muchos militantes y dirigentes de la izquierda socialista tuvieran origen judío en la medida que a estos los sensibilizaba su situación de oprimidos y encontraban en el movimiento revolucionaria una alternativa y un puesto de lucha; un lugar de pelea junto a la clase trabajadora.

De ahí entonces que la suerte de ambos “movimientos” y ambas luchas se entrecruzara en muchos momentos, siendo un ejemplo máximo de esto la pelea contra la emergencia del nazismo.

Hay que entender el “operativo” del nazismo al respecto. Se necesitaba un “relato” que desplazara la conciencia de la lucha de clases, de la pelea entre obreros y burgueses, corriente que estaba en la cima de su proyección histórica con la emergencia de la Revolución Rusa. Y este relato alternativo, “nacional”, de “conciliación de clases”, el nazismo lo encontró explotando los sentimientos de la conciencia popular –pero no de clase- que identificaba a los judíos con los usureros, los prestamistas, los comerciantes. Es que resuelta ser que este había sido el rol económico de muchos de los integrantes de esta religión durante gran parte de la Edad Media, lo que había llegado a identificarlos popularmente como una suerte de “chupa sangres” de los campesinos y demás sectores oprimidos.

Esto quedó en la conciencia popular de amplios sectores, sobre todo en los pueblos medianos y chicos, aun cuando la población judía había sido ya desplazada de estas funciones, o dichas funciones eran muy menores frente a la verdadera explotación proveniente de la gran burguesía en ascenso, mayormente de origen no judía, y ante la cual el nazismo pretendía quitar el foco.

Sin embargo, en su relato anticomunista, en su búsqueda de desplazar la justa referencia de clase, en su objetivo de lograr la “unidad nacional” de explotados y explotadores, el nazismo supo encontrar en estas profundas pasiones –las que tenían raíces en lo que se llamaba la cultura “Völkisch”, es decir, “popular-conservadora” alemana, que colocaba al judío en esa posición detestable y detestada.

De ahí que el nazismo identificara al “judío-bolchevique” como enemigo, como unificando las dos causas que eran obviamente distintas pero a la vez, efectivamente, se encontraban en algún punto entrelazadas.

El ascenso del nazismo en Alemania a comienzos de 1933 significó la más grande derrota de la clase obrera en toda su historia, la más terrible capitulación del estalinismo, así como una tragedia sin nombre para la población judía de Alemania, centro Europa, todo la Europa oriental y la misma Rusia. La búsqueda de “espacio vital” para el imperialismo alemán se llevó a cabo, en el Este, bajo la divisa de la liquidación del bolchevismo y de los judíos, redundando en una historia que es más o menos conocida: 20.000.000 millones de obreros y campesinos muertos en el Frente Oriental (población de la ex URSS), y seis millones de judíos –de todo tipo de orígenes sociales- asesinados mayormente en las cámaras de gas.

 

La gesta heroica del ghetto de Varsovia

 

Así se llega a la Segunda Guerra Mundial, sobre todo a junio de 1941 cuando Hitler desata la Operación Barbarroja (la invasión a Rusia) y arrasa con 3.000.000 de soldados del Ejercito Rojo (desorganizado por Stalin luego de las purgas militares de 1938) en los primeros seis meses de la contienda.

Simultáneamente en la famosa “Conferencia de Wannsee” a comienzos de 1942 se decide la “Solución Final”. Ante los problemas de “logística” creados por la guerra, el poder nazi consideró que “no tenía ninguna otra alternativa” (primeramente se había pensado en desplazar la población judía a Madagascar) que el asesinato en masa de la población judía; ahí comienza la fase final del asesinato de seis millones de personas, procedimiento que se fue radicalizando conforme Hitler iba perdiendo la guerra, y que llegó a situaciones aberrantes como el asesinato e medio millón de judíos húngaros en 1944, cuando ya todo el mundo sabía que Alemania iba a perder la guerra[4].

En esta catástrofe presentada como “tragedia” u “holocausto”, es decir, como algo pasivo que no se podía enfrentar, los llamados “consejos judíos” cumplieron un papel fundamental en aceptar mansamente, primero, la ghetificación de la población, y luego su “entrega en cuotas” para ser enviados a los campos de concentración[5].

Es evidente que estos consejos, integrados por las grandes figuras judías de cada ciudad o región emparentadas o de origen burgués, no se les ocurría otra cosa que “respetar las leyes” (¡aunque fueran leyes nazis!) o confiarse no se sabe a quien, en vez de optar por los métodos tradicionales de lucha de los explotados y oprimidos, la acción  directa por más difícil que la misma fuera en esas condiciones.

Es ahí donde entra la enorme gesta del ghetto de Varsovia, que entre abril y mayo de 1943, mediante el levantamiento de no más de 200 jóvenes combatientes, mantuvieron a raya fuerzas nazis infinitamente superiores llevando a cabo una de las gestas de resistencia más heroicas de la II Guerra Mundial, no por nada siendo influenciados por militantes originados en el Bund judío o el partido comunista; incluso se sabe de la participación de militantes trotskistas en dicho levantamiento, los que publicaban una suerte de boletín propio.

 

De oprimidos a opresores

 

Terminada la Segunda Guerra seis millones de judíos no existían más; prácticamente la población judía entera de Europa oriental, donde eran fuertes en sus filas el pensamiento y las tradiciones socialistas. Esta tragedia en manos del nazismo liquidó el Bund judío así como, paralelamente, la burocratización de la Revolución Rusa prácticamente había terminado por liquidar el carácter obrero del primer Estado proletario, al partido comunista como alternativa real.

Es en estas condiciones donde el sionismo se impone definitivamente. En 1948 es declarada la fundación del Estado de Israel (apoyada por Stalin), simultáneamente con el desarrollo de la primera guerra contra la población palestina y los países árabes circundantes, masacres y desplazamiento mediante de su originaria población palestina.

Aquí, entonces, se cierra un círculo y de la manera más reaccionaria y contrarrevolucionaria que se crea posible: la cuestión judía, de cuestión progresista que era, interés del conjunto de los explotados y oprimidos, une su suerte con el imperialismo, con el colonialismo, con la opresión de otro pueblo. Una “solución” burguesa al asunto que no ha dejado de derramar sangre desde ese año hasta ahora, creando un estado de opresores que se asienta -armado hasta los dientes- en la opresión de la población palestina originaria y que no tendrá solución hasta que no se logre una Palestina socialista donde palestinos y judíos puedan convivir libremente. Pero para esto, habrá primeramente que acabar con el Estado de Israel y buscar la manera que esto ocurra desde un movimiento socialista refundado de los oprimidos y explotados del mundo árabe, una tarea muy difícil que no podrá ver la luz sino acompañando un renacimiento del movimiento obrero y socialista en todo el mundo.

En todo caso, el ocaso de la cuestión judía como cuestión progresista en la segunda mitad del siglo XX hace parte de la caída del Muro de Berlin y la burocratización de las revoluciones del siglo XX. La tarea del relanzamiento de la revolución socialista auténtica en este nuevo siglo deberá ayudar también a emancipar a la población palestina de su opresión sionista y en darle a la cuestión judía una solución progresista hermanada con la causa del proletariado.

 

 

[1] Marek Edelman era un joven militante socialista del Bund judío que fue un de los “subcomandante” del levantamiento de 1943 que sobrevivió a dicha acción y a la guerra misma, siguió viviendo en Polonia transformándose en militante anti-estalinista y rechazando toda su vida la creación del Estado de Israel como engendro reaccionario.

[2] Con la burocratización de la ex URSS hubo un curso del estalinismo hacia rasgos antisemitas, lo que fue combatido en su momento por Trotsky.

[3] La idea de asimilación de la población judía era compartida, mayormente, por el tronco principal del movimiento socialista, que consideraba el problema judío como un residuo del feudalismo y que realizada de manera consecuente la revolución burguesa –como en el caso de Francia a finales del siglo XVIII y sus leyes emancipadoras del judaísmo- el problema judío se tendería pacíficamente a reabsorber, asimilar en la sociedad como un todo en su desarrollo, en su carácter de “crisol” de distintos orígenes culturales y “raciales”. La historia del siglo XX –con la emergencia del nazismo- vino a demostrar que esto sería más complejo, lo que no quiere decir que la salida “nacional” fuera la correcta-

[4] Un relato de primera mano de esta masacre lo obtuvimos en una reciente conferencia realizada al respecto en Clujj, Rumania, y a la que asistió el autor de esta nota; los debates expresados en la misma, así como los heroicos relatos de los resistentes judíos con conciencia de clase de origen comunista que no se entregaron sin resistencia a las autoridades nazis, así como las expresiones de solidaridad por doquier en medio de la barbarie, no los podemos desarrollar aquí.

[5] Este es un tema conocido pero soslayado por el sionismo y la “historia oficial” en Israel. Hanna Arendt insospechable de posiciones de izquierda –a decir verdad, militó de joven en el sionismo- denunció este rol siniestro de los consejos judíos en oportunidad de su cobertura del juicio en Israel a Adolf Eichmann en su obra “Eichmann en Jerusalén” donde maneja el agudo concepto de “banalidad del mal” para describir el mecanismo burocrático y “desinteresado” (o, más bien, “des-responsabilizado”) con que la mayoría de los burócratas nazis administraron el genocidio.

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