Por Marina Hidalgo Robles e Inés Zeta

El jueves 21 se estrenó la película Alanís, de Anahí Berneri, protagonizada por Sofía Gala, y auspiciada por AMMAR. Una película que antes de su estreno generó un gran revuelo por los polémicos dichos de la actriz, quien en vivo declaró “prefiero ser puta antes que moza”, en una clara campaña por la legalización y legitimación de la prostitución para mujeres y trans.

Sin embargo, la película despliega un argumento y otro y otro, para explicar y entender por qué la prostitución es una de las formas más crueles de sometimiento contra las mujeres y trans que esta sociedad capitalista y patriarcal nos impone. Si después de ver Alanís, se puede decir sin ruborizarse que la prostitución es una alternativa a elegir frente a la precariedad que significa el trabajo doméstico, sólo puede ser explicado por absoluta estupidez, o por perversa complicidad con el régimen del proxenetismo.

La película muestra sólo dos situaciones explícitas entre María (la protagonista) y sus prostituyentes. Dos situaciones que alcanzan para evidenciar lo que desde el abolicionismo se dice hace rato: la explotación es producto de la necesidad económica, y no del placer o la diversión; y que la violencia que significa acatar los deseos sexuales de quien depende el ingreso económico no es sólo física, también es devastadora subjetivamente.

Y aunque las escenas mostradas son bastante “lavadas” si se comparan con los relatos de las sobrevivientes, como Sonia Sánchez, Alika Kinan, las compañeras de AMADH e incluso personas que comentaban sus propias experiencias en la prostitución en el baño del cine, alcanzan para graficar el horror que es la prostitución.

En la primera escena María llama a un prostituyente de su compañera de departamento, Gigí, porque está desalojada y sin dinero. Se encuentra en la zona de Once, en el auto de él, un hombre de más de 70 años, que se muestra como “desinteresado” en estar ahí, y que termina dándole la mitad del dinero que había “pactado” con María. Ella se resigna y se va.

La segunda escena es con un prostituyente que la para en la calle, en los alrededores de Plaza Once, durante la madrugada. Le ofrece 800 pesos, pero termina dándole 500 para pagar el hotel con el resto. Con este tipo, la cosa se pone más cruda; él consume cocaína, intenta penetrarla sin que ella quiera, le exige que ella lo excite, la insulta. María empieza a enojarse y a insultarlo; se ve en su cara, en sus gestos, en sus palabras, que nada de lo que ocurre tiene que ver con su placer, que ni siquiera le “da lo mismo”. Tiene bronca, está enojada, y se lo dice. Claro, al prostituyente esto le gusta, porque si hay algo que les gusta a los prostituyentes es la certeza de que, aunque la mujer no quiera estar ahí, o no la esté pasando bien, ellos tienen el poder de someter e imponer. Cuando termina, le propone seguir, ella se niega y se va sola caminando por la calle. En el camino otras mujeres también explotadas la corren y la golpean, por estar en su “parada”. Llega a la casa golpeada y con menos dinero del “acordado”.

¿Habrá que aclarar que en ninguno de los casos, los prostituyentes le preguntan qué es lo que ella quiere, si está disfrutando, si se lastima, si se quiere quedar? Por las dudas aclaramos; no lo hacen. Pero no sólo estas situaciones no tienen que ver con el deseo de María, además queda algo pendiente, no dicho, pero que se siente; el potencial riesgo al que está expuesta ella en cada segundo que pasa dentro del circuito de explotación.

El prostituyente del auto no le da el dinero que ella pauta, el prostituyente del hotel quiere que ella consuma cocaína, o volver a penetrarla, o penetrarla analmente sin su consentimiento; todas situaciones cotidianas en el contexto de la explotación, excepto que en la vida real el final resulta ser distinto: lo que el prostituyente quiere se hace, o por la necesidad de la plata, o por la fuerza de los golpes. Algo que la película omite. En Alanís, la mujer dice no y es no. En la realidad, la mujer dice no y es lo que manda el prostituyente, el proxeneta, la policía.

La trama de Alanís echa luz sobre otro punto clave en el planteo abolicionista: la trata y la explotación sexual van inevitablemente de la mano. María es una piba de 25 años, madre de un niño de año y medio, que vive en la capital junto a una mujer, Gigí, de unos 50 años, en el mismo departamento donde es prostituida. Y de lo que también se beneficia el dueño del departamento, que sabiendo perfectamente lo que allí ocurre, no duda un segundo en dejarla en la calle con su hijito y con lo puesto, para que no le hagan más lío. María había llegado a la capital a los 23, trasladada por un prostituyente que conoció en la whiskería de su ciudad natal Cipolletti. Este la contactó con Gigí. Una clara situación de trata, la trata de verdad, la que sufren las mujeres y trans, no la que venden los manuales de proxenetas. La trata: el traslado y el recibimiento de las mujeres por parte de un/a proxeneta que la explota en el lugar al que llega. Este es el caso de la película; a María la trasladan para ser prostituida por Gigí que se queda con un porcentaje del dinero (aunque no dicen cuánto). Como al pasar también menciona que ya había viajado a otra ciudad para ser explotada en prostíbulos lejos de su familia; la trata existe siempre que exista la explotación.

La trata no es necesariamente (ni siempre) el secuestro, es el traslado de mujeres cual mercancías, para ser utilizadas en otros puntos del circuito de la explotación. Que María “aceptara” viajar seguramente tuvo mucho que ver con la necesidad de obtener un ingreso económico para mantener a su hijo (de quien estaba embarazada en el momento de llegar a Capital) y con la propia experiencia previa de haber sido explotada en los prostíbulos de su ciudad.

En la película María no dice a qué edad entró en el circuito de explotación, pero sí cuenta que a los 23 ya había estado en situación de prostitución en Cipolletti y que a esa edad viajó a la capital. Si bien es muy difícil acceder a estadísticas que puedan dar números acerca de la problemática de la trata y la explotación sexual, se estima que el 80% de las mujeres y trans adultas que son explotadas, comenzaron a serlo en su adolescencia o niñez. Aparentemente, María no es la excepción.

Incluso en la película se puede ver que la explotación sexual no es autónoma, no es individual; siempre hay alguien más que hace negocio a costa de la prostitución de las mujeres y trans. En todos los relatos de María de los distintos momentos de la explotación hay alguien a quien “le debe” algo: Gigí se queda con un porcentaje; al igual que los dueños de los prostíbulos en los que estuvo antes de viajar a Capital; y cuando parece que el trato es sólo entre ella y el prostituyente de Once, el hotel se queda con casi el 50% de dinero de la parte de ella. El negocio nunca es para las personas explotadas, el beneficio siempre se lo lleva otro.

Llamativamente, otra cosa que no se termina de expresar en la película es el problema del Estado. La historia comienza con un allanamiento de lo que pareciera ser el Programa de Rescate, donde dos policías haciéndose pasar por “clientes” ingresan al departamento y se llevan detenida a Gigí. Si bien la entrada de los policías es violenta, el resto de la escena los presenta como casi amigables; algo muy alejado de lo que cuentan las compañeras: que cuando son detenidas reciben los tratos más crueles por parte de esa fuerza; robos, golpes y violaciones.
Si bien en el mismo acto del allanamiento la Asistente social le ofrece “relocalizar” a María y a su hijito, el allanamiento sólo resulta en la detención de Gigí; ninguna salida ni alternativa para María y su hijo, y otra vez la calle y el tránsito por otros lugares del circuito de explotación.

La película está muy bien contada y estéticamente es impecable, pero las hacedoras sucumben al posmodernismo, que cada cual interprete lo que le parezca. Y, además, rematan con un “final feliz”: la protagonista encuentra en los clasificados del diario un “trabajo”. Va a una entrevista con una proxeneta de un privado, que le explica cómo son las cosas  (50 y 50 si sólo va a hacer los pases, 70 y 30 si además vive en el departamento). En la última escena Alanís, que es María o Estefanía en un mundo donde la identidad y la subjetividad se pierden y se quiebran, y un grupo de jóvenes mujeres se ríen, se maquillan, comparten experiencias, mientras esperan que llegue el próximo “cliente”. Alanís parece contenta y en paz. Marketing del proxenetismo: los privados serían lugares libres de violencia y desigualdad. Farsa del reglamentarismo, que de todas maneras no logra conjurar el contenido de la película (y de la realidad verdadera). Alanís no es idiota y, como el esclavo que encuentra un poco de grasa y la usa para aflojar el dolor de las cadenas, aprovecha los espacios y tiene sus artimañas para aligerar un poco la carga. Pero como el esclavo, sigue encadenada, en la película y en la vida.

Alanís fue vendida como la película de una “trabajadora sexual”, auspiciada por AMMAR y por toda la maquinaria de propaganda reglamentarista. Y sin embargo ver tres días de la vida de una mujer que encuentra en la prostitución su única fuente de ingreso, no puede más que dejar en claro por qué la pelea contra las redes de trata y explotación sexual se hace cada día más vigente y necesaria. Encontrar en Alanís un sólo argumento para defender la reglamentación de la prostitución, es hacerle el juego al proxenetismo y la trata.

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