Hace 77 años era asesinado León Trotsky. Es difícil exagerar las dimensiones históricas de esta figura: presidente del soviet de Petrogrado durante la revolución rusa de 1905, nuevamente al frente del proletariado victorioso en octubre de 1917, organizador del Ejército Rojo que derrotó a las fuerzas imperialistas y a los ejércitos reaccionarios durante la Guerra Civil. Su nombre, junto con el de Lenin, estuvo desde el minuto uno, soldado a la gesta de la Revolución Rusa.

En los años 20, con la temprana muerte de Lenin, el retroceso del proletariado mundial, y el aislamiento de Rusia revolucionaria produjeron el afianzamiento de las tendencias más conservadoras en el seno de la patria de los soviets, y con ellas, el fortalecimiento de la burocracia y de Stalin. En este escenario, mientras muchos le capitulaban al cada vez más poderoso Secretario General, Trotsky se mostró como la más filosa y tenaz de las espadas del marxismo, combatiendo a la casta burocrática y al “sepulturero de la revolución”.

Stalin primero lo acorraló en la Unión Soviética, después lo expulsó del país y lo persiguió por toda Europa. Finalmente en México logró asesinarlo.

Ese 20 de agosto de 1940, la burocracia estalinista y la burguesía mundial celebraron la muerte de un hombre a quien, finalmente, habían vencido. Pero cuánto se equivocaron, a los revolucionarios se los puede matar, pero a la revolución no.

Trosky tiene el mérito imperecedero de haber salvado al marxismo de la ignominia. Él trazó una línea roja entre la revolución y la contrarrevolución. El balance histórico es contundente, mientras que el nombre de Stalin y las organizaciones stalinistas han sido barridas al basurero de la historia, el marxismo mantiene su vitalidad en los miles de jóvenes y trabajadores que siguen luchando por un mundo libre de toda opresión y explotación. Y si eso es así es, ante todo, por la tenaz batalla que supo dar León Trotsky.

Como homenaje, reproducimos el capítulo “El tren” del libro “Mi vida”, en el cual nos cuenta su experiencia durante la guerra civil al frente del Ejército Rojo:

Mi vida,

«El Tren»

Justo es que digamos algo acerca del célebre «tren del Presidente del Consejo revolucionario de Guerra». Con la vida de este tren hubo de asociarse inseparablemente la mía personal durante los años críticos de la revolución. El tren unía al frente con el interior del país, decidía sobre el terreno las cuestiones inaplazables, aclaraba, daba ánimos, aprovisionaba, repartía castigos y recompensas.

Sin represalias es imposible poner un ejército en pie. Es una quimera pretender que se van a lanzar a muchedumbres de hombres a la muerte si la pena capital no figura entre las armas de que dispone el mando. Mientras estos monos sin cola orgullosos de su técnica que se llaman hombres guerreen y levanten ejércitos para la guerra, no habrá un solo mando que pueda renunciar al recurso de colocar a sus hombres entre la eventualidad de la muerte que les aguarda si avanzan y la seguridad del fusilamiento que acecha en la retaguardia, si retroceden. Y, sin embargo, no es el miedo el que hace los ejércitos ni la disciplina. El ejército zarista no se desmoronó precisamente por falta de represalias. Y Kerenski, queriendo sacarlo a flote por el restablecimiento de la última pena, lo que hizo fue hundirlo definitivamente. En medio del incendio voraz de la gran guerra levantaron su nuevo ejército los bolcheviques. Para el que conozca un poco siquiera el lenguaje de la historia, estos hechos no necesitan de explicación. El cemento más poderoso que fraguó el nuevo ejército fueron las enseñanzas de la revolución de Octubre. El tren era el encargado de llevar este cemento a todos los frentes.

En las provincias de Kaluga, Woronesh y Riazan había miles de campesinos jóvenes que no habían comparecido a enrolarse a la primera llamada de los Soviets. La guerra se estaba librando allá lejos de sus tierras; aquella gente no tomaba en serio la movilización, y la campaña de reclutamiento rindió allí escasos frutos. Los que no se presentaban quedaban calificados de desertores. Se abrió una campaña severísima contra todos los que no comparecían a la recluta. En el comisariado de guerra de Riazan habían ido concentrándose unos quince mil «desertores» de estos. Una vez que pasaba por Riazan, decidí verles de cerca. Pretendieron disuadirme, diciéndome que «podía pasar algo». No hubo tal. Todo marchó magníficamente. Los sacaron de las barracas al grito de «¡Camaradas desertores, acudid al mitin, que el camarada Trotsky viene a dirigimos la palabra!» Fueron saliendo de sus barracones con caras de excitación y curiosidad, armando la mar de ruido, como los chicos de la escuela. Yo me los imaginaba mucho más imponentes. Ellos, a su vez, se habían imaginado a Trotsky mucho más terrorífico. A los pocos minutos, estaba rodeado de una muchedumbre gigantesca, inquieta, bastante indisciplinado, pero que no me miraba con hostilidad, ni mucho menos. Los «camaradas desertores» me echaban tales miradas, que a muchos parecía que iban a saltárselas los ojos de las cuencas. Me subí encima de una mesa, en el patio, y les hablé por espacio de cerca de hora y media. ¡Aquel sí que era un auditorio agradecido! Me esforcé por infundirles la conciencia de su fuerza, y al terminar les invité a que levantasen la mano en señal de fidelidad hacia la revolución. Se les veía materialmente contagiados por las nuevas ideas. Un entusiasmo sincero se había apoderado de ellos. Me acompañaron hasta el automóvil, al que echaron unas miradas terribles, pero no ya de miedo como antes, sino de entusiasmo; gritaban a voz en cuello y no querían dejarme marchar. Más tarde supe, no sin cierto orgullo, que uno de los recursos educativos más eficaces que se les podía aplicar, en caso de resistencia, era preguntarles: Vamos a ver, ¿qué es lo que prometisteis a Trotsky? Los regimientos de los «desertores» de Riazan habían de portarse brillantemente en los frentes.

A este propósito me acuerdo del segundo curso del Instituto de San Pablo de Odesa. Cuarenta chicos no se distinguían en nada de otros cuarenta. Pero tan pronto como Burnand, el de la misteriosa X en la frente, Maier, el inspector, el inspector Guillermo o Kaminski y Schewannebach, el director, descargaban su furia sobre el grupo más crítico y audaz de la clase, levantaban la cabeza los soplones y los envidiosos…, y detrás de ellos iba la clase entera.

En todos los regimientos y en todas las compañías hay hombres de muy distinto temple. Los que no temen a nada y los capaces de sacrificio son siempre minoría. En el otro polo está, en cambio, la minoría, cada vez más exigua, de los corrompidos, los egoístas y los enemigos jurados. Entre estos dos polos de minoría gira la gran mayoría de los inseguros y los vacilantes. La corrupción triunfa si los mejores perecen, arrollados por los egoístas y los enemigos. En estos casos, la mayoría no sabe con quién ha de ir, y al llegar la hora del peligro se deja llevar del pánico. El día 24 de febrero de 1919 dije en la Sala de las Columnas de Moscú, hablando a un auditorio de jefes, y oficiales jóvenes: «Dadme tres mil desertores, dejadme formar con ellos un regimiento y poner al frente a un Comandante que sepa mandar, a un buen Comisario, a jefes idóneos a la cabeza de cada batallón, de cada compañía, de cada columna, y os aseguro que no pasarán cuatro semanas sin que estos tres mil desertores se hayan convertido-dentro de nuestro país revolucionario, se entiende-en un magnífico regimiento. Esto que os digo-añadí-hemos podido comprobarlo repetidamente, no hace mucho, en el frente de Narva y de Pskof, donde conseguimos formar magníficos destacamentos de tropa reuniendo los despojos de otros deshechos.»

Dos años y medio pasé, con breves intervalos de tiempo, en aquél vagón de ferrocarril, construido para un Ministro de Fomento. Era un vagón magníficamente equipado para el confort de un ministro, pero poco cómodo para trabajar. Aquí era donde recibía en ruta a todos los que venían a traerme informes, donde me reunía a deliberar con las autoridades civiles y militares de las localidades por donde pasaba, donde ordenaba los comunicados telegráficos y dictaba las órdenes del día y los artículos para los periódicos. De este vagón partía con mis auxiliares a recorrer en automóvil la línea del frente, en excursiones que duraban varios días. En los ratos libres, me dedicaba a dictar, siempre en el vagón, el libro que estaba escribiendo contra Kautsky (Terrorismo y Comunismo) y otra serie de trabajos. Durante aquellos años, me acostumbré, y creo que ya para siempre, a trabajar y a pensar al ritmo de los muelles y las ruedas del «pullman».

Este tren lo habíamos formado en Moscú a toda prisa durante la noche del 7 al 8 de agosto de 1918. A la mañana siguiente, monté en él camino de Sviask, en el frente checoeslovaco. Poco a poco, y con el tiempo, el tren fue transformándose, completándose y perfeccionándose. Ya en 1918, albergaba a todo un organismo administrativo circulante. El tren llevaba una organización de secretaría, una imprenta, una estación telegráfica, un centro radiotelegráfico y otro eléctrico, una biblioteca, un garaje y una instalación de baños.

Era tan pesado, que necesitaba, para arrastrarlo, dos locomotoras. Más tarde, hubimos de desdoblarlo. Si las circunstancias del caso exigían, que nos detuviésemos por algún tiempo en un lugar del frente, una de las locomotoras hacía oficio de correo. La otra estaba siempre con las calderas encendidas. Aquel era un frente movible, y con él no había juegos.
No tengo a mano la historia del tren, que se custodia en los Archivos del Ministerio de la Guerra y que redactaron oportunamente con el mayor celo los mozos que me auxiliaban en la tarea. Para la exposición de la guerra civil sacamos el gráfico de los recorridos hechos por nuestro tren, que, según los informes de los periódicos, llamó mucho la atención. Luego, el gráfico pasó al Museo de la guerra civil. Ahora estará arrumbado en cualquier rincón oscuro con cientos y miles de testimonios de la época: carteles, proclamas, órdenes del día, fotografías, banderas, trozos de película, libros y discursos; todos aquellos testimonios que reflejan poco o mucho los momentos culminantes de la guerra civil en que yo hube de tomar parte.

Durante los años de 1922 a 1924, es decir, hasta que empezaron a descargarse los golpes definitivos contra la oposición, la editorial militar rusa editó cinco volúmenes con trabajos míos referentes al ejército y a la guerra civil. En ellos no figura la historia de nuestro convoy. Para reconstituir el curso de sus movimientos he tenido que fijarme en las notas puestas a los editoriales del periódico que publicábamos en el tren con el título de W Puti (En ruta): Samara, Tcheliabinsk, Wiatka, Petrogrado, Balashof, Smolensk, otra vez Samara, Rostof, Novotsherkask, Kief, Shitomir y así sucesivamente, pues sería cosa de nunca acabar. Ni siquiera tengo a mano los datos del número total de kilómetros recorridos por nuestro tren durante las campañas de la guerra civil. Una de las notas que figuran en los citados volúmenes explicando mis viajes militares y que puede servir para dar una idea aproximada, habla de 36 viajes con un total de 105.000 kilómetros. Uno de mis compañeros de aquellos días me escribe, remitiéndose a la memoria, que en los tres años, por la extensión recorrida, dimos cinco veces y media la vuelta al mundo; es decir, que según él, el número de kilómetros que recorrimos asciende al doble de aquella cifra. Y esto, sin contar los miles y miles de kilómetros que anduvimos en automóvil, en comarcas a donde no podía llegar el tren, e internándonos en el frente. Y como el tren se ponía en movimiento siempre para dirigirse a los puntos críticos, el esquema de sus viajes, trazado sobre el mapa, da una idea bastante fiel y completa de la importancia que alcanzaron en las diversas épocas los varios frentes. La mayor parte de los viajes corresponde al año 1.920, o sea al último año de la guerra civil. Geográficamente, predominan los viajes al frente Sur, que fue, durante toda la campaña, el más tenaz, constante y peligroso de todos.

¿Y qué buscaba el «tren del Presidente del Consejo revolucionario de Guerra» en los frentes de la guerra civil? La contestación, en términos generales, no es difícil: buscaba la victoria. Pero, ¿qué era lo que llevaba a los frentes? ¿Y con arreglo a qué métodos trabajaba? ¿Qué fines inmediatos perseguían sus viajes interminables, de una punta a otra del país? Aquellos no eran simples viajes de inspección. No; la labor del tren estaba íntimamente compenetrada con la organización del ejército, con su educación y disciplina, con su administración y aprovisionamiento. Estábamos poniendo en pie de guerra, bajo el fuego del enemigo, un ejército completamente nuevo. Así en Sviask, donde el tren vivió el primer mes de su historia, y así en los demás frentes. Echando mano de los paisanos armados, de los fugitivos que abandonaban el campo ante las tropas blancas, de los campesinos movilizados en varias leguas a la redonda, de los destacamentos de obreros que nos mandaban los centros industriales, de los grupos comunistas y de los especialistas militares, íbamos levantando sobre el terreno, en el mismo frente, compañías, batallones, regimientos de refresco y a veces hasta divisiones enteras. Después de muchas derrotas y retiradas, aquella masa por el pánico, fue convirtiéndose, a la vuelta en un ejército apto para la lucha. ¿Qué hizo falta, para conseguirlo? Poco y mucho. Buenos jefes, como unas cuantas docenas de expertos luchadores, diez o doce, comunistas dispuestos a sacrificarse, conseguir botas para los descalzos, organizar una instalación de baños, llevar a cabo una enérgica campaña de agitación, aprovisionar a las tropas de víveres, de ropa, de tabaco y de cerillas. Todo esto era de la incumbencia del tren. El tren tenía siempre en la reserva unos cuantos comunistas serios, para llenar con ellos los vacíos; dos o trescientos bravos luchadores, un pequeño almacén de botas, de zamarras de cuero, de medicinas, de ametralladoras, gemelos de campaña, mapas y todo género de regalos, tales como relojes y otros objetos por el estilo. Claro está que las existencias materiales de que disponía el convoy eran insignificantes, si se las comparaba con las necesidades del ejército. Pero las estábamos renovando constantemente. Y, sobre todo, las hacíamos desempeñar docenas y cientos de veces el papel de esa paletada de carbón que hace falta echar al fogón en el momento preciso, para que la caldera no se apague. En el tren funcionaba un aparato de telégrafo, por el que podíamos comunicar directamente con Moscú, y por él estábamos encargando constantemente a Sklianski, mi sustituto en el departamento de Guerra, los objetos más necesarios para el ejército, a veces con destino a una división entera y otras veces para un solo regimiento. Los encargos eran ejecutados con una rapidez en la que no hubiera podido pensarse sin mi intervención. De sobra sé que este método no podía calificarse, ni mucho menos, de idea. Los pedantes podrán decir que lo que importa, lo mismo en el régimen de avituallamiento que en todos los demás aspectos de la guerra, es el lado sistemático. Y es verdad. Yo mismo propendo, con harta frecuencia, a pecar de pedantería. Pero el hecho era que no nos resignábamos a perecer antes de que pudiéramos poner en pie y echar a andar un buen sistema. He aquí por qué nos veíamos obligados, sobre todo en la primera época, a suplir este sistema, que no teníamos, por medio de improvisaciones, para luego poder cimentar sobre éstas el sistema.
En todos mis viajes me acompañaban personas laboriosas y competentes en los diferentes ramos administrativos del ejército, y principalmente en el de aprovisionamiento de las tropas. Habíamos heredado del antiguo ejército la organización de la intendencia. Los intendentes intentaron seguir trabajando con los viejos métodos, y aun peor, pues las condiciones de ahora eran inmensamente más difíciles. Durante estos viajes, muchos viejos especialistas hubieron de desmontar y volver a construir hasta los cimientos los procedimientos aprendidos, y los jóvenes pudieron aprender sobre el ejemplo viviente los que aún no tenían. Después de recorrer toda una división y comprobar sobre el terreno sus faltas y sus flacos, convocaba en el cuartel general o en el coche-restaurant del tren un consejo integrado por el mayor número posible de personas y del que formaban parte representantes de las clases de mando y de los soldados rasos del Ejército Rojo, y, además, delegados de las organizaciones locales del partido y de los organismos soviéticos y sindicales. De este modo, iba formándome una idea exacta de la situación, sin afeites ni disfraces. Además, estos consejos daban siempre un resultado práctico inmediato. Por Pobres que fuesen los organismos del poder local, disponían siempre de la posibilidad de sacrificarse en algo para contribuir con lo que podían al sostenimiento del ejército. Los sacrificios mayores los hacían los comunistas. De todas las organizaciones sacábamos como una docena de obreros, que se enganchaban inmediatamente a una brigada móvil. Aparte de esto, nunca faltaban algunas reservas de telas para camisas y calzoncillos, de cuero para las suelas del calzado o un quintal sobrante de grasa. Sin embargo, como es natural, estos recursos locales no bastaban. Terminado el consejo, circulaba a Moscú, por el hilo directo, los encargos que me parecían necesarios, ateniéndome a las posibilidades de que disponía la propia capital, y el resultado de todo era que la división se encontrase rápidamente con sus necesidades más apremiantes satisfechas. Los jefes y comisarios del frente aprendían prácticamente del tren y de su labor; aprendían mando, disciplina, aprovisionamiento, justicia, pero no con lecciones administrativas profesadas desde lo alto, desde las cumbres de un estado mayor, sino de abajo a arriba, de la compañía, del tren, de los reclutas más jóvenes e inexpertos.

Poco a poco, iba formándose un aparato, más o menos perfecto, en su funcionamiento, en el que se centralizaba el avituallamiento del ejército en todos sus frentes. Claro está que este aparato no lo hacía todo ni hubiera podido hacerlo aunque quisiera. No hay organización, por perfecta que sea, que no se halle sujeta a trastornos durante una guerra, sobre todo en una guerra móvil que ha de estar maniobrando constantemente, y muchas veces en direcciones completamente insospechadas. No se olvide que la República de los Soviets estaba sosteniendo una guerra, desprovista en absoluto de reservas. Los almacenes centrales estaban ya vacíos en el año 1919. Las camisas iban directamente de manos de la costurera a manos del soldado. Y de lo que peor andábamos era de armamento y de municiones, Las fábricas de Tula trabajaban a veinticuatro horas vista. Sin la firma del Comandante general era imposible disponer de un solo vagón de municiones. El aprovisionamiento de municiones y fusiles estaba constantemente en tensión, como una cuerda tirante. De vez en cuando, esta cuerda se rompía y perdíamos gente y terreno.

Para nosotros, aquella guerra hubiera sido de todo punto inconcebible sin acudir constantemente y en todos los terrenos a improvisaciones y más improvisaciones. Nuestro tren era el autor de estas improvisaciones, a la vez que su regulador. Cuando dábamos al frente y a la comarca más próxima que quedaba a sus espaldas una iniciativa o el impulso para que ellos la tomasen, teníamos que velar al mismo tiempo porque esta iniciativa se plegase gradualmente a los canales por los que discurría nuestro sistema de organización. No diré que lo consiguiésemos siempre, pero el término de la guerra civil se encargó de demostrar que habíamos conseguido lo más importante: la victoria.

Los viajes más importantes eran los que emprendíamos a aquellos sectores del frente en que una traición del mando causaba, a veces, verdaderas catástrofes. El día 23 de agosto de 1918, cuando se estaban librando las jornadas más críticas en torno a Kazán, recibí un telegrama cifrado de Lenin y de Sverdlof, concebido en los términos siguientes:

«Sviask. Trotsky. La traición del frente de Saratof, aunque descubierta a tiempo, ha producido consecuencias desastrosas. Creemos absolutamente necesaria su presencia allí, pues entendemos que ha de influir en la moral de los soldados y del ejército todo. Asimismo desearíamos concertar una visita a los demás frentes. Conteste y determine día de partida, todo por la cifra n.º 80. 22 agosto 1918. Lenin, Sverdlof.»

Parecióme que no debía salir en modo alguno de Sviask; mi marcha podía ser fatal para el frente de Kazán, que estaba atravesando en aquellos momentos por horas muy críticas. Kazán era más importante para nosotros, por todos conceptos, que Saratof. Pronto Lenin y Sverdlof hubieron de comprenderlo también así. No salí para Saratof hasta que nuestras tropas no entraron en Kazán. Telegramas como éste se estaban recibiendo constantemente en el tren, durante la época siguiente. Kief y Wiatka, Siberia y la Crimea, se lamentaban de su difícil situación y pedían, a la vez y sucesivamente, que el tren acudiese en su socorro.

La guerra se estaba desarrollando en los puntos más alejados del país, y muchas veces se concentraba en los rincones más remotos de aquel frente, que tenía más de ocho mil kilómetros de largo. Había regimientos y divisiones que se pasaban varios meses completamente aislados del mundo, y era natural que de aquellos hombres se apoderase el desaliento. Muchas veces, el material telefónico de que se disponía no bastaba para mantener indemnes las comunicaciones. En estas condiciones, el tren tenía que parecerles un mensajero venido del otro mundo. Llevábamos siempre con nosotros una buena reserva de aparatos telefónicos y de alambres para el tendido. En un vagón especial habíamos instalado una antena por la que captábamos en ruta los radiogramas de la torre Eiffel, de Nauen y de trece estaciones en total, contando entre ellas, naturalmente, la de Moscú. El tren estaba orientado siempre acerca de lo que ocurría en el mundo. Las noticias más importantes se reproducían en el periódico de ruta y eran comentadas por medio de artículos, de manifiestos y órdenes del día a las tropas. La intentona de Kapp, las conspiraciones interiores, las elecciones inglesas, el estado de la cosecha, las gestas heroicas del fascismo italiano: a todo lo que ocurría en el mundo le seguíamos la pista al día, y todo lo interpretábamos y relacionábamos con las vicisitudes que ocurrían en los frentes de Astrakán o Arcángel. Nuestros artículos transmitíanse también a Moscú por el hilo directo, y desde aquí, por radio, a todos los periódicos de Rusia. El tren ponía en comunicación al destacamento más apartado de nuestras tropas con la vida del país y del mundo entero. De este modo, disipábanse los rumores depresivos y se fortificaba la moral del ejército, íbamos cargando las pilas morales, como si dijésemos, y la carga duraba unas cuantas semanas, y a veces, hasta que volvía a pasar por allí el tren. En los intervalos, los delegados del Consejo revolucionario de guerra del frente o del ejército organizaban algún que otro viaje, siguiendo los mismos métodos aunque en una escala más modesta.

Mi labor periodística y de escritor y todos los demás trabajos que realizaba en el tren hubieran sido imposibles de no haber contado con la colaboración de aquellos tres magníficos taquígrafos que me acompañaban: Glasmann, Sermux y el joven Netshaief. Trabajaban día y noche, con el tren en marcha, y eso que, dando al traste con todas las normas de la prudencia y contagiado por la fiebre de la guerra, nuestro tren corría a una velocidad de setenta y más kilómetros por hora a lo largo de aquellos rieles harto inseguros, haciendo bailar como un columpio el mapa que pendía del techo del vagón. Yo seguía con admiración y gratitud los movimientos de aquellas manos que, en medio de aquella agitación y de aquel traqueteo, eran capaces de estampar sobre el papel, sin perder el pulso, los finos rasgos de la taquigrafía. Y cuando, a la media hora, me presentaban la redacción definitiva apenas necesitaba de correcciones. Aquello no era un trabajo vulgar, era algo verdaderamente heroico. Corriendo el tiempo, estos heroicos servicios prestados a la revolución habían de costarles caros a Glasmann y a Sermux: a Glasmann, los stalinistas le persiguieron hasta que le obligaron a suicidarse; a Sermux le desterraron a los yermos siberianos.

Entre las dependencias del tren figuraba un garaje gigantesco, capaz para alojar a unos cuantos automóviles y un tanque de gasolina. Esto, nos permitía alejarnos cientos de verstas de la línea del ferrocarril. En camiones y automóviles ligeros llevábamos con nosotros a un puñado de tiradores escogidos y a una brigada de ametralladoras, compuesta por unos veinte o treinta hombres. La guerra de guerrillas está llena de constantes sorpresas. En medio de aquellas estepas corríamos el peligro de encontrarnos por todas partes con patrullas de cosacos. Los automóviles y las ametralladoras son una buena garantía, al menos cuando la estepa no está convertida en un mar de lodo. En la provincia de Woronesh, durante el otoño de 1919, hubimos de avanzar una vez a una velocidad de tres kilómetros por hora. Las ruedas de los automóviles se enterraban en la tierra negra reblandecida por las lluvias. A cada paso tenían que descender del coche treinta hombres y empujarlo con los hombros. Al vadear un río, el auto en que yo iba se detuvo en medio de la corriente, enterrado entre el lodo. Malhumorado, eché la culpa de lo que ocurría al automóvil, que era muy bajo de chasis y al que mi maravilloso chofer, un estón llamado Puvi, consideraba como la máquina mejor del mundo. El chofer, al oír aquello, se volvió a donde yo estaba, se llevó la mano a la gorra y cuadrándose militarmente, me dijo, en muy mal ruso:

-¡A la orden! Me permito observar que los ingenieros que construyeron este coche no podían saber que íbamos a emplearlo para andar por el agua.

A pesar de que la situación en que nos hallábamos no era nada halagüeña, me dieron ganas de abrazarlo, por la fría e irónica ocurrencia.

Nuestro tren no intervenía solamente en cuestiones de administración militar y de política, sino que, llegado el caso, sabía también tomar parte activa en la lucha. Muchos de sus rasgos recordaban más bien a un tren blindado que a un cuartel general montado sobre ruedas. También estaba blindado, a lo menos lo estaban la locomotora y los vagones en que se guardaban las ametralladoras. Todos los que viajaban en el tren, sin excepción, sabían usar las armas. Todos iban equipados con un traje de cuero que les daba un aspecto imponente. En la manga izquierda, un poco debajo del hombro, llevaban una placa bastante grande de metal que habíamos mandado troquelar con gran cuidado en la fábrica de la moneda y que llegó a conquistar gran popularidad en el ejército. Los vagones comunicaban entre sí por una instalación telefónica interior y por medio de un aparato de señales. Para mantener alerta a la escolta del tren, dábamos la alarma frecuentemente, tanto de noche como de día.

Cuando era necesario, la escolta armada descendía del tren para realizar operaciones de «desembarco». Allí donde aparecía la brigada de aquellos cien hombres vestidos de cuero, que era siempre en puntos peligrosos, causaba una sensación irresistible. Y si adivinaban al tren a unos cuantos kilómetros de la línea de fuego, hasta los destacamentos más nerviosos, y principalmente el mando, ponían en tensión todas sus fuerzas. Cuando una balanza está inestable, el más pequeño peso decide. Este pequeño peso lo echaron en la balanza de la guerra civil docenas, si no cientos de veces, durante aquellos dos años y medio, el tren y su escolta. Cuando las tropas de «desembarco» volvían «a bordo», y nos poníamos a hacer el recuento, siempre faltaba alguno. Entre muertos y heridos el tren llegó a tener quince bajas, sin contar los que se estaban pasando constantemente al frente y desaparecían para siempre de nuestro horizonte. De la escolta de nuestro tren salió, por ejemplo, una brigada para aquel magnífico tren blindado modelo al que se dio el nombre de «Lenin», y otra sección de mando se destinó a reforzar los destacamentos de campaña de las inmediaciones de Petrogrado. El tren y su escolta fueron condecorados colectivamente con la orden de la Bandera Roja por su intervención en los combates contra Judenich.

El tren se vio repetidas veces cortado, tiroteado y bombardeado desde los aires. Nada tiene de extraño que le rodease una leyenda, tejida en parte por los triunfos alcanzados y en parte por la fantasía. ¡Cuántas veces el jefe de una división, de una brigada o de un regimiento venía a rogarnos que nos detuviésemos, aunque sólo fuese media hora, entre sus tropas o que fuésemos en automóvil o a caballo con él a revistar un sector alejado, o mandásemos a lo menos algunos hombres de nuestra brigada con vituallas o regalos, para que el rumor de que había llegado el tren se extendiese por el frente! «Su visita-me decían muchas veces los jefes-vale por toda una división de la reserva.» Los rumores de la llegada del tren corríanse también, naturalmente, a las filas enemigas, donde se imaginaban el convoy misterioso con un aspecto incomparablemente más terrible del que tenía en la realidad. Esto contribuía, por supuesto, a reforzar su influencia moral.

El tren había logrado atraerse el odio del enemigo, de lo cual estaba, por cierto, muy orgulloso. Varias veces los socialrevolucionarios organizaron atentados contra él. En la vista del proceso seguido contra los socialrevolucionarios, Semionof, el organizador del asesinato de Wolodarski y del atentado contra Lenin, que había tomado parte también en los preparativos del atentado contra nuestro tren, los refirió con todo detalle. En realidad, era esta empresa que no ofrecía grandes dificultades. Pero ya por entonces los socialrevolucionarios estaban debilitados, habían perdido la fe en sí mismos y toda influencia sobre la juventud.

En uno de los viajes que emprendimos al Sur, el tren descarriló en la estación de Gorki. Era de noche y yo salí despedido, experimentando esa desagradable sensación de los terremotos, en que el suelo desaparece bajo los pies y no encuentra uno a dónde agarrarse. Todavía medio dormido, me sujeté con todas mis fuerzas a la cama. El traqueteo habitual cesó y el coche se quedó de lado, inmóvil. En el silencio de la noche sólo se oía una vocecilla débil, quejándose. La pesada portezuela del vagón había encajado de tal modo, que no había manera de abrirla. No aparecía nadie y esto aumentaba la sensación de angustia. ¿Habríamos caído en manos del enemigo? Me lancé por la ventanilla, revólver en mano, y tropecé con un hombre que se alumbraba con una linterna. Era el jefe del tren, que no había conseguido llegar a donde estaba yo. El coche se había quedado al borde del talud, con tres ruedas enterradas en la cuneta y las otras tres en el aire. Las plataformas trasera y delantera estaban completamente astilladas. Los hierros delanteros tenían aprisionado y magullado al centinela que iba de guardia en la plataforma. Era el que se quejaba y su vocecita, en medio de la oscuridad, parecía el llanto de un niño. Nos costó trabajo sacarle de entre aquellos barrotes. Y cuál no fue nuestro asombro, cuando comprobamos que había librado del trance con unos cuantos cardenales y el susto consiguiente. En total, quedaron destruidos ocho coches. El coche-restaurant, que desempeñaba también funciones de club, quedó reducido a un montón de astillas barnizadas. La brigada de relevo solía irse a este coche a leer o a jugar al ajedrez. Fue una suerte que todo el mundo hubiese dejado el club a las doce en punto de la noche, unos diez minutos antes de descarrilar el tren. También sufrieron grandes quebrantos los vagones de mercancías, cargados de libros, uniformes y regalos para el frente. Víctimas humanas no hubo ninguna que lamentar. El descarrilamiento había sido originado por un falso, cambio de agujas. No pudo saberse si se trataba de un descuido o de un acto intencional. Afortunadamente, en aquel momento, al pasar por delante de la estación, el tren sólo llevaba una marcha de treinta kilómetros.

La escolta del convoy tenía, aparte de su principal misión, una serie de ocupaciones secundarias, que le planteaban en las crisis de hambre, las epidemias, las campañas de agitación y los congresos internacionales El tren era, además, padrino de un distrito del campo y de varios orfelinatos. La celda comunista del tren tenía un periódico propio titulado Na Strashe (Montando la guardia), en que se guardan, relatados, no pocos episodios, y aventuras de aquellos años. Desgraciadamente, también esta reliquia, como muchos otros documentos, falta en mi archivo de viajero.

En el momento en que nos disponíamos a lanzarnos al ataque contra Wrangel, que había plantado sus reales en la Crimea, el día 27 de octubre de 1920, el periódico de ruta publicaba las siguientes líneas mías:

«Nuestro tren vuelve a poner proa al frente.

«Los soldados de nuestro tren lucharon delante de los muros de Kazán, en aquellas terribles semanas del año 1918, en que nos debatíamos por reconquistar el Volga. Ya hace tiempo que esta campaña quedó liquidada victoriosamente. Ahora, el Poder de los Soviets se extiende hasta el Océano Pacífico.

«Los soldados de nuestro tren se cubrieron de gloria delante de los muros de Petrogrado… Petrogrado no salió de nuestras manos, y entre sus muros se albergaron durante estos últimos años numerosos representantes del proletariado universal.

«Nuestro tren hubo de presentarse más de una vez en el frente occidental. La paz preliminar con Polonia está ya firmada.

«Los soldados de nuestro tren lucharon en las estepas del Don, en aquellos días en que Krasnof, y más tarde Denikin amenazaban desde el Sur el Poder de los Soviets. Los días de Krasnof y Denikin han pasado para no volver.

«Ya sólo nos queda la Crimea, que el Gobierno francés ha convertido en fortaleza suya. Al frente de las guardias blancas que forman la guarnición de esta fortaleza francesa se halla un General a sueldo, de estirpe germano-rusa, el barón Wrangel.

«La gran familia de camaradas de nuestro tren se dispone a entrar en una nueva campaña. ¡Ojalá sea la última!»

En efecto, la campaña de la Crimea fue la última de la guerra civil. A los pocos meses, pudimos licenciar el célebre tren. Desde aquí envío un saludo fraternal a todos los que desde él lucharon a mi lado.

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