Durante el siglo XX, hubo en la Argentina seis golpes de Estado militares: en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. De los 53 años transcurridos entre el primero y la caída de la última dictadura militar en 1983, los milicos gobernaron 25.

Esta enorme presencia de las Fuerzas Armadas en la vida política del país tiene un solo significado: cuando hay crisis (o sea casi siempre), cuando el movimiento obrero cobra fuerzas y empieza a luchar y exigir, la salida preferida por la burguesía es terminar con el problema a tiros.

Por supuesto, el método de resolver los conflictos obreros y populares con fuerte represión se extendió también a los gobiernos civiles, y en general fue apoyado por buena parte de la clase media durante décadas.

Esta llave de seguridad que tenían la burguesía y el imperialismo cuando la lucha de clases se elevaba a niveles amenazantes para el sistema, sufrió un quiebre con la caída de la última dictadura, la que inauguró Videla en el 76. El sangriento fiasco de la guerra de Malvinas masificó el odio a los militares. La gente salió espontáneamente a la calle el 14 de junio de 1982, el día de la rendición, al grito de “Galtieri, borracho, mataste a los muchachos”. Las historias que mostraban la cobardía de los generales y coroneles frente a los ingleses y la crueldad contra los soldados argentinos, pibes que estaban haciendo la “colimba”, empezaron a trenzarse con la otra historia, la que sacó a la luz la heroica lucha de las Madres de Plaza de Mayo. La verdad sobre el genocidio, los centros clandestinos, los 30.000, también se masificó, enterrando para siempre la legitimidad de las Fuerzas Armadas como institución en la conciencia social.

Esto le trajo un problema a la burguesía: se quedó sin esa “llave de seguridad” que había tenido durante toda su historia. Por ejemplo, en el 2001, “clásicamente” debería haber ocurrido un golpe de Estado. En vez de eso, ocurrió una rebelión popular que echó a dos gobiernos y le arrancó a la clase dominante una década de concesiones.

Recordemos que la suerte de De la Rúa se selló cuando se le ocurrió decretar el estado de sitio, una medida de excepción que suspende garantías constitucionales y faculta a las Fuerzas Armadas para ejercer la represión. Duhalde también se tuvo que ir cuando intentó frenar las luchas sociales asesinando a Kosteki y Santillán y el repudio masivo volvió a llenar las calles: en la Argentina había dejado de ser “normal” matar gente para frenar las luchas.

Esto es lo que intentaron parar Alfonsín con el “punto final” y Menem con el indulto a los genocidas, medidas de impunidad a las que también barrió el Argentinazo. Hasta el gobierno K intentó volver a relegitimar a las Fuerzas Armadas haciéndolas desfilar en los actos del bicentenario y nombrando a un partícipe del genocidio, Milani, como jefe del ejército.

Al gobierno de Macri le tocó pasar a la ofensiva en el período pos Argentinazo. Compró un enorme arsenal para las “fuerzas de seguridad”, habla de “parar el curro de los derechos humanos” y niega el genocidio, y su Corte dictó el fallo del 2×1.

Aunque esta última medida sufrió una derrota con la movilización en las calles, lo cierto es que toda la burguesía, con más o menos “táctica”, quiere relegitimar a las Fuerzas Armadas, y no porque quieran dar un golpe militar (por ahora), sino porque saben que las maniobras y engaños de la democracia burguesa y la burocracia sindical no siempre alcanzan para desinflar las luchas, quieren que el Estado vuelva a tener “permiso para matar”, espacio político para aplastar por la fuerza las luchas obreras y populares, y para perseguir a los militantes que las encabezan y ayudan a organizarlas.

Esto es lo que le da una vigencia absoluta a la pelea contra los genocidas de la última dictadura: no es “historia”, es la pelea por “armar” o “desarmar” al Estado frente al movimiento obrero y popular y a la militancia que lucha contra el capitalismo.

Hoy transitamos un capítulo de esta pelea con el triunfo de la Plaza contra los jueces del 2×1, y hay que seguirla hasta echarlos.

Patricia López

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