Socialismo o Barbarie, periódico Nº 202, 27/05/11

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Lecciones del conflicto comercial con Brasil

Desnudando el mito “industrialista”

Por Marcelo Yunes

El 12 de mayo pasado Brasil abrió un conflicto comercial con Argentina por la vía de aplicar las llamadas licencias no automáticas de importación al ingreso de vehículos y autopartes. Las licencias no automáticas son un mecanismo que, dicho brevemente, entorpece y dilata el ingreso de bienes, lo que termina encareciendo su precio y lo hace menos competitivo con la industria local.

La cosa viene de antes, y en un sentido, desde siempre, o al menos desde la puesta en marcha del Mercosur (1994). Para ir al antecedente más cercano, el gobierno argentino había recurrido a ese mismo mecanismo en febrero, con lo que cerca de 600 productos (incluidos algunos que representaban el 28% de las exportaciones de Brasil a la Argentina). Por otro lado, escaramuzas comerciales por tales o cuales productos son moneda corriente en la relación bilateral. Pero este caso, que llegó más lejos y no está del todo resuelto, resulta muy instructivo respecto de algunos mitos que circulan sobre Argentina, sobre Brasil y sobre el Mercosur.

El intercambio comercial bilateral

No es novedad para los lectores de estas páginas que no participamos de la fábula del “modelo pro industrial instalado desde 2003”. Desde el punto de vista de la inserción en el mercado mundial y en la división mundial del trabajo, Argentina sigue siendo a todas luces un proveedor de materias primas casi sin elaboración. El famoso 35% de “manufacturas de origen industrial” (MOI) en el total de exportaciones, lejos de representar una tendencia a salir del esquema agroexportador hacia una moderada base industrial, muestra una creciente dependencia de los commodities y de un megamercado que Argentina tiene la suerte de que le queda cerca: Brasil.

Digamos además que ese 35% de MOI en 2010 no es el resultado de una evolución sostenida y consistente sino más bien un número “estacional”: en 2001, las MOI representaban el 31% de las exportaciones, y en 2008, tras siete años de “modelo productivo”, el 30%... No hay hoy razón para creer que el pequeño salto actual tiene condiciones para ser el piso de una subida continua hasta el 40 o el 50%.[1]

Cuando los kirchneristas incautos (otros son más avisados) argumentan que el segundo complejo exportador argentino, detrás de la soja, es el de automotores, deberían mirar más de cerca algunos números. Argentina exporta por unos 8.600 millones de dólares autos terminados y autopartes. Pero Brasil es el destino de un 82% de los autos (cifras de la consultora Abeceb para 2010 y de ADEFA, la asociación patronal de las terminales automotrices, para lo que va de 2011). Sólo un 7% va a Europa, y el resto se lo llevan mercados latinoamericanos. Brasil también se lleva dos tercios de las autopartes, aunque exporta a la Argentina MOI por un valor mucho mayor: 16.300 millones de dólares. Las exportaciones de autos y autopartes a Brasil representan la mitad de todo lo que se le vende al vecino país. Como admite un economista kirchnerista de pura cepa, Arturo Trinelli, de La graN maKro, la industria automotriz es una “colada” entre complejos exportadores dominados por productores de commodities (BAE, 19-5).

La realidad es que, salvo nichos muy específicos y que no marcan la tónica del comercio exterior argentino, como Techint y Aluar,[2] la industria argentina, sencillamente, no puede competir en el mercado mundial, sino sólo en el regional. Es por eso que casi el 70% de las exportaciones MOI van a Brasil… aunque Brasil nos vende mucho más por ese concepto. En consecuencia, Argentina tiene un doble déficit con Brasil: a) de la industria automotriz, porque el país importa mucho más en concepto de autopartes de lo que exporta en autos terminados (unos 5.000 millones de dólares, ver SoB 189); b) del conjunto del intercambio comercial, que desde 2006 promedia 4.000 millones de dólares, salvo en 2009 (un año atípico por la brutal restricción a las importaciones).

La endeblez del tinglado industrial argentino quedó particularmente en evidencia en esta crisis. La industria automotriz no sólo es la responsable del grueso de las exportaciones MOI, sino que es la verdadera locomotora del crecimiento industrial y del empleo fabril. Es innecesario aclarar que además no es una industria “nacional”: el 100% de las terminales son plantas de multinacionales, que además se dedican a ensamblar  autopartes que en un 70-80% también son de origen extranjero. En verdad, lo único “nacional” de esa industria es el sudor de sus obreros. Pues bien, esta rama absolutamente clave para la industria y para el conjunto de la economía y el “modelo” no puede subsistir ni un mes si se le corta el chorro de insumos y se paralizan sus exportaciones, que además van casi exclusivamente a un único mercado. Semejante nivel de dependencia y falta de diversificación es, como veremos enseguida, una marca infalible de una economía atrasada, de integración al mercado mundial en condiciones totalmente subordinadas y de desarrollo desigual que privilegia nichos competitivos (casi siempre manejados por compañías extranjeras), a expensas de una integración un poco más armónica de las ramas productivas.

El “modelo industrial” no puede resistir el menor conflicto serio con el principal socio comercial, que es además casi el único mercado posible para una producción industrial en términos globales no competitiva internacionalmente. De allí la desesperación del gobierno argentino por abrir con urgencia líneas de negociación con Brasil y el apoyo cerrado que cosechó en la UIA y la CAME, que cifraron todas sus esperanzas en que los ministros de Cristina y Dilma Rousseff lleguen a un acuerdo rápido. Volveremos sobre esto luego de ver cómo, en el fondo, Argentina sigue viviendo de la teta de la soja y sus derivados.

Los dólares del complejo sojero bancan todas las aspiradoras de divisas

En tiempos de los “superávits gemelos”, de feliz memoria, allá por el 2005 o 2006, el entusiasmo K por gozar de excedentes en el intercambio de comercio exterior y de cuentas fiscales holgadas lo llevó a una serie de afirmaciones imprudentes sobre la “superación de rémoras históricas”. El viceministro de Economía Roberto Feletti, una especie de campeón de la “fracción populista” del kirchnerismo, sigue en esa línea cuando afirma que “estamos tendiendo a ser un país industrial (…) se ha resuelto una antinomia de dos décadas vinculada a la lógica de (…) ajustar el mercado interno para tener saldos exportables. Hoy se ha articulado un componente industrial exportador con el crecimiento del PBI industrial masivo, dejando de lado la lógica de apropiar divisas para el desarrollo industrial, lo que implica un fuerte cambio de modelo” (Tiempo Argentino, 27-2).

Pues bien, vemos las cosas al revés que el viceministro. Aquí no se ha “resuelto” el problema de generar divisas con los saldos exportables, y mucho menos se lo ha hecho gracias al crecimiento del “componente industrial exportador”.

Es cierto que ha habido crecimiento de la industria y de sus exportaciones. Pero el mismo informe del INDEC sobre el que se apoya Feletti muestra que más del 80% del crecimiento industrial se basa sobre sólo tres rubros: automotores, metálicas básicas y metalmecánica. Y ya vimos que las exportaciones industriales tienen una dependencia decisiva del rubro automotor. Un dato curioso adicional es que el aumento de las MOI en 2010 (llegaron al 35% del total) se sostiene además sobre otro renglón exportador que duplicó su volumen en un año: el oro, que por razones estadísticas no muy comprensibles figura como “manufactura industrial”.[3]

Es público y notorio que el superávit comercial argentino, unos 12.000 millones de dólares, tiene un cierto grado de artificialidad, en la medida en que el volumen de las importaciones está “pisado” por la política oficial. De hecho, el actual conflicto con Brasil, como reconoció el ubicuo asesor de política exterior brasileño Marco Aurelio García, es en parte una “mini represalia” por las licencias no automáticas que anunció Argentina en febrero. A eso hay que agregar las presiones a los importadores para que exporten un dólar por cada dólar de compras al exterior, lo que ya está dando lugar a situaciones casi surrealistas de cadenas de supermercados comprando soja y otros dislates (anti)económicos.

Pero el problema central no es ése, sino que la lluvia de dólares del superávit comercial debe compensar una sangría de billetes verdes por otros conceptos, en un esquema que está a años luz de haber “resuelto” rémoras del atraso secular de la economía argentina.

La pregunta a contestar es muy simple: ¿es Argentina un país que ha dejado, o está dejando, de depender de los saldos exportables de origen agrario, para pasar a una inserción menos desequilibrada en el mercado mundial? Ni por presente ni por dinámica la respuesta puede ser otra que una rotunda negativa. Dicho simplemente, toda la economía argentina depende no menos sino más que antes de dos factores: primero en importancia, el precio de los commodities agrícolas, y segundo, el nivel de actividad en Brasil. Si uno de esos pilares tambalea, peligra no ya la cifra de crecimiento de uno o dos años, sino el conjunto del supuesto “modelo industrialista”. Porque de allí y no de otro lugar vienen las divisas que otras aspiradoras succionan. Veamos esto con más detalle.

El primer desequilibrio de divisas que el superávit comercial debe compensar es, justamente, la estructura misma del comercio exterior. Como la industria argentina es incapaz de producir sus propios insumos (lo que no es de extrañar en un esquema industrial que no es de integración sino de armadero o de consumo interno), debe importarlos. En 2010 se exportaron 3.200 millones de dólares de autopartes… pero se importaron 10.500 millones. El gobierno anunció varias veces planes para atenuar esta grosera dependencia, por la vía de exigir a las terminales automotrices integrar sus vehículos con un 60% de partes nacionales, en vez del 20-30% de hoy. Pero este objetivo, que se plantea a dos años, marcha a paso de tortuga.[4]

Y no hay de qué sorprenderse, siendo que las multinacionales no tienen ningún interés en colaborar con la integración industrial argentina a expensas de sus ganancias. Para ellos es más barato y eficiente importar (ni hablar si es de sus propias casas matrices o empresas controladas) en vez de esperar que los “emprendedores” argentinos desarrollen tecnología, capacidad productiva y espalda financiera con apoyo estatal. Realidad para la que habría que esperar lustros, en el mejor de los casos, y que requiere de una continuidad de políticas (y actores económico-sociales) que en Argentina nunca han existido. Y con los discursos para la tribuna o “6-7-8” no alcanza para crear una aunque más no sea “protoburguesía nacional”.[5] Como dice un investigador de FLACSO, Pablo Manzanelli, “el predominio que experimenta esta fracción dominante en la posconvertibilidad incrementa notablemente los lazos de dependencia del capital extranjero, que en procura de minimizar sus costos absolutos a nivel mundial, carece de interés real para profundizar y/o complejizar la estructura industrial del país” (Realidad Económica 256, 8-2-11). Un funcionario kirchnerista, el titular del INTI, Enrique Martínez, reconoce que en la Argentina “la apropiación de renta por parte de las grandes multinacionales es mayor que nunca en la historia” (BAE, 4-4).

Expresión de esta realidad es el perfil exportador dependiente de monomercados y con muy baja diversificación. Las 50 mayores empresas exportadoras reúnen el 62% del total exportado; en cuanto a rubros, las diez primeras partidas representan el 50% de las exportaciones, y las primeras cien, el 86%. Entre esas 100, sólo 18 correspondían a rubros industriales de valor agregado alto. En cambio, 44 rubros (por 44.000 de los 70.000 millones de dólares exportados) pertenecen a los complejos primarios.

El panorama de las importaciones es el inverso: de los 100 primeros rubros, sólo 6 son productos primarios, y el 83% de las compras son bienes industriales de alto valor agregado. Como concluye un analista de la Asociación de Importadores y Exportadores (AIERA), “intercambiamos con el exterior puestos de trabajo de baja productividad por empleo de alta productividad, y si no se resuelve esta cuestión central es imposible sacar a buena parte de la población de la pobreza y la exclusión. El resto es mero voluntarismo” (Santiago Solda, BAE, 9-3-10).

La segunda manguera de dólares que debe alimentar el superávit comercial es la tumultuosa fuga de divisas. Un estudio de Cefid-ar de 2010 calcula que entre 2006 y 2009 se fugaron 44.000 millones de dólares, es decir, cerca del 90% de las reservas del Banco Central. Esto tuvo su pico en 2008 y ahora se ha atenuado, pero de ninguna manera ha desaparecido. El estudio explica que, a diferencia de períodos anteriores, en que la fuga de capitales se financiaba vía el Banco Central, lo que conducía rápidamente a devaluaciones, “en el presente se financia con el superávit comercial, (y) las divisas excedentes atenúan los impactos” (BAE, 26-10-10). Por eso dicen los liberales de Orlando Ferreres y Asociados que “la Argentina hoy no puede soportar déficit (…) si se achica la balanza comercial el gobierno tendría que usar reservas para parar la salida de capitales, o no hacer nada, y el dólar subiría” (La Nación, 3-5).

Justamente de eso se trata el “modelo” kirchnerista: de preservar el tipo de cambio, que protege relativamente a una industria poco competitiva, con un excedente de dólares que, a su vez, depende de los factores relativamente contingentes ya mencionados, los precios de las materias primas y las compras brasileñas. No es lo que uno llamaría un “modelo sustentable”…[6]

Por otro lado, la fuga de capitales no consiste sólo en operaciones espurias vía las islas Caimán, sino que está ligada también a los giros de dividendos a las casas matrices, que son las que dan la señal a sus subsidiarias locales.

Otro cuello de botella de la economía es la inversión, que aun habiendo crecido sigue siendo insuficiente. Señala un cepaliano moderado, Héctor Valle, de FIDE: “Argentina ha crecido a tasa asiática, pero la inversión no acompañó ese proceso. La tasa de inversión está en torno a un 20% del PBI, y para mantener ese ritmo de crecimiento esa tasa debería estar entre el 27 y el 30%. Pero además importa el contenido de la inversión, porque de nada sirve si tiene poca capacidad reproductiva” (BAE, 26-10-10). Y a ese gato, ningún empresario, ni “transnacional” ni “nacional”, le quiere poner el cascabel, porque las condiciones del capitalismo argentino dan para algunas cosas (exportar commodities y medrar con industrias protegidas) pero no para las que modificarían la estructura industrial del país.

Es casi innecesario decir que el tercer conducto de salida de dólares es el pago del servicio de deuda pública, que el gobierno aspira a dejar totalmente “normalizado” luego de acordar con el Club de París. Sobre ese tema, que hemos tratado ampliamente en otras oportunidades, sólo recordaremos que, aun si se redujo la brutal relación deuda/PBI, estamos muy lejos de decir que la deuda es sólo un mal recuerdo. Por el contrario, su carácter de hipoteca estructural no ha variado; en todo caso las cuotas y los plazos no son tan insostenibles como antes.

Pero atención, porque el saldo general de la cuenta corriente del país (es decir, la suma de entradas y salidas de dólares en concepto de comercio exterior, remesas de dividendos y pagos de deuda) da un superávit de sólo 5.000 millones de dólares. Cifra muy expuesta a desaparecer ante el primer cimbronazo cambiario, o baja de precios de commodities, o suba del servicio de deuda, o fuga súbita de capitales, o cualquiera de los peligros que históricamente acechan a países como el nuestro, para colmo en un contexto de alta volatilidad financiera global.

Argentina, Brasil y el sentido del Mercosur

Ahora bien, si éste es el panorama de la Argentina, no hay que creer que Brasil es otro planeta. Si bien su escala gigantesca le da un lugar muy distinto en la economía mundial, la diferencia en cuanto a su ubicación en la división internacional del trabajo no es tan abismal como a veces se nos dice desde algunos medios. Sus problemas son otros, pero ese país tampoco las tiene todas consigo en su inserción global.

A diferencia de la Argentina, a la que le sobran dólares de comercio exterior y le faltan en todo lo demás, Brasil tiene un importante flujo de inversiones extranjeras directas. Pero eso mismo empieza a jugarle en contra: en 2010, Brasil registró un déficit récord de cuenta corriente externa de 47.500 millones de dólares. ¿Por qué? Por dos motivos centrales: el aumento de las importaciones (vinculado a la revaluación de su moneda, el real) y el aumento de las remesas de beneficios de las empresas extranjeras radicadas en su suelo.

Uno de los rubros donde se dispararon las importaciones fue justamente el de automóviles, donde Brasil pasó de un superávit de 10.000 millones de dólares en 2008 a un déficit de 6.000 millones en 2010. En 2005, Brasil exportaba el 30% de su producción de autos; en 2010, sólo el 14%, a la vez que en 2005 sólo el 5% de los autos 0 km vendidos en Brasil eran importados, cifra que saltó al 22% en 2010.

Desde ya, la incidencia de las exportaciones argentinas en este proceso no fue decisiva; mucho más importante fue el volumen importado de Corea del Sur y China. Pero todo suma, y para colmo ya había sectores de la burguesía brasileña que trinaban contra las medidas proteccionistas argentinas. El marco es que la actitud del socio mayor del Mercosur hacia la Argentina era más bien paternalista, casi de aceptarle una cuota de comercio por razones más político-estratégicas que estrictamente comerciales. Si encima el gobierno argentino le moja la oreja, el resultado es que el ala más anti Mercosur de la burguesía brasileña, la FIESP (federación industrial de San Pablo, la entidad patronal más fuerte de América Latina), se alió a muchas pymes perjudicadas por las licencias no automáticas que decretó el gobierno argentino. Como dijo el titular de la FIESP, Paulo Skaf, “ya era de ponerle a la Argentina algunos límites, porque ellos, cada vez que la balanza comercial le es desfavorable crean dificultades”, para rematar quejándose del “llanto” de los industriales argentinos.

Desde ya, Dilma Rousseff se alineó con los reclamos de la patronal, siempre que ésta no cuestione el tipo de cambio. Por eso el ministro brasileño de Desarrollo, Industria y Comercio, Fernando Pimentel, sostuvo que “no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras nuestra industria es devastada por la tasa de cambio” (Tiempo Argentino, 15-5). Es decir, si el real caro no se toca, es hora de un poco de proteccionismo, al menos frente a los argentinos que no juegan limpio. [7] Curiosamente, las principales involucradas, las terminales automotrices brasileñas, no fueron consultadas. De allí que los ejecutivos de Volkswagen, General Motors, Ford, Fiat, Peugeot o Citroën, de uno y otro lado de la frontera, sean los que más presionan para que el entuerto se resuelva pronto.

Precisamente, lo que está en juego también aquí es el futuro de lo que es en verdad una industria regional, no del todo brasileña ni argentina, sino donde tallan decisivamente las multinacionales imperialistas de la industria automotriz. La producción de autos en Argentina y Brasil es quizá el único caso de relativa integración industrial digno de tal nombre en la región, pero por supuesto no al servicio de los trabajadores y los pueblos de esos países sino, en primer lugar, de las patronales imperialistas, en segundo lugar de la burguesía y el Estado brasileño y recién en tercer lugar de la burguesía y el Estado argentinos. De allí que Argentina aporte sudor barato y algunas autopartes, Brasil sudor algo menos barato y más autopartes, y las grandes automotrices se llevan la parte del león del trabajo no pagado.

Como señalara hace décadas Milcíades Peña, el peso desproporcionado del complejo automotriz en el conjunto de la industria es señal infalible de atraso, ineficiencia en la asignación de recursos e inserción periférica en la economía mundial. No cabe agregar demasiado a la actualidad de Brasil y Argentina, que más allá de las obvias diferencias comparten una realidad de nichos altamente productivos con un perfil exportador muy dependiente de las materias primas, con la ventaja de un ciclo favorable a los precios de los commodities.

Mención especial merece el rol de la gran herramienta de las burguesías sudamericanas, el Mercosur. A pesar de que el acrónimo significa Mercado Común del Sur de América, jamás fue tal cosa ni estuvo cerca de serlo. Todo lo más, aspiró a ser una unión aduanera (es decir, una zona económica con aranceles de comercio exterior comunes) muy imperfecta. Y ahora queda claro que desde el punto de vista estrictamente comercial  queda cada vez menos de “común”: ni aranceles, ni reciprocidad, ni trato preferencial.

Debe ser por eso que el kirchnerismo ha descubierto que el Mercosur nunca fue ni debió ser un bloque comercial común, ya que ése sería “un modelo de integración basado en una racionalidad económica estrictamente liberal” (Gabriel Wolf, de La graN maKro, BAE, 20-5). En cambio, parece que el Mercosur debería ser “una modalidad íntegramente intergubernamental, que les otorga a los gobiernos un rol relevante en la implementación de las políticas regionales (…) algunas excepciones a la libre circulación están orientadas a fortalecer sectores que aún requieren un mayor nivel de desarrollo y competitividad (…) un tipo de racionalidad cooperativa que le otorgue al Estado un amplio nivel de intervención” (ídem).

Si las palabras tienen algún sentido, esto significa que el Mercosur debe ser un bloque eminentemente político-estratégico, una instancia “intergubernamental” donde gestiones de signo “no liberal” sino, es de esperar, “popular”, ponen en marcha mecanismos de cooperación que apunten al desarrollo regional. Una especie de Unasur económico, o de ALBA no tan “radicalizado”. Pero esta elucubración no tiene el menor sentido para las burguesías sudamericanas, “nacionales” o no, y sobre todo no lo tiene para la única burguesía que cuenta de verdad en la región, la brasileña. Como hemos visto, la patronal paulista no es lo que se dice una fanática del Mercosur, y no precisamente porque objete su “racionalidad liberal”. Más bien, el Mercosur es visto como un instrumento para canalizar la hegemonía de la burguesía brasileña por sobre sus pares de la región, y si no ha de servir para eso, o no puede contener las veleidades nacionalistas de alguno de sus miembros, prefiere enterrarlo sin más trámite.

Ésa es quizá la última lección del “affaire de las licencias no automáticas” entre Argentina y Brasil: no sólo ayuda a despertar del sueño del “modelo industrial” kirchnerista, sino también a salir del mundo fantasioso de la “integración regional” con burguesías que prefieren comerse al vecino antes que desarrollar el país propio.


Notas:

1. En lo que sí se verifica un crecimiento continuo es en la relación exportaciones/PBI, que desde 1980 hasta el siglo XXI no llegó nunca al 10%, y hoy ronda el 15% tras haber rozado el 20%. Nos abocaremos a este tema en próximas ediciones.

2. Estas empresas supieron ser, para el kirchnerismo, candidatas a “burguesía nacional”. Sería bueno que conozcan el juicio lapidario que hizo de ellas un alto funcionario de la gestión K que las conoce bien y no se chupa el dedo, el titular del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), Enrique Martínez. Refiriéndose a la necesidad de que el Estado “recree la burguesía nacional” (algo que él mismo reconoce que “puede sonar utópico”), reclama que los empresarios se asocien al sector público en inversiones de riesgo, pero el problema es que “Techint, Arcor y Aluar nunca tomaron esos riesgos y siguen creciendo en base a subsidios del Estado. El mayor subsidio que reciben es ser monopólicos” (BAE, 4-4).

3. Como dice el citado Martínez, del INTI, en minería “estamos exportando concentrado de minerales sin ningún valor, pedazos de montaña sin procesar” (ídem). Otra curiosidad estadística es que el principal rubro de exportación del país, los pellets de soja, está clasificado en el nomenclador como “residuos y desperdicios de la industria alimentaria”.

4. El periodista económico Marcelo Zlotogwiazda cuenta que “hace un año General Motors exhibió ante autopartistas locales 180 piezas del Chevrolet Agile para ver si se podían producir localmente. Ya hay aprobadas más de 20 propuestas que permitirán sustituir 72 millones de dólares, y hay en estudio proyectos por 40 millones más. Pero la concreción de esos reemplazos demora no menos de un año, y con todo lo bueno que los procesos de sustitución (de importaciones) en marcha significan, no hay que perder de vista lo escaso que representa en un déficit sectorial de más de 5.000 millones de dólares” (Veintitrés, 17-3). A este ritmo, el 60% de piezas nacionales no va para dos años sino para dos décadas…

5. La extranjerización de la estructura productiva sigue gozando de excelente salud, pese a la retórica oficial amiga de los “industriales nacionales”. Si en 2008 de las 500 mayores empresas 338 eran extranjeras, el número de 2010 es apenas menor: 324, que aportan el 81% del valor agregado, el 75% de las ganancias y el 68% de la masa salarial.

6. La receta de la ortodoxia neoliberal frente a esta situación es la de siempre: Diego Giacomini, de la consultora Economía y Regiones, se queja de que “la estructura tarifaria impide hacer inversiones en la producción” y reclama a la próxima administración “sincerar las tarifas”; desde otro think-tank de esa línea, Orlando Ferreres, añoran la época de la convertibilidad , en que “había un déficit muy grande, pero financiado por la gran entrada de capitales que había”, y un economista de la Fundación Standard Bank exagera que “prácticamente no hay inversiones fuertes de transnacionales en la Argentina, es un país sin acceso al financiamiento” (en La Nación, 3-5). Como se ve, la burguesía antikirchnerista y sus voceros no han olvidado nada ni aprendido nada, lo que no quita que un eventual segundo mandato de Cristina seguramente tenga muy en cuenta esas recomendaciones.

7. Un investigador de la Universidad del Salvador, Héctor Rubini, advierte las diferencias entre el proteccionismo más “orgánico” de la burguesía brasileña y el puro empirismo del gobierno argentino: “La Argentina sigue con una táctica de ‘ojo por ojo’ con la que lleva las de perder. Sin un plan industrial concreto para el largo plazo, la estrategia de seleccionar discrecionalmente los sectores a proteger no parece tener mucho futuro” (BAE Comex, 24-5).