Socialismo o Barbarie, periódico Nº 189, 12/11/10
 

 

 

 

 

 

¿Qué fue el “modelo popular y nacional”?

Mitos y verdades de la economía K

Por Marcelo Yunes

Infinidad de periodistas y opinólogos, tanto del oficialismo como de la oposición de derecha, a partir de la muerte de Néstor Kirchner comenzaron la pelea ideológica y política por el balance de su gestión. En el terreno de la política, aparte de la “crispación” y la “intolerancia”, de los cráneos gorilas no fluían muchas ideas. Y en la economía menos todavía; de hecho, ése es un aspecto en el que los kirchneristas aprovechan para sacar pecho y hacer comparaciones que, inevitablemente, dejan peor parados a radicales, peronistas de derecha y ex aliancistas. Pero quienes creen que no alcanza con ser menos malos que Menem, Cavallo o De la Rúa harían bien en mirar con más profundidad hasta dónde llegan los logros del “nuevo modelo nacional y popular”. En lo que sigue, plantearemos algunos de los lugares comunes del discurso oficial sobre la economía bajo los Kirchner, a fin de compararlos con ciertos duros hechos de la realidad.

“Nos independizamos del FMI, ganamos soberanía y nos unimos al destino latinoamericano”

Es cierto que el kirchnerismo se paró frente al FMI desde un lugar de negociación y no de sumisión servil, y que parte de esa estrategia fue la cancelación de la deuda con el Fondo en un solo pago en 2005. Pero esa mayor soberanía relativa no fue ganada sino comprada a precio de oro. No sólo por el pago de casi 10.000 millones de dólares esa vez, sino porque desde la salida del default los Kirchner han pagado esa cifra en promedio hasta hoy. Son más de 60.000 millones de dólares, y el Presupuesto 2011 prevé pagos por otros 12.000 millones. También Perón “ganó soberanía” comprando los ferrocarriles a los ingleses, pero esas divisas eran mucho más necesarias para un verdadero proyecto de desarrollo que el peronismo nunca tuvo, ni mucho menos puso en práctica.

Los más realistas no, pero hay kirchneristas incautos que hasta se atrevieron a decir que “nos sacamos de encima la mochila de la deuda externa”. Esgrimen como argumento que la relación entre deuda pública y PBI bajó al 48%. Convenientemente, comparan esa cifra con el 75% de 2005 y, sobre todo, con el 165% de 2002. Lo que omiten decir es que después de 7 años de crecimiento a “tasas chinas” y superávits fiscal y comercial, la deuda representa ahora más o menos el mismo porcentaje del PBI que a fines de los años 90.

Además, aunque la deuda es menor en relación con un PBI que crece, el número absoluto sigue creciendo: la deuda es en 2010 un 6,5% mayor que en 2009, a saber, 156.600 millones de dólares. Y todo esto después de la renegociación de la deuda con una supuesta “inédita quita”, que existió pero fue mucho menor a las míticas cifras oficiales. Más importante que esa quita es el hecho de que, debido a la estatización de los fondos de las AFJPs, una parte importante de la deuda pública es con el Estado mismo, lo que alivia las presiones. Pero de ahí a dar por solucionado el tema hay un mundo de distancia, porque el peso de los intereses sigue siendo inmenso, y si se acaba el ciclo de crecimiento y vuelve la recesión, estamos otra vez en la vieja rueda.

En cuanto al “destino latinoamericano” de la Argentina, sin duda suena mucho más simpático que las viejas “relaciones carnales” con Estados Unidos, pero los límites aparecen enseguida. La Unasur y la confluencia de varios gobiernos de la región marcan ciertas novedades en el plano político, pero la supuesta “integración” económica latinoamericana está mucho más lejos de lo que dicen los discursos. Una cosa es haber frustrado el ALCA; otra muy distinta es que el fallido intento yanqui de subordinación brutal de las economías de la región haya sido reemplazado por algo tangible. La única herramienta económica regional digna de ese nombre, el Mercosur, tropieza a cada paso con la falta de voluntad del conglomerado capitalista más fuerte de América Latina, la burguesía paulista. La FIESP, entidad que agrupa a los empresarios de San Pablo, ha dicho en todos los tonos que considera el Mercosur como un obstáculo o, en el mejor de los casos, un mero instrumento para la hegemonía brasileña en Sudamérica. Pretender una inserción en el mundo capitalista vía un brumoso “bloque regional” liderado por Brasil es una apuesta de mucho riesgo y casi ningún premio.

“Ahora hay un modelo productivo y a favor de la industria nacional, no de la especulación financiera”

Es una realidad que tanto en la economía como en el peso político de los sectores capitalistas respectivos, la industria ha sobrepasado la línea de los servicios, a diferencia de lo que ocurría en los 90. Entre otras razones, el tipo de cambio alto tras la devaluación diluyó el negocio de las empresas de servicios y protegió a firmas y ramas industriales enteras, antes al borde de la quiebra o languideciendo. Pero eso no autoriza para nada a hablar de “modelo industrial”, y mucho menos de que ese modelo sea “nacional”, por sólidas razones.

En primer lugar, la estructura económica del país no ha cambiado en lo esencial: Argentina sigue siendo un país sujeto a la generación de divisas del agro. Sin los ingresos de la soja no hay superávits gemelos, y sin ellos no hay sostén del tipo de cambio para la industria, ni recursos fiscales para las “políticas sociales”, ni nada. Y esa fuente de divisas se apoya, sobre todo, en un ciclo de precios altos de las commodities que es ajeno a la voluntad de éste u otro gobierno. El kirchnerismo se queja de que los opositores atribuyen la bonanza económica exclusivamente a la suerte. Es verdad que no es toda la explicación, pero no es serio negar que los precios internacionales de los bienes primarios que exporta la región gozaron y gozan de un ciclo excepcionalmente positivo. Un estudio de Orlando Ferreres muestra que los términos de intercambio (precios relativos de exportaciones e importaciones) estuvieron en 2010 entre los cuatro más altos de los últimos 150 años. Y agrega que esos ciclos beneficiaron (o perjudicaron) a la economía en su conjunto bajo gobiernos de todos los signos.

En segundo lugar, se debería explicar cómo un “modelo industrial” que además viene de siete años de crecimiento se traduce en una industria poco desarrollada, muy poco competitiva globalmente –salvo en el ámbito regional–, que sobrevive gracias a la protección y los subsidios estatales y que depende dramáticamente de los insumos y tecnología extranjeros. El único producto industrial que figura entre los diez primeros rubros exportados son los automotores. Pero como sólo el 20% de las autopartes son nacionales, el superávit en ventas de autos terminados por 2.500 millones de dólares no compensa un déficit comercial de todo el sector automotor de 4.700 millones. Además, casi todos los 400.000 autos que se exportan tienen un único destino: Brasil. Y el déficit comercial del conjunto de la industria es de 27.000 millones de dólares. En criollo: si se caen los precios de la soja y demás granos, no habrá divisas para importar insumos industriales (ni pagar deuda). Es decir, a la vuelta de la esquina, con la primera recesión, volvemos al famoso esquema “stop and go” característico de los modelos fallidos de sustitución de importaciones de los años 50-60. Que consistía en lo siguiente: crecimiento productivo-ahogo de divisas para importar insumos-recesión-devaluación-recomposición de la producción industrial y recomienzo del ciclo.

Suponer, como lo hacen destacados economistas como Aldo Ferrer, que el modelo kirchnerista ha superado de manera definitiva la llamada “restricción externa” (esto es, la escasez de divisas), es impresionista y extrapola indebidamente tendencias de coyuntura a una escala decenal. En efecto, no hay razón para creer que el actual ciclo de precios altos para los productos primarios va a durar décadas. Al margen de la discusión de si la tendencia histórica es al deterioro o a la recomposición de los términos de intercambio, lo innegable es su alta volatilidad e imprevisibilidad. Jugar la suerte del “modelo” a que se anclen los precios de la soja hasta el 2030 es una verdadera quimera.

Sin ir más lejos, la relativa abundancia de dólares vía el comercio exterior tiene ya un elemento artificial, que es la restricción a las importaciones que ejerce de manera formal e informal el gobierno argentino. En efecto, si se compara la evolución del comercio exterior de Argentina y Brasil, por ejemplo, surge que las importaciones argentinas están “pisadas” para conservar el superávit, a expensas de las compras de bienes de capital y de la consiguiente capacidad expandida de la producción. Para no hablar de la otra gran amenaza a la “soberanía de divisas”, a saber, la fuga de capitales, que el actual esquema no puede (ni quiere) controlar y que representa una sangría brutal.

Entretanto, como la industria no puede competir internacionalmente y por ende tampoco exportar (salvo a países limítrofes o de desarrollo inferior al argentino), su dependencia de la protección y los subsidios estatales no representa el comienzo de la creación de ninguna “burguesía nacional” alentada desde el Estado. Ese esquema, relativamente posible en la posguerra en algunos países asiáticos, es prácticamente inviable en el actual contexto histórico. Lo que hay es lo de siempre: industrias (e industriales) que sobreviven sustituyendo importaciones al amparo de un dólar relativamente alto, y temblando como hojas ante la posibilidad de devaluación, recesión, políticas de apertura comercial, fin de los subsidios y una larga lista de peligros.

Tercero: eso es lo que explica que este modelo “nacional” asista a una pavorosa extranjerización de la industria. Los voceros oficialistas ponen los ojos en blanco con las PyMEs y algunos grupos locales desarrollados al amparo de subsidios o negocios con el Estado, pero omiten cuidadosamente registrar qué pasa con las grandes empresas. Dos datos son elocuentes: de las 500 mayores empresas que operan en el país, en 1993 el  44% (219) eran extranjeras, y se llevaban el 65% de las utilidades. En 2008, de las 500 grandes 338 (68%) eran extranjeras, y se quedaban con el ¡89%! de las ganancias. De paso, digamos que esta extranjerización consistió sobre todo en compra de posiciones de mercado (empresas y marcas ya instaladas), más que en inversión que aumenta la capacidad productiva.  En cifras: mientras que hubo más de 600 fusiones y adquisiciones de empresas, es difícil encontrar más de 15 firmas nuevas de tamaño comparable.

En este contexto, las invocaciones a la “burguesía nacional” y a la necesidad de “agregar valor” suenan tan o más vacías que en 2003.

Ah, y en cuanto al “fin de la especulación financiera”, el único negocio que se cerró para ellos es la estafa de las AFJPs. Porque en todos los demás rubros, los bancos e intermediarios financieros están de parabienes. Las ganancias del sector financiero en los últimos años están entre las más altas de todas las actividades, gracias al altísimo rendimiento de los bonos de deuda y los créditos al consumo. Con tasas reales en dólares fuertemente positivas y una marcha triunfal del índice bursátil Merval, sumado a que no se paga un solo peso de impuesto a la renta financiera, si Argentina no fue el paraíso de los especuladores, como mínimo los trató muy bien.

“Reapareció el Estado para promover la inclusión social y la distribución del ingreso. Quedan deudas pendientes, pero sólo se pueden saldar profundizando este modelo”

En comparación con los brutales ajustes de Menem y De la Rúa, la disminución del desempleo y la pobreza, el regreso de las paritarias, la ampliación de la base jubilatoria y la Asignación Universal por Hijo (AUH) les resultan a algunos el Jardín del Edén de la justicia social. Pero por poco que uno salga con la comparación de los pisos más escandalosos de los 90 y 2001-2002, los logros se relativizan al ponerse en una perspectiva histórica. Que es lo que corresponde, ya que los actuales panegíricos del “modelo” lo presentan justamente como un cambio de época estratégico en la economía argentina.

La recuperación de la actividad y el empleo, desde pisos históricamente bajísimos, sin duda mejoró el panorama social catastrófico tras la salida de la convertibilidad, pero para los parámetros de las últimas décadas el núcleo duro de pobreza y desocupación es de un volumen inédito para épocas “normales”. En el fondo, la implementación de la AUH, a la vez que resulta un cierto paliativo para los “pobres estructurales” (una novedad sociológica argentina) y los sectores cercanos o por debajo de la indigencia, implica un reconocimiento de que esa situación se va a sostener en el tiempo y llegó para quedarse.

Lo propio ocurre en el terreno del trabajo precario. Pese a la alharaca oficial sobre la derogación de la ley Banelco, la realidad es que el empleo en negro, que orillaba el 48% al fin de la convertibilidad, bajó al 36% (cifras del INDEK), lo que no es tan significativo. Y aún más grave es que todo el aparato legal creado en los 90 para dividir, precarizar y liquidar derechos a una porción sustancial de la clase obrera sigue completamente vigente. Ahí está el asesinato del compañero Mariano Ferreyra para atestiguarlo.

Tampoco se puede decir que haya habido “redistribución del ingreso” significativa, salvo, otra vez, que el único criterio de comparación sea el piso excepcionalmente bajo de 2001-2002. Y una cosa es segura: si el ingreso de los trabajadores se recompuso un poco (especialmente en el período 2003-2006), sin duda no fue a expensas de las ganancias de la clase capitalista en su conjunto, que fueron de las más altas de las décadas.

Lo que no es de extrañar, ya que en la industria los costos laborales fueron incluso más bajos que en los propios años de mayor crisis. Dos estudios del IARAF y CIFRA, dos consultoras privadas, señalan que el sector productor de bienes tuvo “ganancias extraordinarias”, y que en 2010 el costo laboral era un 16% inferior al de ¡2001! Otro estudio de ADEA calcula que el costo laboral en la industria manufacturera fue en 2009 el 50% del nivel de la época de la convertibilidad. El costo unitario era en 2009 un 14,5% menor en pesos y un 40,5% menor en dólares que en 2001. Y el propio Ministerio de Trabajo estima que en 2010 el costo laboral unitario medido en dólares fue un 53% inferior al de 2001.

En cuanto a la “mayor presencia del Estado”, hay que aclarar que su rol es más bien político, y que opera más como mediador para atemperar y controlar los conflictos que como actor propiamente económico. La supuesta “oleada de estatizaciones” se reduce a la de los fondos de las AFJPs, porque en los casos de el Correo Argentino, Aerolíneas y Aguas Argentinas, más que una decisión de estatizar, lo que ocurrió fue el abandono fraudulento e inescrupuloso del servicio por parte de las concesionarias privadas. Enarsa es una petrolera fantasma, sin pozos, producción ni estaciones de servicio. Y si este gobierno fuera “estatista”, debería en verdad terminar de estatizar los servicios públicos y el transporte, que sólo sostienen su operatividad gracias a los cuantiosos subsidios públicos.

Por otra parte, la “redistribución” operó, irónicamente, más a través del mercado (por la vía del aumento de la actividad económica y las paritarias) que del Estado. Porque el instrumento por excelencia para modificar la distribución del ingreso, el sistema tributario, sigue siendo tan regresivo como en los 90 o 2001. No bajó el IVA, no se aumentó Ganancias ni se extendió su radio de aplicación, no se tocaron las rentas financiera y minera, y como resultado el ingreso por impuestos al consumo (IVA) es un 55% mayor al ingreso por Ganancias. La única novedad tributaria fueron las famosas retenciones... que instaló Duhalde en 2002. En cuanto a la “participación en las ganancias”, ya quedó claro que es un proyecto limitado, tramposo... y así y todo pateado por la misma burocracia sindical que lo impulsó para un futuro indefinido.

En suma: la lista de logros es esquelética y la de “deudas pendientes” por demás obesa. Y lo que es más grave, sin perspectivas de que vaya a realizarse. Porque después de siete años de kirchnerismo, si algo queda claro es que los grandes problemas sociales, laborales y estructurales de la economía argentina no se van a resolver con esta lenta y moderada “redistribución” que no toca nada esencial de las ganancias capitalistas ni de los intereses de los acreedores externos.

El “modelo” kirchnerista nació de una coyuntura política y económica particular, y postular, como lo hace el coro oficialista, que es el punto de partida de un esquema nuevo para el capitalismo argentino es una ilusión sin sustento. La inflación, el techo de la inversión, los cuellos de botella energéticos y de productividad, son síntomas de un esquema que, así como está, sólo está atravesando una sobrevida. Curiosamente, un funcionario kirchnerista enfoca la cuestión de la crisis global de manera mucho más realista que los discursos “épicos” del kirchnerismo: “Si no se plantea un nuevo tipo de socialismo, no hay manera de salir de la crisis. O triunfa el capital financiero y somete a todos (...) o hay una protesta social que plantea un nuevo tipo de socialismo. Es así. No se sale de la crisis si no hay un cambio de paradigma fuerte (...) y eso sólo se puede hacer en marco de un severo conflicto social. Estoy convencido de eso” (entrevista al viceministro de Economía Roberto Feletti, BAE, 8-11-10).

Si esto vale para los países centrales, con mucho mayor motivo vale para un país y una región periféricos, más allá de todas las veleidades de “políticas diferentes” o “desacople”. En efecto, el contexto actual sólo propone a escala histórica el triunfo del capital (“financiero” y del otro) o un “cambio de paradigma fuerte”. Esto último es exactamente lo que el “modelo” kirchnerista no representa, mal que les pese a quienes creen que 10 ó 20 años de “profundizar el modelo” van a cambiar la faz del capitalismo argentino. Tampoco lo hará un vaporoso capitalismo que apunte a la producción “con mayor valor agregado” (Cristina dixit), que por otra parte nadie sabe qué fracción de la burguesía argentina va a encabezar. Ninguna de las hoy existentes, eso está claro, e insistir en la creación de una “burguesía nacional” se parece, en las condiciones del capitalismo mundializado, a un ejercicio de mitología.

Los dilemas del capitalismo argentino no han sido resueltos por el “modelo kirchnerista”: éste sólo ha logrado postergar las definiciones de fondo. Que, en verdad, son las que señala Feletti. Por supuesto, el “nuevo socialismo” del que él habla no tiene nada que ver con el que defienden el marxismo y el Nuevo MAS, y seguramente se acerca más al capitalismo de Estado al estilo Chávez. Pero eso poco importa en el marco de esta discusión; lo importante es retener que, efectivamente, la marcha del capitalismo conduce a crisis que se saldarán, en uno u otro sentido, con “un severo conflicto social”, cuyo desenlace favorable no podrá menos que ir mucho más allá de los estrechos límites de la experiencia kirchnerista. Es decir, avanzar en una senda anticapitalista y socialista con la clase trabajadora como protagonista.