Socialismo o Barbarie, periódico Nº 177, 27/05/10
 

 

 

 

 

 

La “fiesta del Bicentenario”

200 años de país burgués y un balance lapidario

Por Marcelo Yunes

Es un hecho que los festejos del Bicentenario fueron multitudinarios. En nota aparte hacemos una reflexión al respecto. Sin embargo aquí queremos hacer referencia a otro aspecto: a la prácticamente ausencia de todo balance de lo que se está festejando.

En la medida que en estos 200 años la Argentina estuvo gobernada por la burguesía, de lo que se trata cuando se aborda la suerte del país en todo esos años, es del balance de la propia burguesía que, más allá de todos sus matices, ha venido estando al frente del gobierno del mismo.

Así las cosas, detrás de la enumeración sin ton ni son de próceres, figuras de la cultura, artistas y deportistas (todo suma a la “argentinidad”), y también de los matices entre oficialismo y oposición, lo que brilló por su ausencia es un balance realista y descarnado del país que ha sabido conseguir la burguesía argentina. Y no tiene nada de raro: sus laureles no tienen nada de eternos, y su trayectoria no está precisamente coronada de gloria. Más bien lo contrario, como veremos.

Doscientos años de dependencia y fantasías impotentes

La lista de mitos, exageraciones y directamente burradas es interminable. Empezando por lo del “Bicentenario de la Patria”. ¿De cuál? ¿La Argentina? Pero la República Argentina nació en 1853. Cierto que ésta vino luego de la Confederación rosista, que a su vez venía de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Pero suponer que “el país”, este país, cumple 200 años es una ficción antihistórica. El actual Estado argentino no puede ser considerado la mera continuidad del Virreinato del Río de la Plata (entidad que, por otra parte, tuvo sólo 34 años de existencia). Suponer que se trata en esencia de la misma unidad político-geográfica, sólo que fue “perdiendo territorio” por el camino (primero la independencia de Paraguay, después el Alto Perú, luego Uruguay, etc.) es una puerilidad escolar.

¿”Primer gobierno patrio”? Pero la expresión sugiere una voluntad explícita de independencia de la corona española que en realidad estaba lejos de haber cristalizado en 1810. Incluso la bandera celeste y blanca, lejos del cuento de hadas de Belgrano mirando el cielo, se origina en los colores de los Borbones, justamente para exhibir lealtad a la dinastía que gobernaba España. Si bien tales gestos no eran muy sinceros, al menos muestran que las ínfulas de separación no eran nada unánimes.

De todas maneras, la mitología oficial sobre el “Movimiento de Mayo” extraída de manuales de escuela primaria es el menor de los problemas. Mucho más serio es el resultado al que se llega tras ponderar con un mínimo de seriedad los “logros” de la burguesía argentina. Al respecto, es instructivo hacer una comparación con el primer centenario de la Revolución de Mayo, celebrado con gran pompa en Buenos Aires en 1910.

La burguesía argentina rebosaba orgullo y confianza en su “destino manifiesto”. La capital del país abandonaba su fisonomía de “gran aldea” para levantarse a imagen y semejanza de París. Dos de cada tres de sus habitantes eran extranjeros y pobres, hacinados en conventillos, pero el centro porteño (al que había que ingresar con levita y ropa elegante) y los barrios ricos le daban el barniz de la ciudad “más europea” y moderna de Latinoamérica. La prosperidad de una economía orientada a las exportaciones agrícolas bajo el ala protectora de Inglaterra le permitía a la clase capitalista local soñar con ser una de las 10 ó 15 naciones más importantes del mundo. La ficción se prolongó unos años (descubrimiento de petróleo, el primer subterráneo del continente, inmigración incesante, sobre todo de países europeos, etc.). Pero la realidad se impuso con la crisis de 1929. Aunque la burguesía descubrió, tardíamente, que después de todo algo de desarrollo industrial no era un crimen, los lazos de dependencia se transformaron en cadenas, con hitos como el colonial tratado Roca-Runciman.

Después vino el peronismo. La historiografía y los políticos liberales –con el coro de sus medios afines– se han encargado de difundir la fábula de que la “demagogia populista” truncó una oportunidad histórica para ser una de las “potencias”. Del otro lado, los revisionistas pintan la ensoñación simétricamente opuesta: el peronismo habría marcado el inicio de la “liberación nacional y social” enfrentándose a los “personeros de la antipatria oligárquica”.

El conflicto fue tan real como limitado, y aunque el país logró mayores márgenes relativos de autonomía relativa (como otros del continente y fuera de él donde se desarrollaron movimientos parecidos), la sustitución de importaciones y la ampliación de derechos sociales a franjas mayores de la población no constituyeron un verdadero esquema de desarrollo capitalista. La caída sin gloria ni resistencia de Perón reafirmó un rumbo del que nunca se había desviado demasiado. La industrialización raquítica (“pseudoindustrialización”, la llamó Milcíades Peña), las rémoras del desarrollo desigual y el reforzamiento de los lazos de dependencia política, financiera, tecnológica y militar con EE.UU. dejaron a la Argentina en el lugar de siempre: país periférico y semicolonial. La dictadura militar se encargó de remachar ese clavo, y ninguno de los gobiernos posteriores se propuso sacarlo.

Progresismo regional, populismo posmoderno... ¿y el proyecto?

El nuevo siglo trajo también nuevos vientos para nuestro continente, con una oleada de rebeliones en varios países que dieron fin a la hegemonía de gobiernos salvajemente antiobreros y proimperialistas y abrieron paso a otros gobiernos “progresistas”, incluyendo los Kirchner. Estos gobiernos, usufructuando las nuevas condiciones políticas heredadas gracias al impulso del movimiento de masas, se montaron sobre esos procesos también para controlarlos y frenarlos. Mientras se dedicaban a destacar sus diferencias con las gestiones neoliberales anteriores (algunas reales, otras exageradas o inexistentes), todos ellos hacían profesión de fe capitalista (salvo el “socialismo” bolivariano, en los hechos indistinguible del capitalismo de Estado).

Desde Evo Morales a Cristina Kirchner, todos se encargaron de dejar claro que las inversiones capitalistas, las buenas relaciones con EE.UU. (mientras no fueran carnales) y la disciplina laboral para la clase trabajadora eran intocables. Lo único que reclaman, y a lo único que se reduce su prédica, es que el Estado burgués administrado por ellos tenga el margen político y económico como para regular a los capitalistas más insaciables y nostálgicos de los 90. Naturalmente, de ese mismo margen depende la supervivencia de un proyecto político muy poco definido (en ocasiones, improvisado) y de alcances históricamente cortos.

Sin duda, unas pretensiones tan módicas alcanzan para buena parte del “progresismo” intelectual latinoamericano, que hace rato abandonó todo horizonte de transformación social revolucionaria. Más todavía cuando del lado de la oposición de derecha, como señala cáusticamente Alejandro Horowicz “la política no es más que la continuación de los negocios por otros medios, y los programas políticos son escritos por profesionales del marketing” (BAE, 23-5). Lo que no era el caso de los propios partidos o movimientos burgueses del siglo XX.

Una vez más, lo que resulta suficiente para los escribas oficialistas no alcanza ni de lejos para siquiera empezar a cumplir las tareas postergadas e inconclusas de las naciones latinoamericanas. En verdad, cada una de esas tareas democráticas, antiimperialistas, anticapitalistas y socialistas se transforma, en manos de los “progres” del continente, en una caricatura casi vacía de contenido. Veamos algunos puntos.

Primero: el fin de la dependencia financiera y económica de los centros imperialistas, tarea sin la cual es imposible pensar en un destino propio nacional o latinoamericano, pasa a ser reemplazado por los pagos “cash” al FMI y el “retorno a los mercados internacionales” pagando deuda con reservas del Banco Central. Lo irónico del caso es que esa voluntad de renovación de los lazos de dependencia se exhibe, en la mitología kirchnerista, como un combate épico contra los neolioberales. Los teóricos populistas, aunque no tenían ningún sector social tangible de qué agarrarse, al menos decían que había que romper con el imperialismo. El kirchnerismo no tiene nada de antiimperialismo; sólo aspira a tener una relación “no carnal” con los centros de poder mundial. Que eso le baste a los populistas de hoy es una medida de la degradación de esa corriente –que nunca fue muy consecuenteen lo teórico, y mucho menos en lo político– en la más burda Realpolitik.

Segundo: la necesidad de la integración económica y política de las repúblicas de América Latina –sin la cual no serán más que un racimo de paisuchos impotentes– no pasa de ser una mención en discursos de ocasión y en entidades fantasmagóricas como la Unasur. No hablemos ya de que no hay verdadera unión latinoamericana sin proyecto de Estados Unidos Socialistas de América Latina. Las burguesías de la región, y la argentina como caso paradigmático, no son capaces siquiera de mejorar un miserable esquema de unión aduanera estilo Mercosur sin que eso no termine en conflictos comerciales recurrentes, que se resuelven a gusto y conveniencia de la nación más fuerte del área.

Tercero: uno de los males sociales endémicos de América Latina es la extendida pobreza de buena parte de sus habitantes y la espantosamente desigual distribución de la riqueza, que la hacen uno de los continentes de mayor contraste social del mundo. Los Kirchner, también aquí, se llenan la boca con sus “logros” como la Asignación Universal por Hijo y la baja de la indigencia que ésta conlleva. Pero el valor de esas cifras sólo se sostiene en comparación con los peores índices de la historia argentina, los del cambio de siglo. En casi cualquier otro contexto histórico (como los años de Alfonsín o los del tercer gobierno de Perón), las cifras de pobreza de hoy serían escandalosas. Lo propio vale para el gran candidato regional a “nueva potencia del siglo XXI”, Brasil, y el supuesto “gran estadista latinoamericano”, Lula. Por fuera de los resultados del plan Bolsa Familia, la supuesta nueva potencia es incapaz de asegurar a la inmensa mayoría de su población un ingreso que vaya mucho más allá de la mera subsistencia. ¿Qué se puede decir de proyectos políticos “progresistas e inclusivos” cuyos pilares son pobreza y desempleo estructurales de como mínimo un tercio de su población?

Cuarto: en el fondo, el mayor fracaso de la burguesía argentina (como de toda la región, y a diferencia de las burguesías de los países centrales) ha sido su incapacidad de encabezar un proceso de desarrollo capitalista moderno real. Naturalmente, semejante tarea no era posible más que a condición de enfrentar la traba estructural que supone su integración en un lugar subordinado del sistema imperialista de naciones (lo que, a su vez, plantea ineludiblemente tareas de orden anticapitalista y socialista, como señalaran Trotsky y Milcíades Peña). Ambas cuestiones se encaran juntas o no se resuelven. Pues bien, ese fracaso palmario del siglo XX no da la menor señal de cambiar en el XXI. Argentina (y los demás) siguen siendo países atrasados con islotes de desarrollo en algunas áreas competitivas en el mercado mundial. Pero justamente esas islas que pueden integrarse a la economía globalizada son las atadas a las viejas “ventajas comparativas” naturales y los productos agrícolas. Así, hoy los vínculos de la Argentina con el mercado mundial dependen de los granos y oleaginosas tanto o más que en la época del “modelo agroexportador” (¡fines del siglo XIX!). Tampoco aquí es la excepción, sino la regla: hasta el “poderoso” Brasil sufre la primarización de sus exportaciones.

En cualquier dirección que miremos, el panorama es el mismo: las grandes tareas históricas pendientes de la Argentina, algunas de las cuales fueron señaladas por los propios intelectuales populistas, no se han cumplido. Peor aún: los sucesores actuales del viejo nacionalismo populista, los Kirchner, junto con su séquito de intelectuales que se conforman con poco, bastardean esas banderas, incluso en su versión burguesa populista. Con liviandad casi posmoderna, remiten al discurso de esas tareas sin plantar ninguna base sólida o duradera para su consumación efectiva. Y el colmo es que intentan recrear una “épica política” que, cuando se la ve de cerca, se limita al viejo recurso de apelar a la comparación con lo más retrógrado social y políticamente, tanto como para que su chatura de objetivos no quede tan en evidencia.

En el país de los ciegos, el tuerto es rey; a eso se reduce la propaganda oficial. Pero los trabajadores y los pueblos de Argentina y Latinoamérica necesitarán de los dos ojos si es que quieren mirar y transitar un camino que se aleje de verdad del pasado y del presente de atraso y dependencia. La burguesía manejó durante dos siglos el destino del país y la región. El veredicto de la historia es inapelable: si no se lo arrancamos de las manos, podemos llegar al Tricentenario como hoy.