¿Puede renacer el “liberalismo de izquierda” en EEUU?
Obama y los corazones rotos
Por Mike
Davis (*)
“El
gran desafío para las pequeñas organizaciones de la
izquierda es el de ser capaces de anticipar esa previsible
decepción de las masas y de entender que nuestra tarea no
consiste en hallar la forma de «mover a Obama hacia la
izquierda», sino en buscar la manera de rescatar y
reorganizar unas esperanzas destrozadas.”
Se cumplen
esta semana 40 años desde que el Partido Demócrata (el
partido de Jim Crow [1] y de la Guerra Fría, pero también
el partido del New Deal) puso proa él solito hacia el mar,
borrascoso y erizado de bajíos, de una impopular guerra en
Vietnam y de una reacción blanca contra la igualdad racial.
El
“surgimiento de una mayoría republicana”, según la
famosa fórmula acuñada por el maquiavelo de Nixon, Kevin
Phillips, nunca dejó de ser episódica, y a menudo, delgada
como el papel de fumar en las elecciones nacionales. Pero un
imponente fervor ideológico y religioso, no menos que los
pródigos y ubicuos subsidios de la clase empresarial en su
ofensiva contra los programas sociales y sindicales surgidos
del New Deal, contribuyeron a galvanizarla.
Los
republicanos, en condiciones normales un partido minoritario
en el Congreso, pasaron a dominar la agenda política (la
Nueva Guerra Fría, la rebelión contra los impuestos, la
guerra a las drogas, etc.), y se mostraron capaces de
orientar la reestructuración de las funciones
gubernamentales (abolición de la ayuda federal directa a
las ciudades, uso deliberado de la deuda para impedir el
gasto social, etc.).
La
respuesta de los demócratas a la revolución de Reagan en
1981 no fue la de una resistencia de principios, sino la de
una cobarde adaptación acomodaticia. Los “Nuevos Demócratas”
bajo Bill Clinton (cuyo modelo personal era Richard Nixon)
no sólo institucionalizaron las políticas económicas de
Nixon-Reagan, sino que a veces superaron a los republicanos
en su celo por poner en práctica la doctrina neoliberal,
como fue el caso con las cruzadas de Clinton en favor de la
“reforma” de las políticas de bienestar (consistente,
en realidad, en crear más pobreza) o en favor de la reducción
del déficit y de la firma de un acuerdo como el NAFTA
[Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (EEUU, México
y Canadá), por sus siglas en inglés], sin derechos
laborales.
Aunque el núcleo
de la clase obrera del New Deal siguió proporcionando el
60% de los sufragios del Partido Demócrata, la política
del partido se orientó conforme a la obnubilación de los
Clinton con las elites de la “nueva economía”, con los
reyezuelos de la industria del entretenimiento, con la
prosperidad de las urbaciones residenciales, con los yuppies
y, por supuesto, con el mundo entero, según Goldman Sachs.
Las cruciales deserciones de los votantes demócratas en
favor de Bush en 2000 y 2004 tuvieron que ver menos con la
manipulación republicana de los “valores familiares”
que con el entusiasmo de Gore y Kerry con una globalización
que había resultado devastadora para un sinnúmero de fábricas
y zonas industriales.
Paradójicamente,
lo que las elecciones de esta semana auguran es tanto un realineamiento como una continuidad.
Los
republicanos sabrán ahora lo que significó 1968 para los
demócratas. Victorias azules [el color de los demócratas]
en antiguos bastiones rojos [el color de los republicanos]
significarán incursiones asombrosas en el corazón del
territorio enemigo, comparables a los éxitos conseguidos,
hace más de una generación, por George Wallace y Richard
Nixon en el norte étnicamente blanco, en los territorios
del sindicato CIO [Congreso de Organizaciones Industriales,
por sus siglas en inglés]. Paralelamente, el infernal
matrimonio a la desesperada entre Palin y McCain apunta al
inminente divorcio entre los fieles de la megaiglesia y los
pecadores de los country clubs. La coalición de Bush,
construida por el genio rufianesco de Karl Rove, está en
plena descomposición.
Y lo que es
más importante aún: decenas de millones de votantes han
invertido el veredicto de 1968, optando
esta vez por la solidaridad económica antes que por la
división racial. En realidad, estas elecciones han sido
un plebiscito virtual sobre el futuro de la conciencia de
clase en los EEUU, y el sentido del voto –gracias,
especialmente, a las mujeres trabajadoras— es una
extraordinaria vindicación de las esperanzas progresistas.
No puede
decirse lo mismo del candidato demócrata, respecto del cual
no deberíamos hacernos la menor ilusión. Aun cuando la
crisis económica y la particular dinámica de campaña en
los estados con peso industrial obligaron finalmente a Obama
a prestar atención a los puestos de trabajo, su
“socialismo” ha sido demasiado exquisito como para
percatarse de la enorme indignación pública suscitada por
el criminal rescate bancario, o siquiera para criticar a las
grandes petroleras (como sí hizo un McCain
intermitentemente populista).
En términos
políticos: ¿cuál sería la diferencia, si hubiera ganado
Hilary Clinton? Tal vez un plan de asistencia sanitaria pública
un poquitín mejor, pero, en lo demás, el resultado es prácticamente
el mismo. En realidad, podría hasta argüirse que Obama es
más prisionero del legado de Clinton que los propios
Clinton.
Al acecho
para definir sus 100 primeros días se halla ya un equipo de
estadistas de Wall Street, de imperialistas
“humanitarios”, de operadores políticos de sangre
helada y de republicanos “realistas” reciclados que darán
un pálpito de entusiasmo a los corazoncitos del Consejo de
Relaciones Exteriores y del Fondo Monetario Internacional. A
pesar de las fantasías de “esperanza” y de “cambio”
proyectadas en la atractiva máscara del nuevo presidente, su administración estará dominada por bien conocidos y mejor
preprogramados zombies de centroderecha. Confrontado con
la nueva Gran Depresión inducida por la globalización,
huelga decirlo, el barco del estado norteamericano,
cualquiera que sea la tripulación, pondrá proa al mundo
conocido.
En mi opinión,
sólo tres cosas son extremadamente probables:
La primera:
no hay la menor esperanza de que aparezca por generación espontánea un
nuevo New Deal (o, para lo que aquí importa, un liberalismo
de izquierda rooseveltiano), sin el fertilizante
proporcionado por masivas luchas sociales.
La segunda:
tras el efímero
Woodstock que supondrá la inauguración de Obama,
millones de corazones quedarán rotos por la incapacidad de
la administración para gestionar la bancarrota y el
desempleo masivos y para poner fin a las guerras en el
Oriente Medio.
La tercera:
puede que los bushitas estén muertos, pero la derecha
nativista vomitadora de odio (señaladamente, la tendencia
de Lou Dobbs [2]) no está mal situada para experimentar un
espectacular renacimiento cuando fracasen las soluciones
neoliberales.
El gran
desafío para las pequeñas organizaciones de la izquierda
es el de ser capaces de anticipar
esa previsible decepción de las masas y de entender que
nuestra tarea no consiste en hallar la forma de “mover a
Obama hacia la izquierda”, sino en buscar la manera de
rescatar y reorganizar unas esperanzas destrozadas.
El programa de transición no puede ser otro que el del
socialismo mismo.
(*) Sin Permiso, 02/11/08 Traducción de Marta Doménech y
Amaranta Süss.
Mike Davies es profesor del Departamento de Historia de la Universidad de
California. Antes de graduarse, fue obrero de la industria
de la carne, conductor de camiones y dirigente estudiantil
en el movimiento contra la guerra de Vietnam. Ha producido
numerosos textos de historia y análisis de la sociedad
estadounidense desde el punto de vista marxista, y escribe
regularmente para publicaciones de izquierda de EEUU y
Europa. Aquí interviene en un debate crucial: cuál debe
ser la posición de la izquierda y el activismo frente al
nuevo presidente. (SoB)
Notas del traductor:
1.- Jim Crow era el nombre del sistema segregacionista radical que
funcionó principalmente, pero no sólo, en los estados
meridionales y fronterizos de los EEUU entre 1877 y mediados
de los años ‘60 del siglo XX.
2.- Lou Dobbs es un célebre locutor de la cadena televisiva CNN,
conocido, entre otras cosas, como el “azote mediático de
la inmigración ilegal en EEUU”, de una soez demagogia,
impertinente agresividad y capacidad para comunicar odio y
resentimiento contra cualquier valor político y moral
progresista y humanista.
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