Por Roberto Sáenz



 

A 25 años de la caída del Muro de Berlín –

 

“Las premisas políticas del sustitucionismo llevaron en la práctica, al final de la Segunda Guerra Mundial, a la imposición de regímenes como el del Kremlin en Europa oriental (con excepción de Yugoslavia) por medio de la presión militar-policíaca desde arriba, contra una población recalcitrante, si no claramente hostil. Todos los acontecimientos posteriores, incluido su colapso en 1989, se derivan de esa condición esencial. Demostraron la imposibilidad de ‘construir el socialismo’ contra los deseos de la mayoría de las masas trabajadoras” (El poder y el dinero, Ernest Mandel[1]).

Días atrás se conmemoró el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. La semana pasada publicamos un texto dando cuenta de ese complejo evento. Sin embargo, algunos aspectos de la experiencia de la ex RDA y los demás países no capitalistas del Este europeo quedaron en el tintero. Esto nos impulsó a continuar el análisis desarrollando algunos rasgos de aquél proceso histórico que encierra algunas claves acerca del carácter de los estados puestos en pié por el stalinismo y también de su ignominiosa caída posterior.

El comportamiento de un ejército de ocupación

El stalinismo peleó la Segunda Guerra Mundial en clave nacionalista; esto tiñó sus relaciones con los demás estados de Europa oriental una vez finalizada la contienda. El escritor ruso Vasili Grossman tuvo la valentía de denunciar este estrecho enfoque en su momento. El ingreso del Ejército Rojo en estos países (con toda la carga histórica que tuvo este acontecimiento), no ocurrió verdaderamente en tanto que ejército de liberación: ¡permanecieron como ejércitos de ocupación hasta la caída del Muro!   Esto dio lugar a una dramática contradicción: el “socialismo” que se construyó en dichos países se levantó a punta de bayoneta, desalentando los movimientos autónomos que la clase obrera estaba poniendo en pie cuando el derrumbe del nazismo.[2]

No es casual, entonces, que visto el ejército soviético como uno de ocupación, los levantamientos antiburocráticos que se sucedieron desde la década del 50 en Alemania Oriental, Hungría, Polonia y Checoslovaquia, hayan tenido marcados rasgos de autodeterminación nacional. Peter Fryer, militante del PC británico enviado a cubrir la revolución húngara de 1956  (¡y que luego de esta experiencia se pasará al trotskismo!) subrayaba este sentimiento: “Un odio ardiente contra Rusia y todo lo ruso se observa en los corazones de la gente” (La tragedia de Hungría, Antídoto, Buenos Aires, 1986).

Era también el caso de Polonia: el reparto del país entre los nazis y Stalin a comienzos de la segunda guerra (mediante el escandaloso pacto Ribbentrop-Molotov) le otorgó la supremacía de la resistencia a las formaciones nacionalistas burguesas polacas. Polonia es otra de las tragedias del siglo XX, donde la lucha por el socialismo se vio extremadamente complicada por el rol del stalinismo.

Aquí sólo queremos subrayar la contradicción que se hayan definido como “estados socialistas” u “obreros” sociedades dónde las transformaciones económicas y sociales anticapitalistas se impusieron mediante un ejército de ocupación que nunca dejó de tutelarlas: “La iniciativa creadora de la gente y sus deseos de impulsar el socialismo fueron sofocados. No eran consultados ni tenían parte en la administración de sus propios asuntos. El sentimiento de que la ciudad y sus fábricas pertenecieran al pueblo no existía” (Fryer, ídem).

No solamente el Ejército Rojo no se retiró luego de derrotado el nazismo. Stalin llegó al extremo de cobrarles pesadas reparaciones de guerra a todos los países recientemente “liberados”. Se verificó una ceguera estratégica. Mientras el imperialismo yanqui implementaba el Plan Marshall para ayudar al renacimiento alemán, en la porción no capitalista de Europa el amo ruso practicaba una política “versallista” (por el Tratado de Versalles, que le impuso enormes cargas a Alemania luego de su derrota en la Primera Guerra Mundial) de reparaciones de guerra, apropiándose de parte de la base industrial de estos países: “De acuerdo con los términos del armisticio de 1944, Hungría fue obligada a entregarle a la Unión Soviética reparaciones por valor de 600 millones de dólares. Además, los húngaros fueron obligados a pagar todos los gastos del Ejército Rojo estacionado y en tránsito por Hungría (…) Como en otros países de Europa Oriental, los rusos constituyeron en Hungría sociedades mixtas. Esta maniobra le dio al Kremlin el control sobre la producción húngara de petróleo, bauxita, carbón, minerales, usinas, producción de maquinaria y automóviles, etcétera. Además, los rusos ‘invirtieron’ en esas compañías los valores que habían despojado a Hungría. Por ejemplo, en la Sociedad Mixta de Aviación, las inversiones del Kremlin consistieron en los once mejores aeropuertos húngaros que el ejército ruso había ‘liberado’ de los alemanes” (The Militant, 21 de enero de 1957, citado por Nahuel Moreno en “El marco histórico de la revolución húngara”). Moreno agregaba que “[el stalinismo] apretó el torniquete hasta lograr un estado totalitario que si bien no liquidó las conquistas económicas de la Revolución de Octubre (…) sí terminó con el contenido leninista de tales conquistas: la libre y democrática intervención de los trabajadores (…). Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Rusia se ha transformado en un país que explota a otras naciones y a sus trabajadores” (ídem).

¿Un estado obrero erigido sobre un proletariado derrotado?

Donde más grave fue esta contradicción es en la ex RDA (República Democrática Alemana). Le sumó el traumatismo del nazismo. Culpabilizar a los alemanes por su “responsabilidad colectiva” en la contienda (sin diferenciar explotadores y explotados) configuró una canallada nacionalista, reaccionaria, antipopular y antiobrera. Un curso antisocialista que sirvió para redoblar el sometimiento de la clase obrera de este país; no para ayudarla a su emancipación.

Hay que subrayar otro aspecto señalado oportunamente por Moreno: haber dividido a la clase obrera más importante de Europa fue uno de los crímenes mayores del stalinismo. ¡A la derrota bajo el nazismo el stalinismo la “remachó” con la división del principal proletariado del continente!

De ahí que la unificación alemana hay sido un hecho progresivo más allá de que fuera capitalizada por el capitalismo mediante la restauración. Un hecho reconducido de manera reaccionaria entre otras razones porque en la ex RDA (como en el resto de los países de Europa Oriental), no hubo puntos de referencia independientes para que las masas se orientaran hacia la izquierda. Y no podía haberlos: los trabajadores terminaron repudiando un estado que no consideraban propio, más allá de que hubiese dado lugar a conquistas económicas y sociales que se fueron degradando con el tiempo. A este desenlace contribuyó que la propiedad estatizada, al carecer de todo contenido socialista, obrero o “transicional”, no haya sido valorada como un punto de apoyo para un curso en sentido distinto.

En estas condiciones: ¿cómo definir que se hayan puesto en pie “estados obreros” en el Este europeo? La ex RDA nació como un Estado burocrático basado en una población que no vivió la caída del nazismo como un triunfo propio: “Una verdadera ‘revolución social’ ocurrió en Alemania del Este, pero no fue como producto de un levantamiento popular desde abajo (…) fue en gran medida una imposición desde arriba realizada por un relativamente pequeño Partido Comunista, masivamente facilitada por el hecho brutal de la ocupación militar soviética y por la derrota total y la profunda disrupción moral de la Alemania nazi” (El estado del pueblo, la sociedad alemana oriental de Hitler a Honecker, Mary Fulbrooke, Yale University Press, 2008, p. 23).

Y agrega esta autora: “[lo que caracterizaba en ese momento a la población no eran sus] esperanzas utópicas sino el miedo al comienzo de cada día y la pelea por la supervivencia física y psicológica” (ídem). Rudolf Klemperer, un escritor judío que se mantuvo en Alemania (Dresde) durante la guerra, señalará la pérdida de sentido de la historia de una población que vivirá “al día” traumatizada todavía por los acontecimientos. Sobre esta base era, evidentemente, muy difícil erigir cualquier “estado obrero”, por más “deformado” que se considerase.

El estado no capitalista que se puso en pie en la parte oriental de Alemania dio lugar a determinadas concesiones sociales. Esto no evitó una circunstancia de penuria permanente y rápidamente demostró su inviabilidad como estado tal. De ahí el tempranero estallido de la clase obrera berlinesa en junio de 1953, levantamiento aplastado a sangre y fuego por los tanques del Ejército Rojo.[3]

Una década después vino la erección del Muro de Berlín, única “solución” encontrada para frenar el continuo flujo poblacional que desangraba al país: “La zona soviética estaba en una situación mucho más difícil que la RFA. Más destruida por la guerra, más pequeña, con menor población, y con la Unión Soviética que no estaba en situación de aportarle nada equivalente a un plan Marshall. Por el contrario, ensayó cobrarse sobre esa pequeña porción de Alemania, los pillajes y la devastación terribles cometidos por los ejércitos alemanes en la URSS, de suerte que la República Democrática pagara de manera redoblada su tributo por las consecuencias de la guerra. Para 1953, 3.400 fábricas habían sido desmontadas de la RDA. Lo mismo ocurrió con las vías férreas. Pero eso no fue lo más grave. Lo peor fueron las partidas continuas y masivas de personas, que migraban hacia el Oeste con su saber hacer y competencias” (tomado de “Alemania: 20 años después, ¿dónde está la unificación?” Círculo León Trotsky, 2010).

La clase obrera nunca estuvo en el poder

“Toda la educación partidaria [del stalinismo] se basaba, no en el estudio creativo y voluntario del método crítico y antidogmático del marxismo, sino en la asimilación obligatoria de textos. Convertían a los obreros en loros y charlatanes” (La tragedia de Hungría, Peter Fryer).

Trotsky había dado pistas de cómo abordar la problemática de los países ocupados por el Ejército Rojo (cuando su análisis de la guerra con Finlandia y la ocupación de Polonia a finales de 1939): “Pero, ¿no son actos revolucionarios socialistas la sovietización de Ucrania occidental y la Rusia Blanca (Polonia oriental), igual que el intento actual de sovietizar Finlandia? Sí y no. Más no que sí. Cuando el Ejército Rojo ocupa una nueva provincia, la burocracia soviética establece un régimen que garantiza su dominación. La población no tiene otra opción que la de votar sí en un plebiscito totalitario a las reformas ya efectuadas. Una ‘revolución’ de este tipo es factible sólo en un territorio ocupado militarmente, con una población diversa y atrasada” (“Los astros gemelos Hitler-Stalin”).

Un tipo de “revolución” similar ocurrió en el Este europeo a la salida de la contienda. Sociedades que en ausencia de cualquier manifestación de poder o soberanía de los trabajadores (tanto política como económica), no queda mejor categoría para identificarlos que como Estados burocráticos. Esto es, caracterizados por una progresiva expropiación de la burguesía, pero con la clase obrera imposibilitada de aprovecharla a su favor. Este fenómeno, íntimamente contradictorio, le planteó al movimiento trotskista una dramática querella de definiciones, una más compleja que la otra. Era evidente que no se trataba de “estados socialistas”. Pero tampoco de “estados obreros” en el sentido auténtico de la palabra. Ya Trotsky había caracterizado a la URSS de los años 1930 como “estado obrero degenerado”. A la salida de la segunda posguerra, el trotskismo se inclinó a caracterizar los nuevos estados donde había sido expropiada la burguesía (no importa si con revoluciones o no) como “estados obreros deformados”.

Pero esta definición, la luz de los acontecimientos históricos, es particularmente cuestionable en países como los que estamos haciendo referencia: no sólo no ocurrieron auténticas revoluciones (como si fue el caso de China, Yugoslavia y Cuba), sino que las transformaciones ocurridas en materia de derecho de propiedad fueron impuestas mediante un ejército de ocupación que se dedicó a mantener a raya a la clase obrera mediante un régimen totalitario: “Estas controversias plantean varias preguntas sobre la estructura de la contrarrevolución burocrática y sobre la caracterización directamente social de los fenómenos políticos. Por un lado, la búsqueda de un acontecimiento simétrico al acontecimiento revolucionario, como si el tiempo histórico fuera reversible, constituye un obstáculo para la comprensión de un proceso original en el que surgió lo insólito y lo inesperado. Por otro lado, ya se trate de estados o de partidos, calificarlos de ‘obreros’ les atribuye una sustancia social en detrimento de la especificidad de los fenómenos políticos que transfigura las relaciones sociales [reales, RS]. La caracterización directamente social de las formas políticas se convierte entonces en una cortapisa dogmática que paraliza el pensamiento” (Daniel Bensaïd, Trotskismos, Viejo Topo, pp. 61-2). En definitiva, hay que escapar de todo doctrinarismo. Porque más allá de las viejas definiciones, la experiencia histórica ha indicado que no podrá haber estados obreros auténticos, verdadero proceso de transición al socialismo y mucho menos socialismo, sin el protagonismo histórico de la clase obrera. Un protagonismo histórico de los trabajadores que es lo opuesto a convertirla en una clase de “loros y charlatanes” como agudamente señalaba Fryer. Tal es la lección estratégica que deja la caída de estas sociedades donde la clase obrera nunca estuvo en el poder.

[1] Se trata de la última y valiosa obra de este importante dirigente del movimiento trotskista de la posguerra y cuya conclusión es sintomática porque se plantea en sentido contrario a lo que fue su trayectoria anterior.

[2] “El avance del ejército ruso despertó en la clase obrera de estos países toda una serie de esperanzas revolucionarias (…) Los comités de liberación yugoeslavos (…) dictan leyes sobre provincias enteras incluso antes de la llegada de las avanzadillas rusas (…). Los obreros armados checos participan en la liberación de Praga (…) e instauran el control obrero dentro de las fábricas. Los obreros de Varsovia participan en la insurrección del verano de 1944 (…). En todas las fábricas alemanas del Este se constituyen consejos obreros que asumen la gestión de la empresa” (El partido bolchevique, Pierre Broué, Alternativa, 2007, p. 542).

 

[3] Es un ejercicio interesante volver a echar una mirada sobre los levantamientos antiburocráticos en el este europeo, verdaderas revoluciones que dieron lugar a la intervención militar directa de uno de los ejércitos más importantes del mundo de la época para ahogarlas.

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